Director Charles G. Maupassant
Estimada comunidad escolar
PRESENTE:
Lamentamos informar el sensible fallecimiento de Zack Moore, estudiante de trece años, parte de la clase de 8° grado de la Escuela de Educación Media James Matthew Barrie. Su muerte ocurrió en el Monte Dann Levre, durante una expedición escolar, el 15 de marzo del presente año.
El cuerpo docente envía sus más sinceras condolencias a la familia Moore, nuestras disculpas y toda la ayuda que se necesite. También se le ofrece lo mismo a cercanos de Zack; amigos, compañeros de escuela y profesores.
Zack Moore
Q.E.P.D
Se despide
Personal de la Escuela James Matthew Barrie.
"Cuando uno deja de crecer empieza a morir".
-William Burroughs
El bus se detuvo a exactamente veinticuatro kilómetros de su destino. Algo con el motor, o los neumáticos, ella no puso atención a las explicaciones vacías del conductor. Todos los pasajeros se bajaron del bus, buscando sus pertenencias en el portaequipajes. Ella se quedó un momento dentro, para llamar a casa. No quería preocupar a su madre. Le contestó el buzón de voz, tres veces que intentó. Bajó una vez uno de los asistentes del bus le insistió en hacerlo.
Descontento.
-Ten cuidado, Ónice.
-Lo tendré, má. Es un amigo, estaré bien.
-No confío mucho en eso, lo conociste en internet y…
-Má, no seas tan negativa.
Sacó su mochila, donde sólo tenía una muda, una linterna (por alguna razón su madre insistió en que llevara una), un paralizador (también por obstinación de su madre) su computador portátil y un poco de comida chatarra. Veinticuatro kilómetros sonaba a muy poco, pero era mucho a pie para ella, que nunca se destacó en educación física. El conductor decía que llamarían a la compañía para enviar un bus desde la terminal, pero tomaría mucho tiempo. El viaje era de cuatro horas, el camino que quedaba era poco menos de media en bus. El terminal más cercano no tenía buses de la compañía, debían esperar a uno desde su pueblo.
Frustración.
-¿Dónde es que vive este chico… uhm…?
-Raymond. Vive en un pueblito cerca de aquí, se llama Silent Hill.
-Suena a un lugar tranquilo, al menos
-Pues claro, má. Estos son pueblos pequeños, nada malo pasa.
-Sí… Sí, claro…
Esperó una hora, jugando en su celular, dibujando algo en la pantalla táctil. Comenzó a hacer frío, el sol estaba escondiéndose. Tuvo que sacar de la mochila una sudadera gruesa con capucha para abrigarse. Esa hora se había hecho horriblemente eterna, no quería estar más tiempo ahí, esperando con el resto de la gente. Los otros pasajeros le miraban raro, estaba segura de ello. Las ocasionales miradas que se cruzaban alimentaban su paranoia. Quizá no era nada, quizá. Sólo era ella, sus pensamientos erráticos llenos de odio propio. O quizá sí la estaban juzgando. No quiso quedarse más tiempo ahí, odiaba esperar, odiaba ser juzgada. Se fue caminando, sin escuchar la advertencia del asistente de viaje. Iba a llegar sola.
Rechazo.
-Quiero que te cuides, ¿entiendes, Ónice?
-No pasará nada. Confío en él.
-Bueno, yo no lo he visto, y prefiero pensar así.
-Pero má…
-Hija… Sé que han sido días difíciles, y estoy contenta de que tengas a alguien que te escuche, alguien que sea tu amigo…
-Estaré bien.
-Quiero que vuelvas sana y salva. Tu padre quizá ya no esté aquí, pero yo sí, y te amo. Eres mi única hija.
-También te amo, má. Tranquila, estaré bien.
-¿Un abrazo?
Negación.
El silencio era su compañía. Sola. Ya se veían lejanos el resto de los pasajeros. A nadie le importó realmente que la chica se fuera, excepto al asistente de viaje. Se veía preocupado por una muchacha tan… Extraña. Ella ignoró eso, siguió el camino hacia Silent Hill, esperanzada por poder verlo a él. Era su primer amigo en mucho tiempo. Sabía que era un poco inseguro confiar en alguien conocido sólo por un medio como internet. Las noticias en la tele siempre diciendo de esos que se conocen por internet un día y al día siguiente termina alguien muerto. Sicópatas detrás de una pantalla buscando una víctima para festejar en sangre.
Pero ella confiaba en que él no era así.
Ilusiones.
-Te haces ilusiones, chica.
-¿Por favor?
-De acuerdo, de acuerdo. Mi dirección es worldsmonarch1 .
-¡Gracias!
Él cerró la sesión de chat, y ella le agregó inmediatamente en el programa de mensajería instantánea. Estaba contenta. Él no se veía muy interesado pero sabía que podía hacerse amigo de él. El foro de ayuda le había reconfortado un poco, sabiendo que no era la única. Aprendió a vivir con su problema de socialización, pero todavía necesitaba alguien con quien hablar. Raymond podría escucharle, al menos. Tenía que confiar en eso.
-¿Te llamas Onice, cierto?
-Ónice, con la tilde.
-Bueno, no tengo esa tecla, estábamos en Estados Unidos la última vez que revisé.
-Está bien, comprendo. Puedes llamarme Onyx si quieres.
-¿Ese es tu nombre?
-Eso significa en inglés.
-No suena tan mal, aunque es raro. ¿Por qué te llamaron así?
-Mi cabello es muy negro, según mi madre.
-Me gustaría verlo.
-¿En serio?
Se estaba haciendo helado, y el camino se iba oscureciendo. Se puso la capucha para mantener el abrigo en sus orejas, su delgado rostro con la piel pegada a sus pómulos. Había dormido poco, sus ojeras estaban marcadas permanentemente debajo de sus ojos negros a través de tantos trasnoches pasados, haciendo cualquier cosa. Jugando videojuegos, dibujando o escribiendo estupideces típicas de una chica deprimida. Tenía hambre, su delgado estómago lloraba por sustento. Sacó un chocolate algo derretido, tuvo que comerlo con el dedo, como espátula. Buscó su linterna y la encendió, para poder ver dónde pisaba. Se le hacía curioso que ningún otro vehículo haya pasado por la carretera. Estaba todo muy callado.
"Silent" Hill. De cierta manera cuadraba. No había sonido cualquiera además de sus pasos golpeando el pavimento, un leve soplido del viento, acariciando su rostro, como llamándola a seguir caminando. Un silencio atrapante, acogedor, un mudo arrullo de cuna.
Ya había caminado un buen rato. Miró el reloj de su celular, llevaba una hora caminando, y el bus todavía no pasaba por su lado. Tenía un leve sabor a victoria en la boca, aunque no era la gran cosa. Intentó llamar a su madre, pero sonó el tono de ocupado. Decidió enviarle un mensaje de texto, diciendo simplemente "estoy bien, a pie".
Cuando envió el mensaje, sintió un leve escalofrío. Se estaba helando más. No tenía más ropa para abrigarse, sólo la sudadera, la camiseta debajo, sus pantalones jeans, calcetines gruesos y zapatillas.
Estaba muy oscuro ya. Casi pega un salto al ver una persona saludándole, parecía haber aparecido de la nada. Pero era sólo un letrero turístico, donde se leía "Silent Hill a diez kilómetros". Se sorprendió de todo lo que había caminado en sólo una hora. Parecía que el camino se había acortado para ella, como si el pueblo la quisiera dentro lo más pronto posible.
-¿Te gusta mi cabello?
-Sí, la verdad es que te ves bien tomando en cuenta, bueno…
-Entiendo, supongo que te imaginabas que una chica que vive encerrada en su cuarto estaría muy sucia.
-¿Qué quieres que te diga? Muchas personas con ese estilo de vida son así. Por eso estoy en el foro, para poder ayudarles.
-¿Me ayudarás?
-Ehm, claro, por qué no.
-¿Por qué no pones tu cámara también? Me gustaría verte.
-Está mala. Supongo que tendrás que conformarte con mi voz.
Por alguna razón no recordaba bien su voz. ¿Cómo era? ¿Grave, aguda, rasposa, fina? No podía acordarse. Era una masa gris informe en su cabeza, sin color, olor, sin esencia. Apenas existían sus palabras en su cabeza.
El aire se hizo pesado. Se estaba cansando, pero no era sólo eso. Sus piernas le estaban obligando a detenerse, moviéndose más lento, más pesado. Sentía botas de plomo amarradas a su carne, hundiéndose en alquitrán. Ónice tuvo que mirar hacia abajo para asegurarse que no estaba sumergiéndose en arenas movedizas. Se detuvo y se sentó, pensando en que era sólo cansancio. Su cuerpo entero se sentía atraído al suelo, un pequeño tornillo llevado por un imán.
Tenía que dormir, eso debería ser. De eso se convencía ella. Pero sólo se quedó sentada, ignoró esas sensaciones. Tenía que llegar antes de hacer cualquier cosa.
Volvió a levantarse unos minutos después. Dio un par de pasos hacia adelante antes de toparse con otro letrero.
"Silent Hill a cuatro kilómetros".
-¿Cómo?
Ella juraba que no era una diferencia de más de cinco minutos entre ese letrero y el anterior. Con la linterna alumbró hacia atrás, tratando de divisar el otro letrero, pero la oscuridad hacía que la luz se perdiera en la nada. Corrió un poco hacia atrás para encontrar el letrero, pero no había caso. El letrero no estaba.
El bus todavía no pasaba.
Se sentía extraña. Algo no debería estar pasando.
Se dio media vuelta y siguió su camino. Recogió su mochila y se la puso. No dejó de parecerle extraño lo corta que la carretera se hacía. Ya podía ver incluso algunos edificios del pueblo. Al menos eso era bueno para ella. El lugar estaba cerca. Le parecía un poco raro que se viera tan oscuro, ninguna luz encendida.
Intentó llamar a su madre otra vez, sin resultado. Sin embargo, un mensaje de texto llegó a su buzón.
"Llega luego".
Era él. Intentó llamarle, pero marcó tono ocupado. Algo le pasaba a su teléfono, nadie le contestaba. No le dio mucha importancia, sin embargo, y decidió enviar un mensaje de texto.
"Estaré pronto".
-¿Ya conectaste la cámara?
-Sí, pero no está respondiendo.
-Bueno, puedo esperar. ¿Me ves todavía?
-Sí, sí. Te ves bastante bien, de hecho. Ayer estabas bastante desastrada.
-Ah, vamos, no es para tanto.
-En serio, parecía que habías despertado después de un huracán.
-¡Oh, para!
Una risilla tonta se le escapa a Ónice, al igual que a Raymond, aunque la suya sonaba algo forzada. La imagen de él todavía era un recuadro negro, con el dibujo de una cámara web y una cruz roja encima.
-Parece que ahora sí, espera.
De repente una figura varonil se vislumbra, lentamente. La imagen se ve borrosa, una mezcla de colores, una pintura impresionista.
-Estás desenfocado.
-Hace mucho tiempo que no uso esta cosa, ten paciencia.
La imagen se empezó a enfocar, mostrándolo a él.
-¿Y? ¿Qué tal?
-Eres bonito.
-Gracias, gracias, lo sé.
-Otras personas darían un halago de vuelta, ¿Sabes?
-No soy esas personas.
Su rostro…
¿Cómo era su cara? ¿Su nariz, sus cejas, sus ojos, sus labios? Sentía que era un rostro familiar, pero no sabía por qué. Le llevaba al pasado, a su infancia. Tiempos mejores. Tranquilos. Raros.
¿Qué pasaba? Sus memorias se diluían en líquido tiempo. Una nebulosa se formaba en el nombre de Raymond, sólo sus palabras eran definitivas. La distancia de su manifestación en su mente se acrecentaba cada vez más que se acercaba a él.
Olvido.
-No quiero ir, má.
-¿Qué sucede, Ónice?
-No quiero ir.
Su madre intenta abrir la puerta sin resultado.
-Saca el seguro, hija –ordena, un poco fuerte.
Ella no responde. Ónice se encerró en su cáscara de depresión y obstinación.
A veces ella no sabía si de verdad estaba triste o era simple maña de ella misma. Tanto tiempo encerrada en banalidad, en escapismo, evitando sus pensamientos, le había afectado su inteligencia emocional. Se preguntaba si su exilio era voluntario. Era una especie de suicidio social.
Aislamiento.
-Hija, no puedes encerrarte para siempre –comienza a dialogar su madre– Sé que estás complicada ahora, pero tienes que ir a la escuela.
-¿Por qué? – Cuestiona ella, trémula, como aguantando algo – No voy a aprender nada, no voy a hacer nada. Si voy a estar sola, prefiero estarlo aquí.
-Ónice… -Su madre suspira, para hablar con tranquilidad. En este momento no podía ahuyentar más a su hija – Sé que no estás contenta con esto, lo comprendo totalmente. Pero tienes que ir a la escuela, al menos para darme un descanso, y para que aprendas algo, llegar a la universidad...
La chica no respondía, pero se escuchaban sus movimientos sobre el colchón de resortes viejos y las múltiples capas de ropa de cama.
-Sé que no es lo mismo, pero puedo ser tu amiga si quieres. ¿Podrías hacerme un favor como tu amiga, y salir de tu habitación?
Hubo un largo silencio, parecía que ninguna de las dos se estaba moviendo. Pero a sorpresa de ella, Ónice abrió la puerta y saltó a los brazos de su madre, abrazándose fuertemente.
-Gracias, má…
Ella era cariñosa, cuidadosa. Era algo torpe con labores domésticas, olvidaba hacer el almuerzo a la hora o no lograba ayudar a su hija en las tareas porque no completó su propia educación, pero quería y mantenía a su hija como podía. Ónice tenía una buena madre.
"Silent Hill". Qué nombre más plácido. Se sentía tranquila al pensarlo, paladeaba esas palabras y caía en plumas y algodón. Quería llegar allí.
Pero no llegaba.
Ya había pasado media hora desde la última vez que vio el último letrero. Pensó que cuatro kilómetros sería nada cuando pasó diez en una sola. ¿Estaba caminando más lentamente? Ella estaba segura que no. ¿Los letreros se estaban moviendo? Sería descabellado. ¿La ciudad se alejaba? ¿Algo la quería afuera? ¿Ella misma quería estar lejos?
El bus desapareció. Los letreros que pasó ya no se veían en la lejanía.
Era ella, el camino y la oscuridad. Nada más.
Desierto en kilómetros a la redonda. Nadie más existía, ningún perro ladrando, ningún grillo cantando, ningún árbol arrullando con sus hojas el viento. El mismo aire detuvo su silbar, no había basura en el suelo. Tenía miedo de la oscuridad ahora. "Silent Hill". No le estaba calmando ahora. No se sentía en brazos de su madre, no podía recordar las voces, los rostros, los olores, los sabores. Se estaba vaciando. Se estaba cansando. Esa pesadez en el cuerpo estaba volviendo. Su cuerpo se estaba durmiendo, estaba hormigueando, su sangre se convertía en plomo, su carne en muerta, su mente en vacío.
Polvo, tierra, cemento, Ónice.
Soledad.
