Disclaimer: El universo de Los Juegos delHambre no me pertenece, es propiedad de Suzanne Collins. Yo solo me dedico a escribir esta historia para divertirme y dudo que mi sueldo aumente por ello. Cualquier personaje que no reconozcan es de mi total poder.


1. La cosecha

Canción: Bleeding Out - Imagine Dragons


Cuando me despierto, siento el olor a leña quemada proveniente de nuestra pequeña cocina. Los párpados me pesan, había pasado toda la noche en vela y recién logré quedarme dormida en la madrugada, es decir, hace solo un par de horas. Dormí ligero y afortunadamente sin pesadillas.

Abro los ojos poco a poco y me apoyo con un codo sobre la cama. La luz que entra por la ventana rota de la habitación me deja ver el pequeño cuerpo acurrucado de Terran acostado junto al mío en nuestra cama. Su melena rubia revuelta rozaban su pecoso rostro. Y al otro lado de la habitación se encontraba la cama que compartían Adam y Clay, ambos aún dormidos y muy agotados como para escuchar cuando bajé de la cama.

Con pisadas ligeras salgo de la habitación y me dirijo a la cocina, donde mi madre cocinaba en silencio. Pensé en dar media vuelta y no molestarla, sabía lo difícil que era ese día ella, pero antes de que pudiera dar un paso hacia atrás ya se había dado la vuelta.

–Hola, Gwen– me saluda y sé que hace un esfuerzo cuando me dedica una sonrisa, así que le contesto de la misma manera.

–Hola, mamá– me acerco a ella y deposito un leve beso en su mejilla.

–Estoy hirviendo el agua para que se puedan bañar, así que si esperas un poco más...

–Gracias, mamá– la corto con una sonrisa de agradecimiento en el rostro. Ella me la devolvió, pero pude notar como sus ojos se ponían cristalinos. De todas maneras intentó ocultarlo volviendo su mirada hacia los tomates que sacó de la huerta en nuestro patio.

–¿Y papá?– pregunto mientras que tomaba una hoja de menta del frasco que estaba sobre la mesa y me la metía en la boca.

–En la huerta, linda, ya sabes cómo se pone en esta fecha– contesta sin apartar la mirada de sus temblorosas manos.

Asiento y sin decir nada más me dirijo al patio. Sentado sobre la maltratada banca hecha de la madera de lo que alguna vez fue un árbol que se encontraba en el mismo lugar que ahora está el huerto, se encontraba mi padre. Tenía semblante serio y miraba ningún punto en particular en el bosque. Parecía como si los años se le vinieran encima de golpe, haciéndolo ver más viejo, resaltando sus arrugas y canas.

Miré en la misma dirección en la que él lo hacía. Nuestra casa se encontraba a los límites del Distrito 9, el cual estaba rodeado por bosque, campos de sembrado y una alambrada alta metálica rematada con bucles de alambre de espino, que en teoría está electrificada las veinticuatro horas del día para prevenir el ingreso de animales salvajes. Sin embargo, como en el distrito solo habían unas tres o cuatro horas de electricidad por las noches, esa alambrada era más un recordatorio para nosotros de los límites de nuestro distrito que para protegernos. Claro que no decía eso en voz alta.

Los campos que normalmente estaría siendo trabajados arduamente por los hombres y mujeres del lugar, estaban vacíos, sin ningún rastro de que serían trabajadas por ese día. No cuando la cosecha se llevaba a cabo a las dos y todos los habitantes del distrito preferían dormir un poco más de lo normal, o en mi caso, disfrutar la presencia de sus familias un poco más.

–Despertaste temprano– la voz de mi padre me trae de vuelta a la realidad y noto que me está mirando con sus ojos verdes llenos de comprensión. Yo solo asentí, sabiendo lo que iba a decir a continuación– No pareces haber dormido mucho.

–Porque no lo he hecho papá– digo mientras que me sentaba a su lado, entrelazando mi mano con la suya.– Al igual que tú, escuché toda la noche cómo rondabas por la casa para no despertar a mamá.

Dejó escapar una leve sonrisa, aunque una bastante triste, al ver que su hija lo había atrapado en sus actividades nocturnas.

–Prométeme que todo saldrá bien– murmuro como una niña pequeña, el miedo me había invadido y el corazón me latía con rapidez. Él apretó con fuerza mi mano, intentando transmitirme conforte, pero no respondió a mi petición.

–Hija, el agua está lista– dice la voz suave de mi madre, quien se asomaba por la destartalada puerta trasera de la casa.

–Será mejor que vayas, no querrás que el agua se enfríe– me dice mi padre dándome unas palmaditas en la pierna para que me pusiera en marcha.

Lo miré una vez más a los ojos antes de levantarme y seguir a mi madre dentro de la casa. Y pude notar que sus ojos estaba igual de llorosos que los de mi madre.

Dentro me espera una bañera llena con agua caliente. Me restriego para quitar de mi piel la tierra del campo, al igual que de debajo de mis uñas. Incluso me lavo el pelo.

Sobre la cama de mis padres me esperaba el conjunto que llevaría para la cosecha. Un blusa blanca con volantes y una falda. Me visto y comienzo desenredarme el cabello con los dedos. Me miro en el sucio espejo que está apoyado contra la pared, no muy segura de qué pensar al ver mi reflejo.

Mis ojos azules se ven demasiado abiertos y bajo ellos se encontraba el claro rastro de que no había dormido la noche anterior. Intenté ordenar un poco más mi melena rubia, quise amarrármelo, pero no encontré con qué hacerlo.

–Quizás esto pueda servirte– dijo mi madre acercándose desde la puerta. En sus manos había una linda cinta color celeste cielo.– Combina con tus ojos– dijo para luego ponerse tras mío y comenzar a peinarme el cabello. La dejé trabajar y una vez lista me sorprendí al notar que me veía mejor de lo que me esperaba.– Estás muy linda– me dijo posando sus manos sobre mis hombros, sin dejar de mirar mi reflejo en el espejo.– Vamos, nos están esperando para comer.

No me había dado cuenta de lo rápido que había pasado la mañana. No pude evitar que se me acelerara el corazón al darme cuenta de que quedaba menos tiempo para que se diera inicio a la cosecha. Ahuyenté ese pensamiento de mi cabeza y seguí a mi madre hasta la cocina, donde mi padre y mis hermanos nos estaban esperando.

Clay también llevaba su ropa para la cosecha. Una camisa blanca y unos pantalones cafés. Se notaba que mamá había intentado ordenar su desaliñada cabellera rubia, sin buenos resultados. Papá estaba junto a él, arreglando los últimos detalles de su ropa y dándole unas palmaditas en la espalda para mostrar su apoyo. Esta era su última cosecha. Adam ya estaba sentado en la mesa, en silencio y con la mirada fija en el suelo. Ya hace dos años que él no tenía edad para participar en la cosecha, pero eso no significaba que dejara de afectarlo, ya que como no tenía la posibilidad de cargar él con el peso de las teselas, Clay y yo tenemos que hacerlo, lo cual significaba solo una cosas, más posibilidades de salir elegido para los Juegos del hambre. Afortunadamente a Terran aún le faltaban dos años para cumplir con la edad mínima para participar en los juegos, los doce años.

Nos sentamos los seis en silencio a comer los cereales hervidos de las teselas, sin saber qué decir o hacer. Antes que decir algo erróneo, preferimos guardar silencio, como todos los años para esa fecha.

A las una en punto nos encaminamos a la plaza. La asistencia es mandatoria, a menos que estés a un paso de la muerte. Esta noche los funcionarios recorrerán todas las calles para comprobarlo. En el caso de que alguien hubiera sido lo suficientemente tonto como para mentir, lo meterán en la cárcel.

La plaza está rodeada de tiendas y, cuando estaba abiertas durante los días de mercado, era una vista muy bonita. Terran siempre me pedía que lo acompañara a ver las vitrinas de las tiendas y, siendo unas de las pocas cosas lindas del distrito, no tenía el corazón como para decirle que no. Sin embargo, hoy todas las tiendas estaban cerradas bajo llave y se sentía un ambiente pesado lleno de tristeza. En un intento por hacer la ocasión más alegre para cuando saliera en todos los televisores de Panem, banderines de distintos colores colgaban de los edificios. Las cámaras estaban amontonadas como pájaros de rapiña sobre los tejados, a la espera de grabar algo memorable.

La gente entra en total silencio y ficha; la cosecha es la oportuniad perfecta para que el Capitolio lleve la cuenta de la población. Los agentes de paz conducen a los chicos de entre doce y dieciocho años a las áreas delimitadas por cuerdas y divididas por edades, con los mayores por delante y los jóvenes atrás, dejándome en las filas de más adelantada, rodeada de chicos de diecisiete años. Las familias rodeaban el perímetro, entrelazando todos las manos entre sí. Aunque también estaban los que aprovechaba la situación para ganar un poco de dinero haciendo apuestas sobre quiénes serán los tributos del distrito ese año.

–¡Gwen!– mi nombre es gritado por una voz masculina.

Al darme media vuelta me encuentro con Spens, el dueño del grito, y Katri. La última me da un fuerte abrazo de oso cuando llega a mi lado, mis ojos se llenan de lágrimas ante el gesto, pero las contengo y cuando nos separamos no quedó rastro de ellas.

–No pongas esa cara– le dije con una sonrisa, mirándola directo a sus ojos castaños.– Que vas a hacer que llore también.

–No pudo evitarlo, Gwen– dijo la muchacha con los ojos cristalinos.– No después de lo de Ashbay.

Ese comentario me cayó como una patada en la boca del estómago. Ashbay Wellbood, una chica bajita, de grandes ojos verdes, cabello castaño, de corazón bondadoso y gran amiga nuestra, había sido elegida como tributo el año anterior. Temblé de rabia al recordar como Johanna Mason, la vencedora de los juegos del año pasado, la mató con un golpe con su hacha en la cabeza. Algunas veces me preguntaba qué sentían los vencedores una vez que salían de la arena. ¿Orgullo?¿Preocupación?¿Remordimiento?¿Asco? Algo que sí sabía era que no podía culpa a Johanna por lo que le había hecho a mi amiga, ella no había elegido ser encerrada en una arena por semanas. La culpa la tenía el Capitolio por obligar a veinticuatro chiquillos a pelear hasta la muerte. Me daban asco.

Los tres nos miramos y solo entrelazamos las manos, sin decir ni una palabra más, solo apoyándonos con la presencia del otro. Los miré una vez más. Spens se acomodaba con una mano temblorosa sus lentes sobre su pecosa nariz. Y Katri peleaba para no romper en llanto.

Intercambio uno que otro saludo nervioso con otros chicos de mi edad y centro mi atención mi atención en el escenario provisional que había construido frente del Edificio de Justicia. Allí había cuatro sillas, un podio y dos enormes urnas redondas de cristal, una para los chicos y otra para las chicas. Miro fijamente los trozos de papel perfectamente doblados de la bola de las chicas: veintidós de ellos tienen escrito con suma cuidado y delicadeza el nombre de Gwendolyn Greenlaw.

Las cuatro sillas en el podio están ocupadas. Una por el alcalde Selkirk, un hombre de edad de cabello grisáceo y barba poblada. Otra la estaba ocupando la acompañante del Distrito 9, enviada por el Capitolio, Fannia Yule, una mujer de piel oscura adornada con tatuajes dorados, una sonrisa aterradoramente blanca, cabello color rojo fuego y un traje algo revelador casi del mismo color que su melena. Y las últimas dos sillas estaban siendo ocupadas por dos personas que no parecían estar muy interesadas en lo que estaban hablando el alcalde Selkirk y Fannia. Eran los únicos dos vencedores vivos del Distrito 9. Barric Galloway y Jay Overwhill. El primero de cabello rubio y ojos claros, rasgos bastante comunes en mi distrito, que debía de tener unos treinta y pocos años. Había ganado sus juegos con dieciséis años, pero era muy pequeña como para recordarlo. El otro era bastante joven, tenía diecinueve años, solo dos más que yo. De cabello oscuro y ojos azules que parecía poder pasar a través de ti y, al igual que varios en el distrito, su nariz estaba adornada con unas cuantas pecas. Jay era una leyenda en nuestro distrito, había ganado los juegos con solo catorce años, venciendo al otro finalista que era el doble de tamaño que él y proveniente del Distrito 4, un distrito profesional, usando la fuerza de su oponente en su contra.

–Jay Overwhill te está mirando– me murmura Katri. En un impulso miro hacia donde está el susodicho y comprueba que realmente lo estaba haciendo. Su expresión era seria e imposible, incluso para mi, de leer. Nuestras miradas se cruzan. Por unos segundos no aparto la mirada, a la espera de que él lo haga primero, pero no lo hace. Siento arder mis mejillas y termino por apartar yo la mirada directo al piso.

Spens y Katri se miraran el uno al otro al notar lo sucedido, pero antes de que pudieran decir algo, el reloj de la plaza da las dos y el alcalde Selkirk se sube al podio y comienza a leer. Es la misma historia de todos los años, en la que habla de la creación de Panem, el país que surgió de las cenizas de un lugar antes conocido como Norteamérica. Tormentas, terremotos, inundaciones y guerras. Todos estos sucesos dieron como resultado una sola nación, Panem, un reluciente Capitolio rodeado por trece distritos, cada uno especializado en alguna actividad para sustentar el país.

Me gustaría decir que ponía atención a lo que el hombre decía, pero la verdad es que estoy tan nerviosa que miraba un punto fijo en el podio y fingía escuchar cuando realmente hacía oídos sordos a todo el discurso. Vuelvo a prestar atención cuando relata las reglas de los Juegos del Hambre.

Son bastante sencillas. En castigo por la rebelión, cada uno de los doce distritos restantes debe entregar a un chico y una chica, llamados tributos, de entre las edades de doce y dieciocho para que participen. Los veinticuatro tributos se encierran en una enorme arena donde puede haber cualquier cosa, desde unas enorme montañas cubiertas de nieve hasta el desierto más árido. Una vez encerrados dentro, los participantes deben luchar a muerte durante un periodo de tiempo de varias semanas; el que salga vivo, gana.

Me muerdo la lengua para no decir algo inapropiado o mostrar rastro alguno de asco en mi rostro. Era repugnante e inhumano lo que nos hacía hacer el Capitolio, sobre todo teniendo en cuenta que nos obliga a celebrarlo como una gran festividad, un encuentro deportivo donde participan todos los distritos de Panem. Al vencedor se le premia con una vida fácil y su distrito recibe también se le recompensa con premios y comida.

Después lee la lista de vencedores que ha tenido el Distrito 9. En setenta y dos años hemos tenido exactamente tres. Y los únicos dos vivos era Barric y Jay. Ninguno de ellos mueve un músculo, ni siquiera cuando todas las cámaras apuntaron en su dirección. Para algunos podría considerarse un gesto de rebeldía, pero había escuchado que las mujeres, y también algunos hombres, en el Capitolio encontraba extremadamente atractivo la seriedad con la que se tomaban esos dos los juegos. Cuando la verdad es que era obvio que odiaban esto tanto como yo.

El alcalde Selkirk se aclaró la garganta algo incómodo y presenta a Fannia Yule, quien no tarda en subir con paso ligero al podio.

–¡Felices Juegos del Hambre!– dice con su horrible acento del Capitolio.– ¡Y que la suerte esté siempre de su parte!– agrega con una elegancia característica de ella.

Comienza a hablar sobre el orgullo que supone estar allí, cuando la verdad es que todos los acompañantes dicen lo mismo de sus distritos asignados. Excepto los de uno, dos y cuatro, los profesionales, ya que los del Capitolio se disputan por ser los acompañantes de esos distritos.

Busco a Clay con la mirada y lo diviso unas filas más adelante de mi. Me devuelve la mirada de inmediato y me dedica una sonrisa, murmurando un «todo saldrá bien». Quisiera creerle, pero mi nombre está ahí dentro veintidós veces y el suyo veintisiete. Y aparto la mirada antes de que pueda decirme algo más.

Ha llegado la hora del sorteo. Fannia Yule dice su habitual «¡las damas primero!», y se acerca a la urna que contiene todos los nombres de las chicas. Mete la mano hasta el fondo y saca una papeleta. El silencio es absoluto y sin darme cuenta contengo la respiración. Katri me aprieta tanto la mano que ya no siento mis dedos. Empiezo a sentirme mareada y a desear con desesperación que no sea yo, que no sea yo, que no sea yo.

Fannia Yule alisa el papel con delicadeza y se aclara la garganta antes de decir el nombre con voz clara.

–Gwendolyn Greenlaw.