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Las sendas del infierno
Seattle, Washington
El futuro era un oscuro y siniestro mundo. Pero lo que quedaba en las abandonadas y destrozadas calles de Seattle lo eran aún más: eran el recordatorio de que, por más astuto que fuese uno, siempre lo terminaban encontrando.
Muchas vidas se habían perdido hasta este momento. Bajas y pérdidas en ambos lados de la contienda. Vampiros, metámorfos, y los pocos humanos que se destinaron a ayudarles. Todos ellos, perdidos. La mayoría de ellos habían sido asesinados sin piedad, lo cual era una suerte para ellos. Otra parte de la población no humana estaba presa, esperando el juicio final, o trabajando como esclavos. Y una pequeña parte, pero muy pequeña, luchaba por mantenerse fuera de las garras de la Muerte, siempre en activo, siempre en movimiento, lejos de toda mirada acusatoria. Lejos de las terribles garras del destino.
La población mundial se había catalogado en tres variantes. Los Humanos, seres comunes y corrientes, eran los que mantenían una vida tranquila y próspera, siempre y cuando no se entrometiesen en los asuntos de los no humanos. Los Anómalos, humanos con capacidad para transmitir la metamorfosis a sus descendientes, o que arrastraban genes metamórficos de algún antepasado. Entre los anómalos también se clasificaban los humanos con ciertas particularidades que podían beneficiar al vampirismo si estos individuos eran infectados con el virus hemófago. Se había considerado convertirlos en una cuarta categoría, Ascendentes, pero la idea fue descartada; no consideraban a los posibles metámorfos distintos de los posibles vampiros. Y al final estaban los No Humanos, en donde clasificaban a vampiros y metámorfos por igual, aunque al momento de capturarlos siempre existía la distinción. Para fines científicos, claro estaba.
Esos fines científicos eran los que habían arrasado el mundo.
Por las calles de la desolada Seattle se podía aspirar la muerte aún siendo un humano. Los negocios, reducidos a simples ruinas, aullaban con el gélido e inquietante hedor del abandono, de la miseria y el caos, todos coexistiendo para una única finalidad.
La advertencia.
Esto no le molestó mucho a Alistair mientras doblaba en la esquina y se dirigía al puerto, donde generalmente disponían de los cuerpos de los no humanos.
Había sabido mantenerse lejos del peligro durante todos estos años. Siempre se vio capaz de alejarse de los problemas. Era simple; su habilidad era bastante buena y le permitía estar lejos de todo problema. Pero todo tiene un precio. La culpabilidad que sentía por esconderse mientras el mundo iba sucumbiendo a manos de la aniquilación le carcomía la conciencia de vez en cuando, pero se recordó que no era la primera vez que huía para ponerse a salvo.
Excepto que, en esta ocasión, escapé de algo mucho más grande que los Vulturi.
Recordar a la corrupta policía vampírica le provocó un nudo en donde debería tener el estómago. Por una parte se alegraba de que los Vulturi ya no existieran más, y por ende, estaba libre de su persecución. Pero como solían decir los humanos muy de vez en cuando, caímos de la sartén al fuego.
Y ahora los perseguían a todos, Vulturi o no Vulturi.
Y muchos habían muerto.
Se agazapó lo suficiente para saltar al tejado de una tienda departamental; ignoró si se trataba de deportes o cosméticos. Las mundanas cosas humanas perdían interés para él, en especial en los tiempos que aquejaban en ese instante. Se despejó la mente mientras tomaba impulso y se lanzaba al tejado de otro negocio, al otro lado de la calle, cuyo asfalto olía ligeramente a sangre y podredumbre. Se preguntó cuántos humanos habían sido liquidados ahí, y cuántos no humanos.
Llegó a su destino. Se quedó en el tejado, observando la pila de cadáveres que se mantenía en el muelle, lista para ser arrojada en el mar en cuanto esos regresaran. Y no tenía mucho tiempo para ello.
Se inclinó como un predador al filo del tejado, y aguardó. A pesar del silencio apenas roto por la corriente marina allá en mar abierto, se sorprendió de escuchar un murmullo, apenas una caricia de ruido en el viento, que desfilaba abiertamente hasta sus oídos. No obstante, se quedó tan rígido como una estatua, esperando encontrar la fuente del murmullo o lo que fuera, que definitivamente no debía sonar en un campo de concentración para cadáveres. La brisa se agitó a su derecha y se giró a tiempo para encontrarse con el rostro de otro vampiro físicamente más joven que él, pero con tantos años de existencia asomándose a sus ojos rojizos oscuros; también estaba pasando hambre, como él. El vampiro joven esbozó lo que parecía ser una media sonrisa fúnebre de reconocimiento.
—Alistair —murmuró Peter. El interpelado asintió apenas unos milímetros, movimiento inadvertido por humanos, pero no por vampiros—. No esperaba volverte a ver por la zona de Olympic otra vez. —le dijo con cierto recelo.
—Los tiempos cambian —respondió, y el vampiro joven se le quedó mirando fijamente, pero Alistair desvió su mirada a las pilas de muertos, examinándolas. Debía de estar por ahí… debía confirmarlo…
Se movió con agilidad, más de la que solía demostrar en momentos de antipatía, y se dejó caer limpiamente al suelo, pisándolo sin apenas hacer ruido. Apenas se estaba irguiendo cuando Peter aterrizó a su lado y oteó la máxima atracción putrefacta.
—¿Cullen? —se atrevió a preguntar el joven, con lo que Alistair se limitó a contestarle con un asentimiento— Ya veo —reconoció el otro—. Hale —dijo, sin que la pregunta correcta se hubiera formulado siquiera, pero Peter pensó que no necesitaba oírla. Nadie se para por estos rumbos si no es para buscar a alguien, se dijo.
Sin decirse una palabra más, cada vampiro tomó su ruta. Alistair fue a la pila que tenía enfrente de él, mientras que Peter se aventuró a las más alejadas hacia la derecha. Si escarbaban a la velocidad vampírica, cada quien podía revisar cinco o seis pilas en lo que se daba la hora de llegada de esos, para la cual faltaban apenas pocos minutos.
Comenzó a escarbar. Fue dejando de lado esqueletos mixtos y partes de vampiro, pasando por un nuevo cuerpo en descomposición. Olía, entre los fétidos aromas de la muerte, a perro mojado. Éste no tendrá más de dos semanas, se dijo, y lo apartó sin siquiera ponerle interés. Aún cuando vampiros y metámorfos habían formado una alianza para incrementar mejorablemente sus posibilidades de supervivencia, a Alistar le seguían fastidiando los animales. Bien se decía que los viejos hábitos nunca morían.
Se concentró. Debía encontrarle a toda costa, porque debía estar seguro de que podían haber escapado juntos, que por culpa de él no se hubiera quedado alguno atrás. Porque fue él el que los divisó en Vancouver, y fue él el que los apartó a esos del camino de los sobrevivientes, sin que ellos lo supieran.
Sentía que se los debía después de haberlos dejado solos contra los Vulturi hacía mucho tiempo.
En la tercera pila, dio con un aroma familiar. Nuevas esperanzas se abrieron en su interior, y escarbó como su hubiera encontrado el tesoro máximo. Entre sus jadeos —innecesarios para sus pulmones—, sus dedos arrancando piel, tierra, ropa y hueso, y el sonido de la corriente marina, ni siquiera se percató del sonido de un crepitar, como un chasquido de la leña ante el fuego vivo, que llegó desde varios metros de distancia. Le importaba más encontrar a alguno de ellos, o mejor aún, de no encontrarlo. Las pilas eran recientes; cada semana se echaban las nuevas recolecciones al mar —la altura de las pilas iba decreciendo con el paso de los años; ahora no rebasaban la altura de un piso— y se dejaba el área completamente limpia. Alistair no podía predeterminar con certeza si el día de hoy iba a ser la Depuración, y no le importaba saberlo, porque había dado con el blanco. Una mano, fina, tersa, femenina y sedosa, se asomaba por debajo de un cráneo humano que reconoció por el simple aroma. La mano parecía casi intacta, pero eso no le quitaba lo muerto. Lo completamente muerto.
Sus sospechas de fracaso se confirmaron cuando, al alzar la mirada, logró distinguir una muñequera. Nervioso, haló un poco de la mano hasta dejar descubierta toda la pieza, que relucía con un óvalo en el cuál estaba una insignia muy conocida para él: un león, postrado en sus patas traseras, rugía. Al nivel de dichas patas había un cordel con tres estrellas, y en la cabeza del león se asomaba una corona.
Era la insignia de los Cullen. Y la mano, para su pesar, era de una de las mujeres.
¿Esme?
Se dijo que podía ser Esme. La rubia, Rosalie, no usaba muñequeras. Suponía que Alice había caído hacía siete años en alguna parte de Asia. Él vio cómo Bella perecía hace dos en Venezuela. Y la niña, Renesmée, sucumbió momentos antes que su madre.
Rosalie era la única mujer viva del clan Cullen. Eso quería decir que Peter venía en búsqueda de Jasper.
No supo cuándo había perecido Jasper. A él no lo vio en Vancouver.
De haber sido humano, hubiera sentido el escalofrío recorrerle desde las lumbares hasta las cervicales. Pero, al ser un vampiro, simplemente se dijo que todo lo que había luchado para llegar a ese lugar y reconocer a la fallecida —es Esme, estoy seguro— había sido una trampa misma, que lo arrojaba ante las garras del destino cruel.
Lentamente, se volvió por encima de su hombro izquierdo. Y entonces lo divisó. Divisó la forma de su verdugo, mucho más alto que él, que lo miraba con unos ojos que no veían y a la vez sí. Esos ojos ciegos que tanto le daban miedo.
Apenas tuvo tiempo de pensar en un movimiento defensivo cuando el rostro de su verdugo se abrió por la mitad, y del agujero se asomaba el fulgor infernal que traía consigo la mano vengadora del hombre.
En la muñequera del clan Cullen se vio reflejado el fulgor y el poder del fuego que terminó con Alistair.
