Esta historia es una adaptación
Historia Original: Sin Secretos de Cynthia Rutledge
Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer
SUMMARY
Aquella chica gordita y tímida del instituto de Forks se había marchado a la gran ciudad después de la graduación... y volvió diez años más tarde convertida en una estilizada y elegante madre soltera. Todo el pueblo se había quedado boquiabierto con la transformación de Bella Swan, pero a ella sólo le preocupaba la reacción de un hombre...
Nunca podría olvidar el baile de graduación en el que había entregado su inocencia al guapísimo y popular Edward Cullen. Poco después había descubierto que él sólo había estado con ella para ganar una apuesta... y, además, la había dejado embarazada. ¿Durante cuánto tiempo podría guardar aquel secreto? Y sobre todo, ¿cuánto tiempo podría mantener su corazón a salvo de aquel encantador traidor cuando sus deseos le decían que no se resistiera más?
ISABELLA
—¿Bella Swan? ¿Eres tú?
Isabella apretó con fuerza la copa de cristal. Hacía diez años que no oía aquella voz, pero la reconoció enseguida.
Contuvo los deseos de salir corriendo y, tras tomar un sorbo de vino, se dio la vuelta lentamente.
—¡Pero si es Edward Cullen! ¡Qué sorpresa!
De algo le valieron a Isabella sus cinco años trabajando como Relaciones Públicas. Con la firmeza de su voz consiguió ocultar la súbita tensión que le agarrotó el pecho al verlo.
—Casi no te reconozco —dijo Edward, dando un paso atrás para contemplarla, admirado—. Estás guapísima.
—Tú tampoco estás tan mal —replicó Isabella en tono ligero.
Todos aquellos años diciéndose que él no era tan atractivo como lo recordaba, y debía admitir que estaba equivocada.
El cabello bronce de su juventud se le había oscurecido y era un castaño profundo que contrastaba con los ojos, antes verdes, que brillaban. La edad solo había añadido profundidad y madurez a las facciones juveniles que ella recordaba tan bien. Edward, que ya era guapo a los dieciocho, a los veintiocho estaba imponente.
Estaba claro que la vida le había resultado favorable. Sonrisa genuina, relajado y seguro... Edward y parecía saber el sitio que ocupaba en el mundo.
Tendría que odiarlo. Sus mentiras y engaños le habían robado la inocencia. Pero no era fácil para ella odiar a alguien, y mucho menos a Edward Cullen. Aunque no era ninguna tonta. Nunca olvidaría la forma en que él la había utilizado.
La expresión de sus ojos se endureció.
Edward tomó un trago de su copa y sonrió, aparentemente sin notarlo.
—Es increíble lo que has cambiado —le dijo mostrando unos dientes perfectos—. Estás fantástica.
—Gracias —contestó, aceptando el cumplido con cortesía. Hasta ella, que nunca estaba satisfecha con su apariencia, tenía que reconocer que Edward tenía razón. Estaba estupenda. Se había tomado su tiempo con el maquillaje y vestido con un cuidado especial, intentando recuperar la confianza que acababa de perder junto con su trabajo.
Pero sabía que la mirada de admiración masculina poco tenía que ver con el maquillaje y el vestido y mucho con la esbelta figura enfundada en seda. Lo que él recordaba era la chica de la escuela secundaria, la niña que había valorado lo bastante para acostarse con ella, pero no lo suficiente como para que fuese su novia oficial. Su sosa vecina, de la que los demás chicos se burlaban. Bella, la gorda.
Isabella tomó aliento con esfuerzo. El apodo todavía le hacía daño. Ni los años ni el éxito habían logrado borrar completamente el recuerdo de la cruel burla de sus compañeros.
Pero aquello había sido diez años atrás y desde entonces había llovido mucho.
Isabella Swan había demostrado que era una superviviente.
—Nunca pensé que te volvería a ver —dijo Edward finalmente—. Después de la graduación fue como si te hubieras borrado de la faz de la tierra.
—No me parece que Washington esté tan lejos.
—Como si lo estuviese —dijo, lanzándole una mirada penetrante—. Nadie sabía dónde estabas. Ni te dignaste a escribir una carta.
Isabella sonrió y se encogió de hombros, aparentando que había roto los lazos con Lynnwood sin esfuerzo cuando en realidad aquella había sido una de las muchas decisiones difíciles que se había visto forzada a tomar.
—Cielo, ¿no me presentas? —dijo Jasper Minebow, su acompañante aquella noche, aprovechando el momentáneo silencio para intervenir.
—Jasper, no creo...
—Me parece que no nos conocemos —dijo Edward extendiendo la mano sin timidez alguna—. Soy Edward Cullen, un antiguo amigo de Bella del instituto.
Isabella tuvo que contenerse para no protestar. ¿Por qué utilizaba Edward aquel ridículo nombre que le recordaba tanto al pasado? Aunque debía admitir que no le parecía tan ridículo cuando él lo decía. Nunca se lo había parecido.
—Jasper Minchow —dijo Jasper, estrechándole la mano con sencillez. El texano, de aspecto bonachón, era en realidad un sagaz hombre de negocios—. Encantado de conocerte. Los amigos de Isabella son mis amigos.
—¿Isabella? —preguntó Edward intrigado— ¿Qué ha sido de Bella?
—¿Bella, eh? —Jasper la contempló un momento—. Me gusta.
—Pues a mí no —dijo Isabella, quitándole una pelusa de la solapa—. Y si alguna vez me llamas así, te mato.
Sonrió y tomó un sorbo de vino Jasper la miró un segundo, sorprendido.
—Tendré que recordarlo —dijo luego, con una risa comprensiva.
—¿Trabajas para el Gobierno, Jasper? —preguntó Edward, inclinando la cabeza, como si estuviese interesado en su respuesta. Igual que cuando se sentaban en la hamaca del porche y ella le hablaba de su día. El corazón se le encogió al recordarlo.
—Jasper es dueño de una empresa —dijo Isabella, elevando la mirada hacia el texano delgado y alto, agradecida de tener a su lado a un hombre tan apuesto—. No se dedica a la política.
Edward la contempló un momento antes de volver a mirar a Jasper.
—Pensaba que todo el mundo es esta ciudad tenía algo que ver con la política.
—¡Por Dios, no! —dijo Jasper con una carcajada—. Yo me dedico a los coches. Nuevos, usados, compra-venta, alquiler, todo lo que se te ocurra. Somos uno de los concesionarios más grandes de General Motors de la Costa Este.
—¿De veras? —dijo Edward —. Qué impresionante.
Aunque sus palabras parecían sinceras, a Isabella le pareció que ser dueño de un concesionario no impresionaba a nadie en una ciudad donde la política era el tema recurrente de cada día.
—¿Hace mucho que salís, Bella y tú? —preguntó Edward .
—¿Te refieres a Isabella? —dijo Jasper, guiñándole un ojo a Isabella y tomando un sorbo de vino—. ¿Cuánto hace, querida? ¿Cinco o seis meses?
—Algo por el estilo —dijo ella, agradecida de que Jasper no hiciese ningún comentario sobre la naturaleza de su relación.
Eran solo amigos que tenían un acuerdo: ella lo acompañaba a alguna fiesta de vez en cuando y él hacía lo mismo si ella necesitaba un acompañante.
Había sido la necesidad de Jasper de hacer contactos lo que había hecho que Isabella abandonase las palomitas y la película con Emmett para aceptar la invitación de Jasper a una de las fiestas más de moda de la capital. El acontecimiento era una oportunidad perfecta para que ella también se relacionase con la gente y se enterase de algún empleo nuevo. Hacía dos meses que, debido a una reestructuración de la empresa de Relaciones Públicas para la que trabajaba, se había quedado sin su empleo. Y pronto se le acabarían los ahorros. Sintió un poco de ansiedad al pensarlo, pero había estado otras veces en situaciones peores y había sobrevivido. Con que se cumpliera una sola de sus plegarias bastaría.
—Volvió a utilizar su apellido de soltera después de romper con él. De eso hace cuánto, ¿seis o siete años? —dijo Jasper, lanzándole una mirada interrogante.
—Mucho tiempo—dijo Isabella.
Jasper estaba repitiendo las mismas mentiras que ella llevaba años diciéndole a todo el mundo: que se había casado al acabar el instituto y se había divorciado poco tiempo después. Era un invento que explicaba fácilmente la presencia en su vida de un niño que ahora tenía nueve años y la ausencia de esposo.
—¿Estás divorciada? —preguntó Edward con sorpresa—. Tu abuela ni siquiera me dijo que te hubieses casado.
—Entonces apuesto que tampoco te dijo que Isabella tiene un hijo —dijo Jasper. Isabella estuvo a punto de darle un codazo en las costillas. ¿Por qué no se callaba?
—De mi primer matrimonio —dijo Isabella, levantando la barbilla para lanzarle a Edward una fría mirada.
—¿Primer matrimonio? ¿Has estado casada más de una vez?
Nunca había estado casada, y tampoco tenía ninguna intención de hacerlo. Pero eso era algo suyo y él no tema por qué esterarse de ello.
—A veces, la vida no resulta como nosotros queremos —dijo Isabella con voz profunda, para darle más misterio al tema.
—Venga, cielo. Ya sé que lo haces por divertirte, pero él se cree que lo dices en serio —dijo Jasper, rodeándola con su brazo y dándole un apretón—. Edward, conozco a Isabella desde hace bastantes años y, que yo sepa, se ha casado una sola vez.
—Con que tienes un niñito —dijo él.
—Emmett es un encanto de niño —dijo Jasper cuando Isabella no respondió—. Pero ya no es tan pequeño.
—¿Qué edad tiene tu hijo? —dijo Edward, mirándola.
Isabella pensó rápidamente. ¿Le había mencionado hacía poco a Jasper que Emmett acababa de cumplir nueve? ¿Se acordaría si lo hubiese hecho?
—Tiene ocho —dijo, tomando un sorbo de su copa de vino blanco.
—¿Tan mayor? —se sorprendió Edward. Casi se podía ver girar las ruedecillas de su cerebro haciendo cálculos—. Entonces tienes que haberte quedado embarazada...
—Un año después de marcharme de Lynnwood. La primavera siguiente —dijo Isabella, quitándole un año entero a Emmett. Por suerte, Edward nunca vería al niño. Alto para su edad, era más probable que Emmett aparentase diez años en lugar de ocho.
—¿Ya vivías en la capital? —preguntó Edward .
Probablemente hacía la pregunta con interés, pero cuanto más hablase de aquello, más posibilidades tendría de meter la pata.
—Hace tanto de aquello... —dijo Isabella, con un gesto de despreocupación.
—¿Extrañas Lynnwood? —pregunté Edward, sin quitarle los ojos del rostro.
—La verdad es que no —dijo, acabándose el vino—. No tengo nada que hacer allí.
—Están los amigos y la fam... —se interrumpió Edward abruptamente al recordar que su abuela había sido su único pariente y que había muerto hacía poco tiempo—.¿Y tos amigos? ¿No los echas de menos?
—Oh, por favor —dijo Isabella, haciendo un gesto de exasperación—. Ambos sabemos que no era exactamente la Miss Popularidad. Lo cierto es que creo que no tenía ningún amigo entonces.
—Sí que lo tenías—dijo Edward . Ella lo miró, interrogante.
—Me tenías a mí —dijo Edward suavemente—. Yo era tu amigo.
Isabella levantó la barbilla y lo miró a los ojos, deseando que él viese reflejado en los suyos lo que no le quería decir frente a Jasper. Que un amigo nunca habría hecho lo que él le hizo a ella.
—¿Dónde diablos queda ese Lindwood? —preguntó Jasper, masticando pensativamente un canapé de salmón, ajeno a la electricidad que había en el aire.
—En realidad, es Lynnwood —dijo Edward , mirando de reojo a Isabella—. Es un pueblecito en Kansas, a unos veinticinco kilómetros de Kansas City. Bella, quiero decir Isabella, y yo, crecimos allí.
Jasper se acabó la copa de vino.
—A veces pienso en volver a Texas, a mi pueblo. Pero luego recuerdo que tengo más coches en la tienda que toda la población de aquel sitio dejado de la mano de Dios y se me pasa el deseo —reflexionó. Lanzó una carcajada y se sirvió una copa de una bandeja que pasaba—. Dime, Edward , ¿todavía vives en Lindwood?
Edward no se molestó en volver a corregirlo.
—Mi casa sigue estando en Lynnwood —dijo Edward, echando una mirada a Isabella—. Pero en este momento vivo en Arlington.
Isabella sintió un escalofrío. Emmett y ella vivían en Vienna, a un par de paradas de metro.
—Estupendo. ¿Tienes una tarjeta? —Sonrió Jasper—. Te haré una llamada y quizá podamos volver a vernos los tres.
—Me encantaría —dijo Edward metiendo la mano en el bolsillo. Sacó una cajita de plata, extrajo una tarjeta y le escribió unos números antes de dársela a Jasper—. Generalmente estoy libre a la hora de la comida.
—Genial —dijo Jasper, tomando la tarjeta y metiéndosela en el bolsillo—. Dime, ¿has estado alguna vez en el restaurante griego cerca de Dupont Circle?
Edward hizo una pausa, y luego negó con la cabeza.
—Tienen una comida buenísima. Te encantará.
—Seguro que sí —dijo Edward, mirando a Isabella.
Ella forzó una sonrisa. Si por ella fuera, Jasper podía meter la tarjeta en su fichero en cuanto llegase a su casa.
Porque había algo que sabía: el infierno se habría helado antes de que ella volviese a tener algo que ver con Edward Cullen.
