Prólogo.
Aquel verano llevaba siendo bastante normal desde que comenzara en Junio, por lo menos en el Estado de Virginia. Como siempre, el calor no era excesivo pero siempre bien recibido, como suele ser en las montañas. Lo único que distaba de un verano corriente era que aquel año había habido más lluvias que las habituales. Era común que lloviera un par de veces por semana; lluvias cortas de 10 a 15 minutos de duración que caían de nubes que aparecían en un santiamén a la mitad de un día soleado. Aquel año, sin embargo, había llovido al menos una vez al día, por lo menos en Blacksburg.
Aquella ciudad contaba con un poco más de cuarenta mil habitantes, en su gran mayoría estudiantes universitarios. También vivían ahí los profesores de la universidad, junto con sus familias, normalmente en los barrios residenciales a las afueras de los límites del campus. Era un lugar tranquilo, rodeado de bosques extensos y densos, donde reinaba una atmósfera de educación y buenos modales propios de la población profesional que se asentaba y se formaba ahí.
Dentro del campus de la universidad, como era normal en las instituciones educacionales, había un edificio que restringía el acceso para todos aquellos que no fueran estudiantes o miembros del profesorado que pagaban una tarifa; el gimnasio de la universidad. Completamente equipado para entrenar cada músculo del cuerpo, no solo ofrecía una muy buena alternativa para aquellos que quisieran bajar de peso o apretar algunas zonas corporales, sino que además daba la opción de realizar actividades de menor impacto que concedían, si se realizaban con frecuencia, mayores niveles de energía y un muy buen método de relajación. Preferido sobre todo por las mujeres, se ofrecían clases de baile y aeróbicos, además de yoga y taichí. Dichos cursos eran impartidos por varios instructores pero había una persona que era siempre la preferida al momento de elegir los horarios.
Claire White era una mujer de 26 años, pequeña y delgada, de piel blanca y rostro algo infantil que asistía a clases de aeróbicos dos veces por semana, entre la de la noche. Su cabello castaño caía hasta media espalda cuando lo llevaba suelto, y poseía unos penetrantes y vibrantes ojos cafés que contrastaban intensamente con el color de su piel, y destacaban las bellas facciones de su rostro. Había nacido en Londres, pero crecido en Blacksburg durante la primera parte de su infancia. Su padre y su madre eran ambos profesores de la universidad; su padre era veterinario y su madre enfermera de formación inglesa. Ella, instruida desde pequeña acerca de la importancia de la educación, supo desde muy temprana edad que quería estudiar una carrera universitaria como sus padres. A los once años, sin embargo, una noticia inesperada cambió el curso de su vida. Tras regresar del colegio, casi al final de su último año de primaria, se encontró con un par de invitados esperándola, junto con sus padres, en la sala de su casa.
Eran un hombre y una mujer, ambos mayores que sus padres, según ella juzgó por su apariencia. Aunque lo que más le había llamado la atención había sido su vestimenta. Vestidos de manera similar, los invitados usaban capas largas y sombreros puntiagudos. Él de color negro y ella de color verde esmeralda. Aquel día de 1980, ella se enteró de que era una bruja. Y que, dado su lugar de nacimiento, tenía una plaza para estudiar magia en el mejor colegio de hechicería de Europa; Hogwarts. Más debido a que también contaba con la nacionalidad estadounidense, y por haber vivido todo lo que llevaba viva en Estados Unidos, le ofrecían la posibilidad de transferir dicha plaza al Instituto de Magia de las Brujas de Salem, el colegio más cercano a su localidad. El invitado era el subdirector del Instituto; un hombre llamado Henry Loss. Ella era la subdirectora de Hogwarts, Minerva McGonagall. En medio del entusiasmo, y un comprensible deseo de aventura, tras una charla con sus padres, entre los tres decidieron que Hogwarts sería su colegio, pues le daría la oportunidad de conocer más de la cultura de su madre, así como abrirle las puertas al resto del mundo. Sin embargo, sus deseos de estudiar en la universidad seguían formando parte de ella. Entre el subdirector del Instituto Salem y sus padres convinieron una solución. Con las influencias mágicas del mago, cada año lograrían que ella rindiera cursos intensivos de verano en una secundaria muggle, para poder así aplicar para alguna carrera si es que así seguía deseándolo ella.
Aquel verano sigue siendo uno de los que más recuerda en el presente. Junto a un profesor del instituto americano de magia, fue a una comunidad mágica cercana a Blacksburg, en medio del bosque, a comprar algunas de las cosas que necesitaría para el colegio. Los libros los compraron por correspondencia de una tienda en Londres, así como los ingredientes para preparar pociones y utensilios para lo mismo. En Estados Unidos compró sus primeras túnicas negras, así como algunas partes genéricas del uniforme escolar, todas cosas que ya había dejado en el pasado. Salvo por una; su varita mágica. De veintiséis centímetros y medio y madera de roble blanco, con un núcleo de fibras de corazón de dragón. Aquella varita había sido su leal compañera durante toda su vida escolar mágica, y con ella había conseguido grandes logros.
Desde su primer año en el colegio destacó como una estudiante brillante; aprendía muy rápido y poseía gran habilidad para realizar encantamientos y pociones. Como con varios estudiantes desde que el colegio Hogwarts fuera fundado, fue catalogada como prodigio a pesar de ser una hija de muggles. Obtuvo doce TIMOs calificados con Extraordinario al final de su quinto año, y las calificaciones más altas en sus EXTASIS cuando finalizó su educación mágica.
Luego de eso, y habiendo tenido calificaciones muy buenas en los exámenes libres muggles que rendía durante los veranos, ingresó como estudiante de pregrado de Bioquímica en una Universidad estadounidense, y obtuvo su título tras cuatro años. Tres años después, terminó su tesis de Doctorado en Inmunología, mientras trabajaba en la universidad como ayudante en los laboratorios de varias carreras. Ya con su grado de doctora, participó en un concurso que le hizo acreedora del derecho de dictar cátedras; y así mientras trabajaba en las investigaciones de la universidad, daba clases de bioquímica, microbiología e inmunología.
Y así, la bruja prodigio afirmó una vida muggle casi en su totalidad.
La música sonaba poderosamente en el salón, amortiguando en algo los sonidos de los pasos de las mujeres en el interior de éste. Claire estaba al frente del grupo, siguiendo la corografía junto a las otras usuarias del gimnasio. Llevaban bastante tiempo bailando ya, ejercitándose. Muchas de ellas ya estaban cansadas, y aunque seguían bailando, la coordinación y la velocidad de los movimientos ya no eran como al inicio. La bruja movió las caderas al ritmo latino y dio una vuelta completa, volviendo a su posición original justo cuando la música terminó.
- ¡Bien! ¡Muy bien! – felicitó la instructora, una mujer alta de origen brasilero, uniéndose a los aplausos colectivos.
Las mujeres, aunque más agotadas que ella, sonreían. Aquella actividad siempre era bien recibida para activar el cuerpo y mejorar el humor.
- Bueno, chicas, es todo por hoy. – indicó la instructora, acercándose a una mesa para coger una botella de agua. – Espero que la hayan pasado bien. Nos vemos el viernes a la misma hora.
Cuando las mujeres comenzaron a recoger sus cosas para marcharse a las duchas, Claire recogió su bolso e hizo lo mismo. Ahí se duchó y se cambió de ropa rápidamente, además de relajar los músculos con agua caliente, solo para quitarse el sudor de encima; ya se podría dar un buen baño en casa. Cuando salió, se despidió de los encargados y de sus compañeros en la sala de máquinas, y luego salió al estacionamiento para coger su coche.
Aparcó su coche frente a la entrada al garaje de su casa, en un barrio residencial. Entre su trabajo como investigadora y como profesora ganaba suficiente dinero para pagar un dividendo y las cuentas. No le sobraban lujos, pero no le faltaba nada. Abrió la puerta de su casa y entró, cerrando detrás de ella. Una vez adentro pudo relajarse por completo. Dejó su bolso en el piso, junto a la puerta de entrada, encendió algunas luces y recorrió los primeros pasos del pasillo de entrada hacia la escalera que conducía hacia el segundo piso, donde se encontraban las habitaciones. Era una casa americana típica, de dos niveles, que contaba con tres habitaciones, un baño en suite en la habitación principal y otro entre las dos habitaciones restantes en la planta superior. Ella utilizaba la habitación principal para dormir, la segunda habitación estaba equipada con una cama para recibir a sus padres cuando iban de visita, y la tercera habitación estaba equipada como una oficina donde se dedicaba a trabajar en la búsqueda del estado del arte de sus proyectos. En la primera planta se hallaban la cocina, la sala, un baño de invitados y una pequeña habitación donde tenía su lavadora y su secadora, las cuales no usaba nunca, pues lavaba y secaba la ropa con magia.
Entró en su dormitorio y encendió la luz, dirigiéndose inmediatamente hacia el baño. Se dio una ducha caliente y larga, se lavó el cabello y el cuerpo con cuidado antes de salir y secarse con una de las toallas que tenía colgadas junto a la ducha. Luego se envolvió el cuerpo con la misma toalla para salir a su habitación a buscar ropa limpia que ponerse. Eran cerca de las diez de la noche, muy temprano para ir a dormir para ella. Y cuando iba a elegir su ropa, tocaron el timbre. Suspiró.
- Por supuesto. – murmuró. No le pareció extraño que alguien se apareciera a aquellas horas; en un barrio residencial como aquel los vecinos se conocían perfectamente. Quizás fuera el hombre de edad de la casa de al lado que iba a avisarle sobre problemas con mapaches o algo así. Volvieron a tocar el timbre cuando se puso unas bragas limpias. - ¡Un momento!
Se puso encima un pantalón de deporte y una camiseta blanca, sin molestarse en ponerse sujetador, pues además se puso una sudadera negra. Fue al baño y recogió su varita, que siempre llevaba consigo, y bajó la escalera a toda prisa mientras la escondía bajo la manga derecha de la sudadera. A pocos pasos de llegar a la puerta se percató de algo extraño; el vecindario estaba en el bosque, si, y la mayoría de los caminos no contaban con alumbrado público antes de llegar a los caminos principales. Pero todas las casas contaban con luces en los porches, que servía para mantener a raya a varios animales que gustaban de meterse en la basura… pero en aquel momento afuera había oscuridad total.
Claire entrecerró los ojos y sacó la varita de su escondite para tenerla lista. Aunque sospechaba que si fuera alguien peligroso ya hubiera entrado. Que ella supiera, ella era la única residente bruja de aquel barrio.
- ¿Quién es? – preguntó, con la mano izquierda sobre el pomo de la puerta.
- Antiguos profesores, querida. – respondió una voz femenina, firme, que denotaba cierta edad y estar bordeando en la risa.
Al escuchar aquella voz, Claire solo pudo sonreír. Fue tomada por sorpresa a tal punto, que demoró varios segundos en reaccionar y abrir la puerta.
Casi lanza un gritito por la sorpresa. Rápidamente, mientras miraba a la bruja alta de túnica esmeralda junto a un mago de largos cabellos y barba plateados, una cálida sensación de cariño y gratitud se expandió desde su pecho a todo el resto de su cuerpo.
- Profesor Dumbledore… - sonrió Claire, sin poder creérselo. – Profesora McGonagall.
- Buenas noches, querida. – saludó la anciana bruja, sonriendo.
- Que maravillosa sorpresa. – exclamó la joven, yendo a abrazar a los dos ancianos.
- Es maravilloso verte, Claire. – saludo el anciano de pelo plateado, abrazando a la joven.
- Por favor, pasen. Pasen. – dijo la joven, haciéndose a un lado para darles el paso a su casa. - ¿Quieren algo de beber? ¿Una taza de té?
- Yo aceptaré una taza de té, si eres tan amable. – aceptó la profesora, y desde debajo de su túnica sacó algo que Claire no veía desde que dejara el Reino Unido; una caja de galletas dulces de Honey Dukes. – Podríamos comer de éstas también, recuerdo que siempre las comías cuando estabas en Hogwarts.
Los ojos de Claire brillaron con emoción y nostalgia.
- Dios mío, no he comido una de estas en años. – dijo Claire, tomando la caja. – Muchas gracias.
Dumbledore les sonreía.
- Yo aceptaré una taza también. A menos que tengas algo más fuerte. – dijo el anciano.
- Tengo algo de bourbon. – pensó Claire. – Producciones muggle, claro. Algo local.
El anciano asintió, sonriendo.
- Vengo en seguida. – sonrió la joven. – Por favor, pasen y siéntense.
Les indicó el camino hacia la sala, donde podrían sentarse en el sofá frente a la mesita de café. Claire entró en su cocina y, con un toque de su varita, hirvió el agua y preparó el té suficiente para dos tazas. Puso las galletas en un plato, y finalmente le sirvió al profesor Dumbledore un poco del whisky de la botella que tenía en la alacena antes de regresar a la sala, llevando todo en una bandeja.
- ¿Y qué los trae a Estados Unidos? – preguntó Claire, casual, poniendo frente a cada quien su respectiva bebida. - ¿Cuándo llegaron?
- Llegamos hace unos minutos. – respondió Dumbledore, esperando a que ella tomara asiento en un sillón individual junto al sofá, mirándolos. – Vinimos directamente hacia acá.
Claire, quien tenía en su mano su taza de té, se quedó con ella a medio camino desde la mesita hacia sus labios. Aquello… era raro. Estaba bien que fueran a visitarla, pero hacerlo de primeras apenas al llegar después de un viaje tan largo y a esas horas de la noche… solo podía significar que se encontraban ahí porque su asunto era directamente con ella.
Ella era muy inteligente, y estaba al tanto de las noticias del mundo mágico, sobre todo sobre los últimos acontecimientos en el Reino Unido, y no demoró mucho en conectar los puntos. El supuesto regreso del Señor tenebroso, la muerte de un estudiante en Hogwarts que lo demostraba, el profesor falso que se había infiltrado en el colegio de magia durante aquel curso pasado.
- Así que… es cierto. – Claire puso su taza de regreso sobre la mesita. – Ha vuelto…
- Me temo que sí. – confirmó Dumbledore, bebiendo un poco de su whisky. Claire asintió. Si él era quien lo decía, ella lo creía ciegamente.
- Ya veo. – murmuró, haciendo más conexiones mentales. – Y asumo que la información al respecto ya ha dividido a aquellos que prefieren no creer, de aquellos que no creen simplemente y de aquellos que si creen y saben.
- Efectivamente. – dijo la profesora McGonagall, bebiendo de su té.
- E imagino que, como la última vez, ya se están organizando contra sus acciones. – miró a ambos a los ojos. Dumbledore asintió, sonriendo.
- Así es. Y eso es parte de lo que nos trae aquí. – dijo el director.
Claire se quedó en silencio unos segundos, pensando en lo que aquello podría implicar. Y entonces agarró una galleta y le dio un pequeño mordisco. El sabor sublime era exactamente como lo recordaba, y no pudo evitar sonreír. Miró a sus antiguos profesores, esperando que continuaran, aunque ya sospechaba de lo que se trataba.
- La Orden ha vuelto a formarse, y estamos buscando nuevos aliados. – continuó Dumbledore. Claire sabía de lo que hablaba. Si bien no había formado parte de ella la primera vez, puesto que solo era una niña cuando el señor Tenebroso cayó por primera vez, sabía de aquella organización por el hecho de ser una hija de muggles, quienes eran unos de los grupos protegidos por la Orden. Incluso aunque originalmente la existencia de la Orden debía ser secreta, al igual que con la organización de Mortífagos, su existencia se hizo conocida gracias a sus propios rivales. – Y siendo franco, quiero, como líder de la Orden del Fénix, que formes parte de ella.
Claire alzó su taza de té y bebió un sorbo.
- ¿Por qué yo? – preguntó.
- Porque, querida, en estos tiempos necesitamos a los magos y brujas más capaces que podamos reunir. El-que-no-debe-ser-nombrado ya ha reunido a sus más fieles seguidores, y se encuentra reformando su ejército mientras hablamos. – dijo McGonagall.
Claire suspiró. Nunca había llegado a comprender la extensión del peligro que representaba el Señor tenebroso, puesto que la inocencia de haber sido una niña recién integrada al mundo mágico al momento de su desaparición lo impidió. Ahora, de adulta y sabiendo todo lo que sabía de aquella época oscura, era algo distinto.
- Haré lo que esté a mi alcance para ayudar. – dijo, esbozando una sonrisa.
- Excelente. – dijo Dumbledore, sonriendo complacido.
- Pero… ¿qué podría hacer desde aquí? – quiso saber la joven. – Al otro lado del mundo.
Se inclinó y apoyó su espalda contra el respaldo del sillón.
- Me alegra que preguntes eso. – el profesor dejó su vaso sobre la mesita de café y cogió una galleta. – Desde que la noticia sobre el regreso de Voldemort se extendió, he tenido un problema, comprensible, claro, para encontrar a un profesor que imparta Defensa Contra las Artes Oscuras este año.
Claire abrió los ojos como platos; aquello sí que no se lo esperaba, si es que se trataba de que su nueva sospecha fuera cierta.
- ¿Y…?
- Lo que Albus quiere pedirte, querida, es que tú tomes el cargo este año. – explicó la anciana.
- ¿Yo? Pero… de seguro hay gente mucho más capacitada que yo para… - Claire negaba con la cabeza mientras hablaba. No sólo no creía lo que escuchaba, sino que a la vez ponderaba lo que significaría aceptar aquello. Toda su vida se hallaba en Estados Unidos. Su carrera, sus investigaciones… tenía clases que comenzar a dar en Agosto en la universidad.
- Pero como ya te dije, la gente rehúye al cargo debido al temor y a una rivalidad unilateral que parece haberse formado entre el Ministro de Magia y yo. – explicó Dumbledore. – Además, eso de estar más calificado para el cargo, en este caso, sería solo debido a la edad. Eres más joven que los otros profesores, pero tu conocimiento no tiene nada que ver con tus años de vida.
- Tus TIMOs y EXTASIS siguen siendo los mejores de tu generación. – le recordó McGonagall, con un brillo de orgullo en los ojos. – No solo en Defensa Contra las Ares Oscuras o Transformaciones, sino que en todos los exámenes que presentaste.
Era natural, tal vez, que McGonagall lo recordara, pues sus Matrículas de Honor habían sido adjudicadas por una estudiante de Gryffindor.
- Pero… ya no uso tanto la magia como antes…
- ¿Y qué mejor manera de recuperar el hábito que enseñarla? – preguntó Dumbledore, sonriendo.
Claire se quedó mirándolo a los ojos. Estaba claro que era una necesidad que requería ser cubierta, o no insistiría tanto en aquello. Ni siquiera hubiera viajado tan lejos si no fuera así.
- Nunca he enseñado magia…
- Bueno, es más o menos lo mismo que las clases muggles. – dijo el anciano. – Y eso, estoy seguro, no tengo que explicártelo. ¿Verdad? ¿Dra. White?
Ahí sí que la había pillado.
- Querida, sé que implicaría dejar toda tu vida aquí atrás, durante al menos un año. – dijo McGonagall, seria. – Pero en estos momentos, se está formando una guerra, y realmente necesitamos de toda la ayuda que podamos conseguir.
La joven los miró a ambos. Ellos dos le habían enseñado tanto de niña. Ella había sido la jefa de su casa en Hogwarts, y su profesora preferida si debía agregar. Y él era uno de los hombres más sabios del mundo mágico, y uno de los más respetados por ella. Y le pedían ayuda…
Claire esbozó una sonrisa, resignada.
- De acuerdo. Lo haré. – dijo finalmente, ganándose una sonrisa de los que ahora eran sus colegas.
