Notas del Autor: Esta historia es una adaptación de la historia de la serie de anime Angel Beats; su argumento, más que nada. La narración es completamente de mi autoría así como el desarrollo de los personajes.
Si alguno de ustedes lo recuerda, publiqué este capítulo un tiempo atrás, pero por falta de tiempo cancelé la publicación. Espero puedan darle una nueva oportunidad.
PRÓLOGO
En ese maldito camino no había iluminación y las luces delanteras de su escarabajo eran prácticamente una maldita broma. Emma Swan maldecía a todo lo que se le cruzaba, así había sido todo el maldito día y no tenía intención de cambiarlo. En ese momento todo lo que tenía en frente era una carretera. Una maldita carretera.
¿En qué estaba pensando? Sus decisiones nunca habían sido las mejores y ésta última no era prueba de que fuera mejorando mucho en ello. Se supone que los años y la experiencia curten a una persona en ciertos aspectos. Si un niño se cae de una bicicleta al pasar por un bache, la siguiente vez que vea uno lo esquivará; en eso se basa el concepto de experiencia: en no cometer los mismos errores, sino aprender de ellos. Emma, desde muy pequeña, fue la clase de niña que siempre tropezaba con el mismo bache, una y otra vez.
Su capacidad para la toma de decisiones era la peor vista jamás. Cuando era demasiado pequeña para recordar su edad, fue la primera vez que preguntó por sus padres. Todo lo que sabía era que su apellido era Swan y que éste era el verdadero, porque sus padres la habían registrado antes de abandonarla y dejarla al cuidado de una anciana, tan vieja como buena, con una manta con su nombre bordado en ella y un certificado de nacimiento. La anciana murió pronto y Emma se vio al cuidado de la hija de ésta, Adrianne, mucho más cruel que la anterior y para nada buena en el cuidado de niños. La mujer, al escuchar la pregunta de Emma sobre sus progenitores, la tomó de una oreja y la subió de un tirón a un auto que olía a humedad y suciedad, como si la pequeña fuera nada más que una molestia que había osado respirar demasiado fuerte. La llevó a un callejón oscuro, la arrojó en brazos de una anciana que desprendía un aroma rancio y que le regaló una desentada sonrisa llena de malicia.
—¡Ésa es tu madre, Emma! —le gritó Adrianne—. ¿Quieres quedarte con ella? Pregúntale cuál es tu papá, seguro que ni lo sabe. ¡Vamos, Emma! ¡Pregúntale! —La mujer rió, como si aquella crueldad fuera algo realmente divertido. Emma tardaría mucho tiempo en dejar de soñar con aquella horrible escena y de llorar cada vez que recordaba esa siniestra sonrisa.
La pequeña que era entonces lloró durante toda la noche aquella vez y jamás volvió a preguntar por sus padres. Vivió por un tiempo más con la señora Adrianne, hasta que llegaron agentes de Servicios Sociales y la llevaron lejos de esa casa. Hacía tiempo que Adrianne había dejado de bañarla y alimentarla. Ella y los otros dos niños que cuidaba estaban malnutridos y uno había muerto. Éste último había dormido cerca de ella sus últimos momentos. Emma le agradecía que en sus últimos segundos él ya no lloraba; anteriormente, su llanto le había resultado insoportable y le recordaba que ella también tenía hambre. Cuando se quedó callado fue casi un alivio.
Cuando tenía ocho años de edad fue a dar a un hogar lindo. Su habitación se encontraba en la planta baja de la casa y sólo la compartía con otra niña. Su ventana daba al jardín y durante la primavera la despertaba el aroma de los jazmines y el canto de un zorzal; era el lugar casi perfecto. Por desgracia, nada lo era realmente y cuando la señora de Servicios Sociales volvió con ella para hacer una revisión, Emma le habló de lo agradecida que estaba por que le hubieran conseguido una casa tan linda con hermanos que no la peleaban ni le robaban el almuerzo y mencionó lo mucho que le gustaban los jazmines en la mañana; pero que, por favor, hablara con el señor Addams. La pequeña explicó, casi disculpándose por el atrevimiento de quejarse, de lo mucho que le incomodaba que su papá adoptivo estuviera cerca de ella; que las caricias que le hacía y los juegos que proponía no le gustaban. Por supuesto, acabaron sacándola de allí, donde le servían comida caliente y la señora Addams era amable con ella. ¿No podían haber sacado al señor Addams, en su lugar? En cambio, él se quedó allí y a ella la llevaron a una casa más pequeña, con más niños, donde la comida sabía feo y el desayuno siempre estaba frío y le causaba dolores de estómago.
El señor Jhonson era bueno con ella, le había enseñado a rezar y le leía la Biblia a ella y a sus nuevos hermanos cada noche; pero la señora Jhonson era muy celosa y la golpeaba en secreto. Decía que Emma no haría con su esposo lo mismo que con el señor Addams y que sus golpes eran una forma de educarla, para que así recordara que hay ciertas cosas que no se pueden hacer. Con cada golpe que le daba le recordaba una de ellas. Decía que Emma era un demonio con apariencia de ángel y que era su deber como esposa no dejar que tentara a su marido. Para entonces, Emma había aprendido por las malas que no debía hablar, no debía quejarse, así que aguantó... hasta que cumplió doce años, cuando se decidió por escapar. También así a los trece, a los catorce y a los dieciséis. No volvieron a atraparla desde entonces.
A los dieciocho conoció a Neal, que la convenció de empezar una aventura por el mundo juntos. Éste le dijo que, para poder empezarla, necesitarían dinero. Emma asintió con un gesto de su cabeza ante cada astuta palabra que el experimentado ladrón le decía, encontrándole la lógica a cada una. La convenció de robar juntos con gran facilidad —Neal era así, un encantador de serpientes y la flauta de él eran sus palabras—, y con promesas de que algún día formarían una familia si le daba una oportunidad y todas esas tonterías que ella siempre había deseado, le robó el corazón. Cuando algo salió mal y los atraparon, él huyó sin ella y ella tuvo que cumplir sus diecinueve años en prisión. Esa fue la última vez que confió en alguien de manera tan completa.
Bueno, casi...
Con veintiocho años volvió a caer. No había confiado tanto, en realidad, debía admitir. Algo dentro de ella se había roto a sus dieciocho años mientras le colocaban las esposas, le leían sus derechos y las luces traseras del auto que manejaba Neal se alejaban a toda velocidad de aquel lugar y de ella, con veinte mil dólares y muchas promesas rotas en su interior. Pero aún así, diez años después, algo quedaba por romperse, al parecer.
Walsh le había jurado amor eterno cada segundo desde el primer día que se atrevió a decirle que la amaba. Sin falta, todos los días que siguieron a ése, se lo repitió, hasta que ella acabó por creérselo. No se trataba de un galán, ni mucho menos un Adonis, o de alguien con la personalidad o sonrisa que podría matarla. Ni siquiera se aproximaba a tener el encanto con el que Neal la había conquistado. Era, en realidad, un hombre promedio, con un cuerpo delgadísimo, apenas más alto que ella y con los rasgos faciales casi de mono. A veces le resultaba algo aburrido, pero era más sofisticado que la mayoría de los hombres que conocía, siempre vestía bien y decía que la amaba, ¿qué tan malo podía ser darle una oportunidad a alguien así? Seguramente no llegaría a amarlo y justamente eso era lo que le resultaba más atractivo de él: su incapacidad de romperle el corazón. No obtendría más decepciones que aquellas a las que estaba acostumbrada.
Le propuso matrimonio con un anillo enorme, con una piedra gigante adornándolo y le compró un vestido blanco precioso, aunque ella no fuera de usar vestidos. Le dijo que la amaba una vez más y que quería vivir el resto de su vida con ella. Emma, dibujando en su rostro una sonrisa que no sentía, le dijo que sí.
Un día como cualquier otro, previo a la boda, él llegó con los padres de Emma a su lado y los presentó. Reconoció algo importante entonces: el isologo en el gafete de Walsh que lo identificaba como un empleado de "SC Company". Swan & Campbell Company. Sus padres eran los jefes de su futuro esposo, quienes querían conocer a Emma y arreglar el error que habían cometido al abandonarla. Ofrecieron pagar la boda, la luna de miel y una casa enorme en las afueras de la ciudad como regalo de bodas. Parecían personas con buenas intenciones, con una tendencia a tomar malas decisiones y a arreglar todo mediante dinero; a Emma no le importó nada de eso, sino lo que descubrió a raíz de aquella visita. Fue entonces que descubrió qué era lo que no le gustaba en la mirada de Walsh: era la forma en que veía su reflejo, lo mucho que su silueta, en los ojos de él, se asemejaba al símbolo del dinero. Lo que él veía en ella no era amor, sino ambición. Claro que la amaba. ¡Amaba el dinero que heredaría! ¡Hija de los acaudalados Swan de Boston, nada menos!
Se rió de sí misma y quiso huir de allí. Pidió tiempo para pensarlo y subió a su habitación del hotel. Al día siguiente sería su boda. Por supuesto, Emma tenía mejores planes. Su escarabajo amarillo era suficientemente rápido como para huir en medio de la noche, cuando nadie sabe que escapas ni hacia donde. Tomó el primer desvío que encontró, en una de las tantas rutas de Maine, hacia ningún lugar.
Maldito Walsh, pensó y golpeó el volante con ambas manos.
El lobo salió de la nada y, de un momento a otro, Emma perdió el control del vehículo. El letrero contra el que se estrelló también pareció salir de la nada.
