Disclaimer: Derechos reservados a Katsura Hoshino, autora del manga -Man y madre de todos estos adorablemente cabrones personajes.


—¡Escalera de color! —una voz risueña resonó por la habitación, entonando aquella frase como si fuera parte de una canción. Con elegancia, mostró la mano de cartas sobre la mesa oscura, dejando que se deslizasen bajo la yema de sus dedos. Efectivamente, las cartas dejadas sobre la madera oscura mostraban una flamante escalera de corazones que despertó exclamaciones y bufidos—. Supongo que he vuelto a ganar…

Para Allen Walker aquellas palabras ya formaban parte de su vida diaria. Pronunciarlas se había vuelto cada vez más común, y si de algo disfrutaba el chico era de observar el gesto de sus contrincantes crisparse cada vez que sus cartas cambiaban mágicamente de color o figura, formando combinaciones casualmente beneficiosas para su juego.

No había juego de cartas que no pudiera ser trucado por él, ni cara de póker que no fuera capaz de leer. Había dejado a jugadores experimentados en paños menores sin un solo centavo más que apostar, y él mismo se había hecho de oro a base de su buena estrategia y la rapidez que contaba para disimular sus movimientos a la hora del juego.

Pero esta vez algo estaba mal. Ni las cartas ni su habilidad le habían fallado nunca, pero Allen supo que definitivamente algo no funcionaba como debía ser.

Sin embargo, su cerebro no fue capaz de caer en la cuenta de qué era aquello hasta que unas manos suaves y pequeñas empezaron a desabrocharle la camisa.

—¡Espera! ¡Para! —gritó el chico al sentir la frialdad de aquellos dedos cuando rozaron la piel de su pecho en su tarea de deshacer los botones superiores de su camisa blanca, haciendo que se estremeciera debido a la temperatura. ¿Por qué las usualmente cálidas manos parecían ahora de hielo?

La dueña de la mano miró al exorcista a los ojos sin apartar las manos del cuello de la camiseta, haciendo un leve puchero.

—¿Por qué? Ya te dije que gané también esta ronda.

—No hace falta que me quites la camisa. Tengo dos brazos. Lo haré yo mismo, gracias.

Allen agarró a Road por ambas muñecas y empujó hasta obligarlas a soltar las solapas blancas de su ropa. Sin ofrecer resistencia alguna, la chica dio un paso hacia atrás, fijando sus ojos en el albino, divertida por la situación.

Allen llevó sus dedos a los botones. Sus manos temblaron ligeramente. No es que no se hubiera cambiado otras veces frente a su armario, eligiendo qué ropa ponerse, y de repente hubiera olvidado el movimiento de desabrochar una camisa, pero era distinto desvestirse en la seguridad de su habitación en la Orden Oscura que hacerlo en semejante escenario como era dentro de la puerta de los sueños de Noah, con la mirada burlesca y atenta de los ojos de Road Kamelot sobre él.

¿Qué había pasado? Según Allen tenía entendido, era la gente la que perdía la ropa jugando al póker contra él, y no al revés. Era la segunda vez que le tocaba a él cumplir con ese rol tan humillante entre los jugadores. La primera vez fue años atrás, cuando apenas comenzaba en el mundo de las cartas. Prometió que nunca volvería a ocurrir. No quería pensar haber decepcionado al pequeño Allen Walker del pasado.

Ajena a los pensamientos de su contrincante, Road volvió a agrupar todas las cartas de la baraja para volver a repartirlas. Miró la mano que Allen había tirado en la mesa en la ronda anterior, cegado por la frustración. Un as de picas, un cinco de corazones, un dos y un rey de diamantes y un tres de tréboles.

Eran cartas malas.

Allen dejó la camisa cuidadosamente doblada sobre el brazo de la silla en la cual estaba sentado, junto con sus zapatos, calcetines y uno de sus guantes, y observó cómo la chica de cabellos azules apilaba las cartas en dos montones iguales para luego fusionarlos de tal manera que las cartas se entrelazaran las unas con las otras. La estaba vigilando para ver que repartiese las cartas equitativamente, aunque llegados a ese punto no pensaba realmente que Road le estuviese haciendo trampas.

Dejó escapar un suspiro pesado antes de coger las cartas que Road le había repartido, cuidando de que ella no pudiera ver, en un descuido ridículamente desafortunado, su mano.

Allen Walker se preguntó por duodécima vez cómo había acabado perdiendo a las cartas contra aquella chica.