Entré en el Departamento de Crimen Organizado de New Scotland Yard exactamente a las nueve en punto de la mañana. El Inspector Lestrade ya estaba colgando en la pared las fotografías de los sucesos de la noche anterior. Cuando acabó, colocó chinchetas de colores en el mapa de Londres, y después se apartó a contemplar el resultado: el enorme mapa de Londres estaba salpicado de pequeños puntos de colores y rodeado de fotografías en blanco y negro de diferentes atrocidades. Cada color representaba un tipo de crimen diferente: el negro era incendio premeditado, el azul robo a mano armada, el verde apuestas ilegales, el rosa prostitución, y el gris correspondía a otros crímenes. Pero las tres chinchetas que Lestrade acababa de colocar eran rojas: asesinato. Me acerqué a la pared para observar las fotos, uniéndome a mi pequeño grupo de colegas, y di gracias a Dios por el hecho de que las fotografías no mostraran el color rojo. Ya había visto demasiado rojo últimamente.

Lestrade se aclaró la garganta y todos nos sentamos en nuestras incómodas sillas de madera, o nos quedamos de pie donde no molestáramos, apoyados en las mesas o en la pared.

—Buenos días, muchachos. Como podéis ver, hemos tenido una noche movidita: tres asesinatos en diferentes partes de la ciudad. Este de aquí— dijo señalando el punto rojo en la zona de Whitechapel— parece de los típicos, así que los compañeros de la comisaría de Whitechapel se encargarán. Los otros dos, sin embargo...— señaló las horribles fotografías—, tienen toda la pinta de ser de los hermanos Holmes.

Un gruñido generalizado se extendió por la sala. Dos crímenes más para el ya grueso expediente. El expediente interminable, por lo visto.

—Este de Regent Street era un guardia de seguridad en un edificio de oficinas. Alguien registró el lugar a conciencia, pero no han encontrado que falte nada. Watson y Smith, vosotros dos iréis allí hoy; quizás con luz de día vean qué es lo que han robado, o al menos quizá os puedan decir qué creen que buscaban los asesinos.

Asentí, frunciendo el ceño. ¿Qué podían estar buscando esos gángsters en una oficina elegante? Eso era nuevo.

—El otro asesinato es más delicado— suspiró Lestrade, señalando el punto rojo sobre Pimlico—. Han disparado a una pareja en su casa. El hombre era un banquero, y ambos venían de familias antiguas y adineradas, así que la prensa va a pegársenos como moscas hasta que detengamos a alguien. Les despertaron, les ataron y suponemos que les interrogaron antes de dispararles. Los criados oyeron los tiros y corrieron al dormitorio principal, pero por supuesto los asesinos ya se habían marchado. Donovan y James, vosotros iréis allí, intentad encontrar alguna pista. Frank se os unirá más tarde; necesitamos fotos con luz de día.

—¿Y cuándo será ese "más tarde"?— preguntó Sally Donovan, con voz burlona.

Suspiré y traté de no mirarla. Sally era la única mujer en el Cuerpo con el rango de sargento, así que pensaba que tenía que ser dura y sarcástica todo el tiempo para ser respetada y que nadie la tratara como a una frágil damisela. Como si alguien fuera a pensar eso de ella.

—"Más tarde", Donovan, será cuando Frank se despierte, desayune, y decida venir al trabajo. Ha estado despierto toda la noche sacando estas fotos y revelándolas, y gracias a él cada mañana tenemos esta ayuda visual frente a nosotros. Así que, por favor, sé amable con él cuando aparezca en tu escena del crimen, ¿de acuerdo? Y eso va para todos, chicos.

Todos asentimos; a nadie le gustaba mucho el fotógrafo. Frank era un buen tipo, pero muy callado y, además, no era uno de los nuestros. Todos teníamos un ligero sentimiento de intrusión cuando él venía a hacer fotos de las escenas de crímenes. Pero, nos gustase o no, le necesitábamos: ¿dónde íbamos a encontrar a otro fotógrafo con tanto estómago? No estaba fotografiando flores o bodas, precisamente...

Después de eso, todos empezamos a sacar nuestro material y a prepararnos para marcharnos. Solo Lestrade y Muffin se iban a quedar en el Departamento ese día. El Inspector se me acercó mientras me terminaba el café y Smith me esperaba en la puerta. Lestrade le dijo a mi compañero que me esperase fuera, y me indicó que me sentara.

—John... Sé que esperabas que te asignara el doble asesinato de Pimlico.

Me encogí de hombros, pero era verdad. La delicadeza no era el punto fuerte de Donovan.

—Prefiero que lleves el caso de Regent Street porque es menos estresante, y nosotros dos tenemos hoy el turno de noche.

—Ya, lo sé. ¿Esperas que esta noche haya más movimiento, entonces?— pregunté.

Asintió, preocupado. Miró en torno nuestro: el resto del equipo se había marchado, así que estábamos solos en la oficina.

—Y hay más. Creo que tenemos un topo.

—¡¿Qué?! ¿Aquí? ¡No, eso es imposible!— exclamé.

—Eso es lo que pensé al principio... Pero John, nuestras últimas operaciones han sido un desastre, y todos nuestros agentes infiltrados han sido descubiertos y asesinados. ¿Y cómo, me pregunto yo?

Tragué saliva, sintiéndome nervioso de repente. Esa gente me cubría la espalda. Tenía que confiar en ellos, ¿de qué otra manera podía seguir haciendo mi trabajo?

—Mantén los ojos abiertos, John...


El día fue tranquilo, de hecho. Smith y yo hablamos con los propietarios de varias de las oficinas del edificio donde el guardia de seguridad había sido asesinado. Todos ellos confirmaron que no tenían ni idea de qué objetivo perseguía el asesino. La oficina que habían registrado pertenecía a un abogado, especializado en testamentos y divorcios. El abogado dijo exactamente lo mismo que sus vecinos, aunque no le acabé de creer.

A la hora de la cena, todos los agentes se fueron a casa, y solo Lestrade y yo permanecimos en la oficina. Fuimos a buscar unas hamburguesas al café de al esquina, y luego el Inspector se echó en el sofá, cerca de las ventanas, y en menos de dos minutos los ronquidos resonaban suavemente por la habitación. Yo me senté frente a mi mesa a hacer el crucigrama del diario de esa mañana. Lo acabé demasiado rápido: ¡tenía un doctorado en crucigramas después de todos esos turnos de noche! Observé a mi compañero con envidia, pero tenía que permanecer despierto seis horas más, así que me levanté y volví de nuevo a la cafetera del vestíbulo. Me senté con mi vaso de cartón junto a Molly, la recepcionista: siempre estaba disponible para un rato de charla. Llevaba un tiempo pensando en pedirle una cita, pero en el último momento siempre me echaba para atrás. Llevábamos hablando y riendo una hora o más, con la única interrupción de un par de llamadas, cuando el teléfono sonó otra vez. Seguí hablando en voz baja con los otros dos oficiales que se nos habían unido, pero la forma exagerada en la que Molly abría los ojos llamó mi atención. Tomó nota de los detalles, tan rápido que su mano volaba sobre la libreta, aseguró a su interlocutor que un oficial estaría ahí tan rápido como fuera posible, y colgó el teléfono mirándome.

—John, es para ti.

Corrí al Departamento a despertar a Lestrade. Se puso los zapatos y se apresuró a seguirme. Molly nos dio el papel con la dirección y el nombre de la persona que había llamado.

—Dice que hay un hombre dentro de su casa: parece que han conseguido pasar a pesar de los perros y de la alarma.

Asentimos; no era un robo corriente, entonces. Definitivamente para nuestro departamento. Nos dirigimos hacia la puerta principal, y Lestrade tenía ya las llaves del coche en la mano, cuando Molly nos gritó:

—¡Mirad el nombre del denunciante!

Lo hice mientras corría, y maldije en voz alta.

—La esposa del exalcalde—le dije a Lestrade.

—¡Mierda! Primero el banquero, ¿y ahora el exalcalde de Londres? Esto se nos está escapando de las manos, John. ¡Corre!

Nos llevó menos de cinco minutos llegar al lugar, una bonita casa adosada en Belgravia. Había dos mujeres sentadas en el escalón del porche frontal, pero se levantaron tan pronto como nos vieron salir corriendo del coche. Reconocí a una de las mujeres por las páginas de sociedad de los periódicos: una mujer alta, con el pelo color ceniza, de unos cincuenta años, con la cara ahora manchada de lágrimas.

—¡Ese hombre está en la bodega!—nos gritó—. Nos dijo que saliéramos de la casa si queríamos vivir; le he dicho que ya había llamado a la policía, pero se ha reído...

—¿Hay alguien más en la casa?— le preguntó Lestrade.

—No, mi marido está de viaje de negocios, y hoy es el día libre del servicio; solo una de las doncellas estaba en casa— dijo, señalando a la mujer que la acompañaba.

Asentí, y Lestrade y yo abrimos la puerta principal y entramos en la casa tan silenciosamente como pudimos. Las luces estaban apagadas, pero entraba suficiente luz por las ventanas. Estábamos en un amplio vestíbulo, con dos arcos, a la derecha y a la izquierda, que conducían a la sala de estar y al comedor. Una elegante escalera llevaba al piso de arriba. Nos miramos, nos hicimos un gesto con la cabeza, y nos fuimos cada uno por un arco. Yo tomé el del comedor. Ni un alma. Quité el seguro de mi revólver y crucé la puerta que llevaba a la cocina. Aquí la oscuridad era mayor, porque la persiana estaba bajada. Me acerqué a la ventana para levantar la persiana solo un poquito; no quería alertar al intruso encendiendo las luces, pero tampoco quería alertarle golpeándome contra una sartén.

—Si estuviera en tu lugar...

La voz profunda y suave llegaba de apenas unos centímetros detrás de mi oreja. Me detuve en seco, maldiciendo en voz baja. El intruso se inclinó hacia delante, acercándose todavía más; tan cerca que podía sentir su aliento en mi cuello, en el lóbulo de mi oreja. No pude evitar un escalofrío.

—Si estuviera en tu lugar— repitió la voz—, bajaría a la bodega, echaría un vistazo a la trampilla que he dejado abierta, y entonces saldría corriendo tan rápido como pudiera. De hecho, tienes exactamente cinco minutos para hacerlo.

Noté un movimiento a mi espalda, y me giré rápidamente, a tiempo para ver como el intruso salía por una de las ventanas del comedor. Le apunté, sujetando el revólver con firmeza. Sus ojos azul metálico brillaron en su cara en sombras, y juraría que me estaba sonriendo.

—El tiempo vuela, sargento... — dijo.

Y, en un instante, su silueta había desaparecido. Encendí la luz de la cocina y corrí a la puerta de la bodega. Un corto tramo de escaleras conducía a una amplia y húmeda habitación con pilas de cajas de vino y algunas herramientas de jardinería, tiradas por el suelo por alguien que obviamente había pasado por allí con prisas. Había una puerta pequeña en uno de los muros; tuve que agacharme para poder echar un vistazo a la sala de techo bajo que se abría al otro lado de esa puerta, y lo que vi me dejó con la boca abierta: era un pequeño almacén, y lo que contenía... eran docenas de metralletas, munición, y algunas cajas pequeñas que parecían contener granadas de mano.

Corrí hacia arriba de nuevo, llamando a gritos a Lestrade. Cuando llegué al vestíbulo, él bajaba del primer piso, alarmado. Le agarré de una manga y seguí corriendo, arrastrándole hacia la puerta principal.

—¡Por favor, señoras, aléjense de la casa! ¡Tan rápido como puedan!

—¿Qué pasa, John? — preguntó Lestrade, asombrado.

Yo no estaba completamente seguro, pero me imaginaba lo que estaba a punto de pasar. Las mujeres, Lestrade y yo tuvimos el tiempo justo de alejarnos unos cien metros calle arriba cuando el infierno se desencadenó a nuestras espaldas: una pequeña explosión, seguida por otra explosión mucho mayor.

—El intruso ha colocado un explosivo— grité en la dirección general de Lestrade, tratando de hacerme oír por encima del espantoso ruido del fuego y del eco de la explosión—. En la bodega, dentro de un almacén, había una buena cantidad de armas y de granadas: eso ha sido la segunda explosión, la más fuerte.

Los cuatro nos quedamos mirando los restos de la casa, que no eran muy abundantes, en realidad. Lestrade se volvió a mirarme, todavía en shock, los perros ladraron a su casa en llamas, la doncella hacía todo lo posible para tranquilizar a su señora, y la dama seguía afirmando a voz en grito que no podía ser verdad, que su marido era un caballero respetable, un alcalde de Londres, y su pobre casa, su precioso y caro mobiliario, todo destrozado, todo perdido...


A la mañana siguiente, Lestrade convocó al Holmes más joven a Scotland Yard. Le hizo esperar en la sala de interrogatorios durante media hora antes de hacer su aparición; el procedimiento habitual. Sherlock Holmes estaba reclinado hacia atrás en la silla, con sus largas piernas sobre la mesa, fumando lánguidamente y enviando anillos de humo hacia el techo. Ni siquiera miró hacia la puerta cuando se abrió. Lestrade se sentó en su silla, dejó el informe sobre la mesa y trató de meterse en el campo visual del hombre. Sherlock Holmes continuó observando el techo y las figuras de humo en el aire.

Lestrade se aclaró la garganta y empezó sin más preámbulos.

—Esta vez le hemos pillado, Holmes... El sargento Watson le vio ayer en la casa del alcalde, dentro de la casa, apenas un momento antes de que explotara.

El hombre finalmente miró a Lestrade, solo un momento, y volvió a su agradable actividad de hacer anillos de humo. Torció la boca en una sonrisita.

—Watson, ¿eh?— dijo, con una voz baja y profunda que resonó en la pequeña y casi vacía habitación.

Lestrade se mordió el labio. Estaba esperando la amenaza, claro, pero lamentaba haber puesto una espada de Damocles también sobre la cabeza de John Watson. Al menos John estaba soltero y no tenía hijos, y sus padres vivían lejos de Londres, en un pequeño pueblo junto al mar. La única persona a la que podían amenazar para mantener cerrada la boca de John era una hermana, y a John mismo, por supuesto. Se ocuparía de que desde ese momento John no estuviera solo bajo ninguna circunstancia.

—¿Puede decirme qué estaba haciendo anoche en esa casa, Holmes? ¿Alguna razón, aparte de la obvia, colocar explosivos?

—No recuerdo haber estado en esa casa, Inspector...— respondió Holmes, todavía mirando hacia el techo—. De hecho, creo que estuve jugando a las cartas hasta muy, muy tarde... las cuatro de la mañana, creo. Sí, eso es. Estuve jugando a las cartas en mi club hasta las cuatro con... vamos a ver... Bill Morris, Washington Comb y Tommy Wallace.

Lestrade podía sentir la rabia ascendiendo desde su estómago e invadiendo su cabeza.

—¿Tiene que dejar tan claro que se lo está inventando a medida que habla, en serio?— preguntó el Inspector, tratando de no levantar la voz—. ¿A quién cree que va a creer el jurado, a un puñado de delincuentes, o a un honesto sargento de Scotland Yard?

Sherlock Holmes echó la colilla en el cenicero y miró a los ojos a Lestrade. El Inspector tragó saliva; la mirada de ese hombre era difícil de aguantar. Esos fríos ojos azules parecían atravesarle y clavarle a la silla. Cuando Holmes al fin habló, un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Acaso su honorable sargento me vio a plena luz? Apuesto a que no encendió las luces, si estaba persiguiendo a un criminal, y anoche la luna era creciente, apenas en la primera fase, así que no podía entrar mucha luz desde la calle... De hecho, ¿me vio realmente?, eso es lo que el jurado se preguntará. ¿Qué vio en realidad? Una sombra, una silueta... Eso no es suficiente para inculpar a alguien. Pero, por supuesto, era la casa de un alcalde, así que la policía necesita una cabeza de turco... ¿Quién cree que el jurado pensará que se está inventando los hechos? ¿Su sargento, que en realidad no pudo ver casi nada, o yo?

Una rabia fría se había instalado completamente en la mente de Lestrade para entonces. Desde luego. Eran los hermanos Holmes, con los que se estaban enfrentando. Nunca dejaban pistas, nunca: siempre salían limpios de los juicios. Había pensado que esa vez, con un testigo, podía ser diferente. Una sonrisa torcida apareció de nuevo en el rostro del gangster, mientras su mirada bajaba de los ojos de Lestrade hacia el resto de su cuerpo y después subía de nuevo.

—No le pagan demasiado, veo... Toda su ropa tiene, como mínimo, un año, y su esposa no le quiere lo suficiente como para mantenerla en buen estado. Y claro, no se puede permitir una doncella que le planche las camisas... Una pena.

El Inspector se sintió violento, y todavía más cuando Sherlock Holmes se inclinó sobre la mesa, tan cerca que sus manos casi se tocaban y sus cabezas estaban solo a veinte centímetros una de la otra. Lestrade sintió el impulso de echarse hacia atrás, pero a la vez se sentía incapaz de moverse, con esos ojos fríos clavados como agujas en los suyos. Cuando el gangster habló de nuevo, su voz sonó como un ronroneo, disolviendo la ira del policía y transformándola en confusión y en una extraña tirantez en el estómago.

—Me pregunto qué aspecto tendría con un traje caro y elegante... Una camisa de seda, azul claro, le sentaría genial con esa piel morena... Y una corbata italiana, por supuesto... Sí, le estoy imaginando y ¡oh, Dios! estaría increíble, tendría un aspecto... delicioso.

Lestrade notó como le temblaban las manos. Tragó saliva y, haciendo un esfuerzo considerable, apartó sus ojos de los de Holmes y miró de nuevo hacia sus papeles, intentando mantener el temblor de sus manos bajo control jugando con una estilográfica.

—¿Está intentando sobornarme, Holmes?— dijo Lestrade, enarcando una ceja, en lo que esperaba fuera interpretado como un gesto de que no estaba impresionado en lo más mínimo.

Holmes se reclinó hacia atrás en su silla de nuevo y encendió otro cigarrillo. El Inspector se alegró de recuperar su espacio vital.

—Oh, nunca se me ocurriría ofrecerle dinero, Inspector— dijo el gangster con voz casual—, pero todos los hombres tienen su precio, ¿no cree? Algo que necesitan, algo que quieren. A veces ignoran qué es, y se contentan pensando que no necesitan nada, pero por supuesto se equivocan. Solo necesitan que se les enseñe lo que realmente desean en su sueño más oscuro, y en un momento lo dejarían todo para conseguirlo; incluso matarían si fuera necesario.

Sherlock Holmes le observaba de nuevo con un rostro indescifrable, envuelto en humo, y Lestrade miró, fascinado, como el hombre echaba la cabeza hacia atrás para exhalar, y siguió los movimientos de su largo y pálido cuello. El Inspector negó con la cabeza, tragó saliva y dijo:

—Puede irse, Holmes. Estaremos en contacto.

Holmes se echó a reír.

—Desde luego que sí.