―¡Inuyasha!―Chilló Kagome, justo en el momento en el que el demonio contra el cual luchaban en esta ocasión, dejó de un zarpazo al hanyō malherido en el suelo.
No había sido fácil permanecer luchando contra algo que no podía ser herido, ya que este poseía una armadura conjurada con un campo que devolvía todo ataque existente. Debían de hallar su punto débil, pero con Inuyasha atacando sin analizar a su oponente y sin pensar en sus movimientos, se había tornado algo complicado para Kagome, quien todo el tiempo estuvo apartada examinando con cuidado para encontrar aquel blanco de salvación.
Solo eran ellos dos contra aquella enorme bestia; pues, entre tanto, Miroku y Sango se hallaban combatiendo contra todos los pequeños, pero abundantes, monstruos que protegían a aquel gran demonio.
Entonces, este al moverse con brusquedad hacia atrás, Kagome pudo ver que había una pequeña zona descubierta entre la armadura del cuello y la cabeza. Y justo allí, yacía el fragmento de la perla.
La chica estaba sola en esto, no podía fallar.
Se colocó por delante del hanyō, quien aún continuaba en el suelo, dispuesta a acabar con este demonio aunque le costase la vida.
―Maldición Kagome, ¿qué estás haciendo?, ¡vete!― Ordenó mientras se arrastraba hacia ella con el fin de detenerla.
―¡No me iré...―Exclamó mientras colocaba una flecha en su arco―... no mientras aún viva!―Entonces, disparó.
Justo en el blanco.
Sin embargo, la energía alrededor de la flecha fue disipándose, como si esta hubiese sido disparada por alguien común. Y, como si lo hubiese picado una abeja, la bestia mandó un zarpazo a Kagome, lanzándola contra un árbol a unos cuantos metros de allí, dejándola inconsciente y herida.
―¡Kagome!―Clamó Inuyasha, y con la poca fuerza que aún poseía, se levantó enfurecido, para tomar a Colmillo de Acero y acabar con aquel demonio de una buena vez.
Pero, antes que este pudiese atacar, la flecha comenzó a resplandecer nuevamente, y al instante aquel demonio empezó a revolverse, su armadura se agrietaba y rompía desde adentro filtrando un brillo rosa.
Era la oportunidad perfecta.
―¡Viento cortante!―Sentenció el peli plata mientras blandía su espada. Y aquel demonio se desintegró, al igual que los monstruos a su alrededor.
―¡Inuyasha!―Escuchó la voz del monje y Sango gritando su nombre a la vez que se acercaban a él, quien permanecía de rodillas apoyado en su espada.
―¡Estás muy malherido Inuyasha!―Lo reprendió Miroku.
El chico levantó la cabeza de golpe, como si hubiese recordado algo sumamente importante
―¡Kagome!
―¿Es cierto, donde esta Kagome?―Cuestionó Sango.
―Solo dime, iré por ella.
Pero para su sorpresa, él se levantó como si nada e inspeccionó todo el lugar con la mirada, hasta dar con el paradero de la azabache. Sin pensarlo dos veces, corrió a su lado seguido por sus amigos.
Al llegar al lugar donde se hallaba ella, este tuvo que luchar por contener la furia que carcomía sus entrañas. No podía creer lo que veía.
La joven se hallaba tendida sobre su brazo, dejando al descubierto dos profundas heridas en su costado opuesto. Las flores bajo ella se habían teñido con su sangre carmesí, su piel estaba fría y pálida, como la nieve.
Mientras que Inuyasha observaba con rabia y terror como la vida de Kagome se le escapaba entre las manos, Sango tomó los vendajes de la mochila que la chica siempre cargaba y se dispuso a detener el sangrado, a cubrir sus heridas mientras la llevaban a un lugar donde pudiese ser atendida.
―Volveremos, la llevaré a su casa―Dijo el joven, inexpresivo, sombrío.
Al volver a la aldea, con la frágil vida de Kagome agotándose, el hanyō tomó con delicadeza a la chica entre sus brazos, y sin dudarlo ni un segundo, se lanzó al pozo llevándola consigo.
Al salir, se encontró en la época de ella, donde todo era diferente y extraño para él.
"¿¡Por qué!?" Luchaba contra las lágrimas que comenzaban a nublarle la vista, y apretó los dientes impotente, no podía perderla.
―¡Oh por Dios!―Exclamó aterrada la madre de Kagome al ver el estado en el que se encontraba su hija, pues con tan solo ver su uniforme desgarrado e impregnado de sangre se podía imaginar de qué se trataba.
―¡Rápido, llévala a su habitación!―Ordenó mientras iba por el abuelo de la chica, él sabría que hacer sin tener que acudir a un hospital, donde le pedirían mil justificaciones para algo que no tenía explicación.
Inuyasha hizo lo que se le pidió. En cuanto entró a su habitación, se vió ensimismado con el aroma de la pelinegra por todo el lugar, inundando sus sentidos, abatiendo su conciencia y afligiendo aún más su corazón.
Con sumo cuidado, tendió a la joven en su cama, parecía de porcelana.
La contempló sentado a su lado por un lapso indefinido de tiempo, absorto en su rostro y los pensamientos que gritaban que le había fallado.
La puerta se abrió con brusquedad, sacándolo de sí mismo.
―¿¡Qué le sucedió!?―Preguntó el abuelo mientras entraba con variadas cosas que Inuyasha no podía descifrar, y algunas plantas medicinales típicas del abuelo.
―Este...―Balbuceó el hanyō rascándose la cabeza, pero el anciano lo interrumpió.
―Necesito que salgas, te avisaré cuando termine― Exigió apresuradamente al tiempo que, de la misma manera, sacaba al chico de la habitación.
Él atendió inmediatamente, aunque refunfuñando como siempre, pues no quería separarse de ella. Pero su vida era más importante que sus anhelos.
Este esperó en el tejado de la casa, creyendo que en la oscuridad de la noche podría distraerse un poco viendo las estrellas, esas que tanto encantaban a Kagome, sin embargo, al recostarse, sólo vio un manto púrpura sobre él; no había nada allí. Entonces la angustia lo aplastó por completo.
"¿Por qué?" Se preguntaba una y otra vez, y la escena en la cual la chica era atacada pasaba por su mente, causándole escalofríos.
Entre tanto, el abuelo se hallaba revisando heridas, verificando que no hubiese daños mayores como huesos rotos o señales de hemorragias internas, pero al parecer, y para su fortuna, los únicos daños que había sufrido eran profundas heridas trazadas por las garras de aquel demonio que la dejó inconsciente en el árbol, unos cuantos moretones y varias laceraciones.
El abuelo tenía fé en que desinfectando y cubriendo la herida con alguno de sus remedios antiguos, y con un poco de suero, Kagome despertaría pronto. Mas tendría que pasar un tiempo en casa recuperándose, algunos días, semanas, todo dependía de su fuerza interior.
Pareció una eternidad, pero al fin Inuyasha escuchó la voz del abuelo indicando a la madre que había terminado, ella estaría bien. Y antes de que pudiesen llamarlo, el hanyō ya estaba frente a ellos, quienes se sorprendieron por su rapidez y su buen oído.
Posteriormente, la madre se retiró para que este pudiese hablar a solas con el abuelo.
―¿Cómo está?―Cuestionó el peli plateado con melancólica seriedad.
La conversación no duró mucho, o eso creyó Inuyasha, pues no entendía bien algunos de los términos usados por el anciano, él sólo asentía a todo lo que este le decía. En cuanto dio por terminado el diálogo, se apresuró a abrir la puerta de la habitación.
―¡Oye!―Exclamó el anciano, pero lo dejó con las palabras en la boca al cerrar la puerta sin atender a su llamado.
―Kagome...―Suspiró con tristeza al verla allí, tan falta de su característica vividez, de su alegría y su optimismo.
―¿Por qué tenías que hacerlo?¿Por qué no pude protegerte?
Se sentó en el suelo y apoyó ambos brazos en el borde de la cama, iba a tomar su mano pero inmediatamente advirtió que esta se encontraba conectada por medio de un tubo largo y transparente a una bolsa con un extraño líquido en su interior, así que decidió no moverla. Colocó su mano izquierda justo al lado de la derecha de ella, haciendo un leve contacto con su gélida piel. Y así estuvo toda la noche, hasta que en algún momento de esta le ganó el cansancio y cayó dormido, pues él también había sido herido en la lucha.
La tenue luz del sol se filtraba lentamente por la ventana, despertando al chico. Sintió una presión en su mano, como si algo lo atara, y al mirar se llevó la sorpresa de que el dedo meñique de la joven se había entrelazado con su pulgar.
―Kagome...―Murmuró Inuyasha algo sorprendido, pues la joven aún seguía inconsciente.
Pasaron algunos días, quizá una semana, en la que este iba y volvía, pero en ambos lugares todo continuaba igual. En la época antigua no podían hacer nada, pues era ella quien podía ver los fragmentos de la perla. Y, en la época actual, continuaba en el mismo estado de coma. Sin embargo, parecía estar recuperando algo de color, y a veces llegó a murmurar algunas incoherencias o palabras sueltas.
"Inuyasha..." Recordó cómo en medio de la noche la chica pronunció su nombre y sonrió, como si se hallase en el más cálido sueño.
Ella era un sueño. Perfecta, vívida.
El día se hizo largo y aburrido en la época feudal, así que el peli plata decidió ir a ver a Kagome; claro, no sin antes acudir a la anciana Kaede en busca de algo que le pudiese ayudar a la joven que le esperaba del otro lado.
―No hay nada más que nosotros podamos hacer, todo depende de ella, de su fuerza y sus ganas de vivir―Sentenció la sacerdotisa. Inuyasha asintió, disimulando su desbordada preocupación por la joven. Luego, se apresuró a cruzar el pozo que lo llevaría con la azabache.
Al llegar encontró la ventana de su habitación abierta, lo cual le pareció extremadamente raro, la brisa le haría daño a la chica. Además, la luz estaba encendida. Bueno, el sol casi se había ocultado por completo, pero ¿quién estaría en su habitación?
Ágilmente, el peli plateado se trepó de un solo salto a la ventana de su amiga, y se paralizó al ver lo que ocurría.
―Así que te trajo este remedio y...―Comenzó a narrar Sota, quien se hallaba sentado en la orilla de la cama, pero este se quedó a media frase al ver que Inuyasha había llegado, y clavó la mirada en él, provocando la misma reacción en su madre y abuelo.
―Oigan, ¿qué sucede?―Cuestionó una voz que daba la espalda a hanyō. Era ella, había despertado.
Sin responder a la pregunta, imponiendo un silencio mortal en la habitación y algo de tensión en el ambiente, todos comenzaron a retirarse y justo en la puerta, se apresuraron a lanzar algunas oraciones como: "Descansa, hija", "Mejórate", "Más tarde vuelvo". Acompañadas de forzadas sonrisas junto un evidente y sobreactuado afán . Luego alguno de ellos azotó la puerta, dejando a la pobre confundida.
―¿Pero qué?―Murmuró la chica por el extraño e inesperado comportamiento de su familia. Sin la mínima de lo que sucedía.
―Kagome...―Llamó el joven con suavidad a la pelinegra para no asustarla, o bueno, esa era su intención.
―¡¿Inuyasha?!― Exclamó sorprendida, girándose bruscamente hacía donde provenía la voz; sin embargo, aquel tosco y fugaz movimiento, ocasionaron que está aullara de dolor y se doblara sobre sus brazos cruzados instantáneamente después de nombrar al hanyō.
―¡¿Qué te pasa, Kagome, estás bien?!―Cuestionó agobiado lanzándose dentro de la habitación para quedar agachado justo enfrente de ella, quien, con gran dificultad, había logrado quedar sentada en el borde de la cama. Podía verla soportar el dolor al punto en que todo su cuerpo temblaba, creyó que se desmoronaría en cualquier momento.
Con suavidad posó sus manos en los hombros de la chica, quien aún se hallaba inclinada sobre sí, pero ya no estaba tensa, solo conservaba su posición, como si no quisiera moverse en lo absoluto.
―Hey...―Llamó él después de unos minutos de mantenerse así, ella cabizbaja, y él esperando alguna señal de su parte que le dijera que todo estaba bien.
―Sabía que vendrías―Murmuró alegre, mientras que su cabello cayendo a los costados de su rostro ocultaron la pequeña sonrisa que se formó en sus labios.
―¿Por qué no habría de venir?―Preguntó este mientras inclinaba su rostro para intentar lograr verla a la cara
―Puse en riesgo tu vida, por culpa de mi estúpida debilidad―Masculló con desesperación, apartando la mirada, instante en el cual no se dio por enterado de que la pelinegra había levantado su rostro hacia él, sumido en su angustia.
―Kagome, yo...―Comenzó a decir con pena, mas fue interrumpido por la joven, quien en un acto breve y tortuoso se aferró al cuerpo del hanyō de, estaba perplejo. Pero al final valdría la pena, al menos para ella.
―No fue tu culpa, Inuyasha―Susurró mientras acomodaba su cabeza en el hombro del peli plateado, gozando de su cercanía, ya que sabía que esta sería escasa y efímera.
Por unos cuantos segundos el chico se quedó paralizado ante la reacción de Kagome, pues su corazón aún estaba resentido por el amor que sintió por Kikyo, aunque entendía que nada volvería a ser igual que antes, él no sabía si quería dejarla ir. Nadie nunca lo había comprendido y amado como ella en un pasado... hasta que Kagome se cruzó en su camino, distorsionando aquella idea. Y no podía negar lo que ya sentía por ella hace un tiempo, así que correspondió a su abrazo, rodeándola con sus brazos.
―¿Te sientes mejor?―Preguntó Inuyasha conservando el cálido abrazo.
―Me duelen un poco las heridas―Tenía la cabeza totalmente apoyada sobre el hombro del hanyō.
―Pero no me importa, si estoy a tu lado―Rió levemente. Sintió como comenzó a acariciarle el cabello con una de sus manos, mientras que la otra se mantenía delicadamente sobre su espalda evitando lastimarla. En aquel momento, y como pudo, la atrajo más hacía él, cortando todo espacio que los separase.
Permanecieron así por algunos minutos, pues ninguno se atrevió a alejarse del otro, era como estar en el más bello sueño, donde no existía el miedo, solo paz y tranquilidad, ellos dos nada más.
Para cuando Inuyasha salió de aquella hipnosis en el que el perfume de Kagome y el latido de su corazón lo tenían cautivo, se percató que la chica yacía plácidamente dormida, con una hermosa sonrisa adornando su rostro, como si aquel temor de perderla se esfumase con esta.
Intentando no despertarla, se zafó de los brazos de la chica y la tomó entre los suyos, para luego colocarla con sutileza sobre su cama.
―Kagome―Suspiró taciturno mientras la observaba dormir.
―Siento haberte puesto en esta situación, yo...―Comenzó a hablar suavemente, pero se vio frenado por un nudo en la garganta.
―Tuve miedo de perderte―Confesó en un sollozo, luego depositó un beso en la frente de la chica, y sin decir nada más, se incorporó para dirigirse a la ventana por la que se marcharía de vuelta al remordimiento. sin embargo, algo lo detuvo, la mano de la chica lo tomó por la muñeca, inmovilizándolo por completo.
―También tuve miedo de morir y no volverte a ver―Reveló ella en un hilo de voz―Así que me aferré a ti, como un motivo para permanecer en este mundo, para no rendirme, para vivir.
Entonces, una lágrima rodó por su mejilla, comprendió que allí era donde pertenecía, junto a Kagome.
A nadie más ni a nada menos.
"Solo a ella."
