Renuncia: Capitán Tsubasa le pertenece a Yôichi Takahashi y al resto de poseedores de los derechos de autor. Yo sólo poseo la trama de este fic.
Advertencias: Shônen-ai (chicoxchico), principio ligeramente subido de tono, crack!pairing, tacos, y algo de angst.
La historia se sitúa en el World Youth, después del partido contra México y antes del Japón-Uruguay.
Feliz lectura.
Capítulo 1: Noche de insomnio.
Yuzô Morisaki se despertó sobresaltado. El joven portero japonés, algo desorientado, tanteó las sábanas con ambas manos, el sudor perlando su frente, mientras su respiración se iba normalizando poco a poco. Alzó la cabeza y miró a su alrededor, asegurándose de que estaba donde debería estar: en su habitación, en el primer piso de la residencia de la selección japonesa sub-19. En la cama de al lado, su amigo Ryô Ishizaki roncaba tranquilamente, ajeno a la agitación que dominaba a su compañero de cuarto.
Yuzô suspiró aliviado. Seguía en su cama, con el pijama puesto, y no desnudo en la habitación que compartían Misugi e Hyuga, haciendo con este último cosas que devolverían a su madre a la tumba si a la pobre se le ocurriera volver a levantar la cabeza. El chico sintió cómo una oleada de calor invadía sus mejillas cuando algunas imágenes de su sueño se proyectaron en su mente como un antiguo largometraje. Yuzô cerró los ojos con fuerza, tratando de sacarse de la cabeza (aunque sin mucho éxito) el pelo negro, espeso e indómito de Kôjirô deslizándose entre sus dedos, sus ojos, más oscuros de lo normal por la excitación; su voz, grave y susurrante, que hacía que su respiración se acelerase con su murmullo; sus labios voraces y cálidos contra los suyos, devorándolo, invadiendo su boca; su sólido pecho, musculoso y curtido tras muchos entrenamientos, junto al que se sentía seguro y a salvo; sus manos fuertes, que le aferraban firmemente por las caderas mientras le...
- ¡Mierda! -maldijo el portero entre dientes, al notar que los pantalones empezaban a apretarle más de lo que deberían, pero logrando por fin interrumpir la línea que se empeñaban en tomar sus pensamientos. Desvelado, miró los números fluorescentes del despertador, que parpadeaban sobre la mesilla de noche. Eran las cuatro de la madrugada. Yuzô suspiró de nuevo y se volvió a tumbar, consciente de que no podría dormirse en un buen rato. Al menos, esperaba que sus hormonas colaborasen; no le apetecía tener que explicarle a Ryô al día siguiente por qué se había levantado con una erección de caballo.
Después de pasar inútilmente quince minutos dando vueltas en la cama, Morisaki se convenció de que, en efecto, el sueño no iba a llegar. Kôjirô Hyuga se negaba a salir de su cabeza para dejarle paso al merecido descanso, así que el joven suspiró y se rindió a lo inevitable. Ya que, por lo visto, no podía evitar pensar en él, por lo menos lo haría de la forma más casta posible. El joven portero ahuecó la almohada con un par de puñetazos y se relajó, dejando que los recuerdos fluyesen a placer.
La primera vez que se enfrentó cara a cara con Hyuga, en el partido entre el Nankatsu y el Meiwa de hacía ya seis años, le hirvió la sangre de rabia ante la prepotencia y juego sucio del delantero, más propios de un matón barriobajero que de un chico de primaria. Aunque claro, en ese enfado también tenía mucho que ver que lo hubiese humillado delante de todo el equipo (ya de por sí desmoralizado por la ausencia de Wakabayashi) con ese balonazo adrede en la barbilla; a causa de eso, Yuzô se había comportado como un cobarde bajo los palos, hasta que Tsubasa salvó la situación, devolviéndole la confianza perdida. Pero no era eso lo que había enfurecido al portero, sino la sonrisita ladina de Hyuga, que indicaba que lo había hecho a propósito. "Maldito cretino": eso fue lo que Morisaki pensó al principio de Kôjirô.
Claro que después tuvo que cambiar de opinión.
Durante la primera parte de la final del Campeonato Nacional de Primarias, esa actitud tozuda de Voy-a-marcar-un-gol-desde-fuera-del-área-sea-como-sea sólo reforzó el anterior juicio del jugador del Nankatsu, pero el enterarse, primero, de que Hyuga trataba de demostrar su valía para poder entrar en la Academia Toho y de la situación económica por la que pasaba su familia, después, le hizo ver a Kôjirô bajo una nueva luz. Y tuvo que reconocer que se había equivocado con el del Meiwa: su forma de ser ruda y agresiva era solamente una coraza tras la que se refugiaba un chico que no podía permitirse parecer débil, un chico cuya prioridad era el bienestar de su familia y que valoraba la victoria y el esfuerzo por encima de todo y que, por desgracia, había tenido que crecer demasiado rápido.
Y, sin que Yuzô pudiera evitarlo, la antipatía que sentía por él pronto se convirtió en una ferviente admiración por el espíritu fuerte y luchador de Hyuga. Sin darse cuenta, empezó a seguir su ejemplo a lo largo de la Secundaria, entrenando todo lo que podía para mejorar su juego. Morisaki no podía llenar el hueco dejado por Wakabayashi en la puerta del Nankatsu, ni mucho menos tenía el nivel de Wakashimazu, pero eso no quería decir que fuese un mal guardameta. En el fútbol y en la vida, lo importante es la perseverancia, y eso Yuzô lo había aprendido de Hyuga.
Y así, a lo largo de esos tres años, entrenó con todas sus fuerzas, tratando de mejorar todo lo posible, dándolo todo en cada final con el deseo inconsciente de que Hyuga se fijase en él, de que reconociese su valía. Por desgracia, el Tigre estaba concentrado en el único rival a su altura, Tsubasa, y no advirtió la mejoría de Morisaki, lo que le dolió bastante al joven portero. Al principio, le atribuyó la frustración y la tristeza al resquemor de su orgullo herido, consecuencia natural de que el objeto de su admiración pasase de él soberanamente, pero con el tiempo tuvo que admitir que lo que sentía por Kôjirô Hyuga era bastante más profundo que la admiración o la amistad: se había enamorado de él.
Se había enamorado de su fuerza, de su tesón, de su (re)marcado sentido del honor, de la ternura que dejaba traslucir su voz cuando hablaba con alguno de sus hermanos o con Sawada (al que, al fin y al cabo, casi consideraba como tal), de su mirada callada y firme, del modo que tenía de trabarse ligeramente con las palabras cuando estaba sorprendido o nervioso (aunque muy sorprendido o muy nervioso tenía que estar, había pocas cosas capaces de alterar esa inmutable cara de póker). Durante la Secundaria, Yuzô había podido disfrazar de admiración esos sentimientos con bastante éxito, relegándolos al fondo de su mente para que no lo molestasen demasiado, pero llegó un momento en que ya no pudo engañarse más.
Ese momento había llegado tres años antes, cuando el Toho y el Nankatsu recibieron, al fin, el premio de tanto esfuerzo: el título de campeones nacionales. Cuando Kôjirô Hyuga levantó, junto a su capitán, la tan deseada bandera púrpura, la sonrisa que se extendió por su cara rivalizó por un momento con la luz de aquel sol de justicia que les había dado el partido. Yuzô jamás había visto a Hyûga sonreír abiertamente: las escasas sonrisas que le había podido sorprender hasta entonces habían sido maliciosas, burlonas, fanfarronas o una curiosa mezcla de las tres.
Aquella sonrisa ancha y sincera, toda llena de alegría e ilusión, le provocó un deseo irresistible de abalanzarse sobre él y besarlo en toda la boca hasta dejarlo sin aliento.
Y cuando, cinco segundos después, se dio cuenta de lo que acababa de pensar, la revelación le recorrió como un rayo devastador, llevándose con ella su propia sonrisa.
Estaba enamorado.
Enamorado de él. De Kôjirô Hyûga. ¡De un tío, por el amor de Dios! Del tío más macho, rudo y hetero que había pisado la faz de la Tierra, dicho fuera de paso. Pero, sobre todo, del tío que nunca se había fijado, ni se fijaría jamás, en el eternamente mediocre tercer portero de la Selección.
Había tratado de negarlo una vez más, de reparar la máscara de admiración que tan útil le había sido durante esos tres años, pero no había remedio. La mentira había llegado a su fin.
¿Quién fue el lumbrera que dijo eso de que la verdad ni daña ni ofende? Yuzô recordaba perfectamente lo doloroso que había sido aquel verano con la Selección, tratando de actuar con normalidad, de comportarse como si él no le importase más que cualquier otro, de fingir, en el comedor, en los campos, en los vestuarios... sobre todo en los vestuarios.
Al final, había conseguido mantener su fachada sin despertar sospechas, entregándose en cuerpo y alma a los entrenamientos. Caer agotado y dolorido sobre las sábanas por la noche era la excusa perfecta para no pensar; pensar constantemente en el fútbol durante el día, la excusa perfecta para no sentir. Y consiguieron ganar la copa, pero él no participó en ese triunfo. Como siempre.
Y tras la Secundaria, vino el Bachillerato. Tres años seguidos de derrotas ante el Toho, tres años durante los que había hecho todo lo posible por olvidarse de aquel estúpido enamoramiento que no le daba más que quebraderos de cabeza, sin conseguirlo.
Aunque durante esos tres años no todo había sido malo. También se había hecho amigo de Ryô. Sí, del mismo chico extrovertido, directo, perseverante y parlanchín que roncaba ajeno al mundo en la cama de al lado. Tras la muerte de la madre de Yuzô (un cáncer se la había llevado a los pocos meses de llegar de Francia, dejando a Morisaki y a su padre solos), Ishizaki, el siempre despreocupado Ishizaki, había tomado la resolución de hacer todo lo posible por sacar al guardameta de la concha en la que se había encerrado, harto de verle componer una sonrisa falsa y asegurar que no pasaba nada cada vez que sus compañeros se preocupaban por él. Tardó bastante, eso es cierto, pero lo consiguió, y Yuzô y él se hicieron amigos por el camino. Ryô era el único capaz de hacer reír a Morisaki en aquellos días grises, y éste era de las pocas personas que podían refrenar al impulsivo joven. Yuzô confiaba en el defensa con su vida, y sólo a él le había contado el amor platónico que sentía por Hyuga. A su vez, el portero era el único que sabía a ciencia cierta lo coladito que estaba Ryô por Yukari Nishimoto.
Cuando terminaron el Bachillerato, la "generación dorada" volvió a acabar encerrada en una residencia, y Yuzô otra vez vuelta a fingir que él era sólo compañero más. Aunque por lo menos esta vez tenía a Ishizaki de apoyo moral. La mano del defensa en su hombro fue lo único que le impidió lanzarse sobre Gamô y hacerle una cara nueva cuando se atrevió a echar a Kôjirô (¡a Kôjirô!) de la Selección. Las expulsiones de sus otros seis compañeros también le dolían, claro está, pero la de Kôjirô fue la única que provocó que una serie de escenas (a cual más gore) protagonizadas por Gamô estallasen en su mente como tracas de feria.
Cosas del amor.
Aunque ahora que se habían clasificado para el mundial, y hecho partido estrella contra los mexicanos, Yuzô debía admitir que el entrenador había actuado bien. El equipo entero se había hecho más fuerte. Los entrenamientos demoledores y la ausencia de sus siete estrellas habían merecido la pena.
Yuzô Morisaki tornó a mirar el reloj despertador, testigo silencioso de sus fantaseos nocturnos. Los números marcaban las cinco y media de la mañana; le quedaban todavía un par de horas de sueño, aunque dudaba que pudiera volver a dormirse.
Con una sonrisa amarga, el portero cerró los ojos. Por lo menos había desaparecido aquella maldita erección.
