Nota: Historia escrita para LeCiel, del foro Proyecto 1-8.

Sumario: Universo alterno. Takeru es acechado por recurrentes pesadillas en donde intenta salvar a Hikari, pero la pierde una y otra vez. Le parecen tan reales, que comienza a cuestionar la realidad. [Takari] [Mimato]

Disclaimer: Digimon Adventure no me pertenece.


LA PARADOJA DE SCHRÖDINGER

Capítulo I


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«Cuando el sistema cuántico se rompe, la realidad se define. Este proceso de tránsito de la
realidad cuántica a nuestra realidad clásica se llama decoherencia, y es la responsable
de que veamos el mundo tal y como lo conocemos. Es decir, una única realidad.»

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Lo sospechó cuando vio el camión de la mudanza sobre la calle donde ella vivía; incluso se vio tentado a picar un hombro y cuestionar el trabajo de un hombre. Pero qué caso tenía, cuando era tan evidente.

Era el primer día de abril. La tarde prometía pétalos rosas, y se suponía que estarían en el parque Ueno, celebrando el hanami con un picnic preparado por ella. Quién iba a pensar el año pasado, que el bentō que compartieron aquella vez, habría sido el último.

Se halló un poco nervioso, aún colgado de la esperanza de que quizás estaba equivocado y no era la casa de ella la que desalojaban. Pero qué pavor le tenía a subir las escaleras y averiguarlo por su cuenta.

Los hombres de la mudanza iban y venían, mientras él subía las escaleras sin ninguna prisa, esperando no encontrarse con la puerta de su departamento abierta. No venía preparado con despedidas, y cuando subió el último escalón, pidió no encontrarla al final del pasillo. Pero ahí estaba ella.

La halló recargada en la pared junto a su puerta, con la mirada vacía y la cabeza agachada. Takaishi Takeru rayó la ridiculez al aferrarse a la posibilidad de que tal vez no era su casa la que desalojaban, sino la del vecino.

Apremiaba que alguien apareciera y le aclarase que todo lo que entraba al camión de la mudanza en esos momentos, no estaba al nombre del hermano mayor de ella. Pero nadie lo hizo.

Ver a Yagami Taichi salir del departamento con una caja en manos le confirmó sus temores. Su garganta se anudó cuando pasó a su lado indiferente, sin siquiera mirarle, como si no estuviese allí parado en lo absoluto.

Vio a los mismos hombres llevarse sus muebles, pasándole encima y de paso haciéndole sentir sobrado, porque quizás eso era: un sobrado y un cobarde por no cruzar el angosto pasillo que los separaba.

Sus labios temblaron, y revivió al chiquillo que aún buscaba la figura de su hermano mayor, para pedirle ésta vez que hiciera entrar en razón a Taichi, como tantas veces lo hizo. Pero Yamato no estaba, y él no era quién para siquiera intentarlo.

Caminó entonces en dirección a ella, aún sin saber qué palabras serían las últimas que le diría y que ella después recodaría. Caminó como si de pronto la gravedad hubiese aumentado, y el universo le gritara «detente». Pero llegó hasta ella y se puso de frente.

Yagami Hikari terminó por mirar los desgastados tenis de él, ésos que llevaban rayados sus firmas. Recordó aquél atardecer en el que en silencio se prometieron ser incondicionales. No levantó la mirada, pero su rostro se contrajo sin que él pudiera notarlo.

—Hikari…

Acarició con el dorso de su mano la piel de su brazo; estaba descubierta, helada. No había rastro de la chica siempre preocupada por coger una fiebre en primavera. Las palabras se amontonaron en su garganta, pero no dijo nada; se despojó de su abrigo, y le cubrió sus menudos hombros. Con las manos metidas en los bolsillos observó, como ella, sus nombres grabados en la tela.

—No sabes cuán…

—Lo sé —le interrumpió ella—. Sé cuánto lo lamentas.

Alzó la mirada sobrecogido y se sintió estúpido al venir con frases genéricas que ofendían sus años de relación. Se recriminó, con cierto pesar, que la vida real no era como la pintaban en las novelas que leía después del colegio, y que no había nada mágico en lo que estaba ocurriendo en esos momentos.

—Dime a dónde te irás, y prometo visitarte cuantas veces pueda.

Pero Hikari no le contestó. Si bien le mencionó la semana pasada por teléfono, o más bien, le advirtió que tal vez llegarían a mudarse al sur del país, no imaginó que todo sucedería tan pronto. Llegó a preguntarse si acaso ella ya lo sabía desde antes de coger el teléfono esa vez.

—Esto no tiene por qué terminar hoy, Hikari —sopesó él.

Ella levantó la mirada, y le miró de una manera tan condescendiente que terminó por herirlo. Verla tan decidida le calaba; estaba tan en paz con la decisión, que quiso pensar que era por el propio peso de la pérdida de sus padres lo que le hacía sobrellevar la ruptura con esa cara, y no otra cosa.

—Hikari —habló el mayor de los Yagami—. Ya es hora.

El moreno cerró la puerta tras de sí para siempre, y sin voltear a ver al rubio se despidió de él con un murmuro que apenas se alcanzó a escuchar. El camión de la mudanza los esperaba allá abajo, y mientras el mundo se desmoronaba bajo sus pies, le suplicó una vez más con la mirada.

—Hikari… —quebró su voz.

Cogió su brazo, incapaz de dejarla ir así nada más. Los labios de ella temblaron entonces; ciñó el abrigo sobre sus hombros, buscando los brazos que no la abrazaban en esos momentos.

—Esto no es un adiós —le dijo, con esa inconfundible voz suya, tan serena y confiada de sus palabras.

Pero él lo sentía como tal. Se sintió ridículo deteniéndola ahí mismo, como si fuese posible impedir lo inevitable. La soltó bajo la promesa que ella después le susurró al oído. Una promesa a la que se aferraría tan pronto como llegase a casa.

Era precipitado suponerlo, pero ya desde ese momento lo sospechaba: las primaveras no volverían a ser las mismas sin ella.

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Le extendieron una papeleta, y comenzó a repasarla. Que los años se le escapasen entre anaqueles y ficheros podía solaparlo con indulgencia, pero eran las cinco de la tarde, y no tardaba en llegar su cuñada con la comida en desechables, para recordarle lo poco que se cuidaba.

Selló la papeleta después de mirarla muy por encima, y se levantó de aquél escritorio de madera que hedía a reliquia, pero que tanto estimaba. Con la punta de sus dedos recorrió cada lomo de los libros acomodados en las estanterías, y se detuvo en uno en especial. Acarició con su dedo medio el empastado azul prussiano, y lo extrajo de su lugar por segunda vez en el día.

Alguna vez debió ocurrírsele mientras estudiaba literatura en la universidad de Tokio, que probablemente terminaría de fichero en la biblioteca nacional de la Dieta, en el sobrio barrio de Chiyoda. En los días más optimistas fingía coger experiencia a través de los libros, como si saliese del edificio y explorase el mundo por su propia cuenta. Otros días simplemente se anclaba detrás de su escritorio y leía poesía trovadoresca una y otra vez.

Afuera la lluvia caía caprichosa; a veces venía, otras veces se iba, pero no importaba en realidad. Pasaba más tiempo en la biblioteca del que le pagaban, y poco reparaba en esos cambios.

Repasó la misma hoja que tanto le estaba costando leer esa tarde; con su dedo índice siguió las palabras de cada oración, y con los brazos acogiendo el libro intentó sumirse en él. Ante el azotón de puerta y, siendo que sólo podía tratarse de una persona a esa hora, levantó la mirada del libro.

Oyó un taconeo vivo y flamenco, y pensó «debe ser la comida que no pedí». Con pesar regresó el libro a su lugar.

—No hace falta que me traigas de comer todos los días, Mimi… —volvió a insistir con calma mientras salía de los estantes, como si ésta vez fuese a escucharlo.

Su cuñada siempre llegaba con un escandaloso ajetreo que aniquilaba con la atmósfera de la biblioteca. Ese acelerado ritmo que se coge en la ciudad a ella le sentaba fenomenal, como si lo sobrellevara con gracia y talento. A más de uno dejaba perplejo por la manera en que conseguía coordinar las palabras atropelladas con su inquieto lenguaje corporal.

Llegó y abrió las persianas de un solo tirón.

—Adivina cuál fue el platillo del programa de hoy —dijo, con esa sonrisa que no había aflojado desde que entró, mientras sacaba los desechables de las bolsas—: Americano. Costilla de cerdo en salsa de barbacoa.

Takeru imitó a su cuñada y tomó asiento en su escritorio. Desenvolvió con cuidado los emparedados de costilla mientras escuchaba el monólogo de su día en el estudio, y de la incompetencia de su nuevo maquillista que no lograba realzar su estructura ósea como solía hacerlo el anterior.

No le constaba, pero que Tachikawa Mimi lo visitara a diario en los últimos meses, tenía que ser idea de su hermano mayor. Todo el asunto había comenzado cuando lo visitó al departamento y notó su pérdida de peso y de color. Pero tenía razón. Llegaba a abstraerse tanto en la biblioteca que se olvidaba de comer.

—¿Cómo va tu novela?

—Igual que hace un año —contestó entre bocados—: varada.

—Bueno, ya se te ocurrirá algo, ¿no?

Estimaba cada uno de los intentos de su cuñada por hacerle plática, pero cuando le recordaba sus fracasos, contribuía a su hundimiento.

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Hiroaki tenía una manera más paternal de plantear su preocupación al más reciente episodio de su vida, que era la postergación de la misma.

—Te ves fatal —sorbió de su café—. Díselo, Yamato.

—Ya se lo he dicho, papá —canturreó su hijo mayor.

Takeru deslizó la mirada hasta su hermano, y lo miró defraudado. No podía diferir con la opinión popular de la mesa, ni desviar la atención del tema. Su padre estaba obstinado en señalar, como ya comenzaban a acostumbrar cada domingo por la noche, el desperdicio de su potencial, y de paso, de su propia vida. Era la más reciente tradición familiar Ishida.

—Eres joven, y tienes talento. Sácale provecho, que al menos una no te durará para siempre.

Pero no era como si lo hiciera apropósito. Todo era muy redundante, y si no fuese por su paciencia, ya estaría harto del tema. Las intervenciones de su madre tampoco eran muy distintas, y a Yamato le bastó con decírselo sólo una vez. Si viera a sus amigos más seguido, seguro que ellos también se les unirían a su familia.

—Al menos recuperaste peso —señaló Hiroaki—. Lo bueno que a Yamato se le ocurrió pedirle a Mimi que te llevara de comer.

Ahora le constaba, y no era suposición ya. Vio a Yamato rodar los ojos y reprocharle con la mirada a su padre por delatarle de esa manera. Que si hubiese estado Mimi en esos momentos, seguro que entre ella y su padre se intercambian argumentos, como lo importante que es tomar el sol para fortalecer los huesos y equilibrar el colesterol.

Sólo a veces cuando su hermano tenía noticias del observatorio astronómico conseguía distraer a Hiroaki del tema.

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Podría aislarse hasta desvariar, pero de nada iba a ayudar. Ocupó la mañana para estirar las piernas y de paso agarrar un poco de color. Caminó hasta la cafetería más cercana bajo el pobre pretexto de ir por un café, cuando en la misma biblioteca contaban con una sofisticada cafetera, de ésas con pantalla táctil y acabado de aluminio.

Desde la fila alcanzaba a escuchar el recital de la dependienta sobre la más extensa variedad de presentaciones. Le agobiaba oírla una y otra vez mientras la fila avanzaba milimétricamente y el murmullo mundano se hacía cada vez más presente. Ahora lo entendía. Podía entender a qué se refería su hermano cuando le decía que necesitaba salir más.

De algún modo ahí estaba él, esperando que la tierra se abriera y se tragara la desesperanza. Que del cielo bajara la benevolencia, y con ella, un poco de magia se esparciera en las banalidades.

Llegó hasta la caja y la monótona voz de la dependienta terminó de fastidiarle. Decidió cortarle a mitad de su monólogo consumista.

—Sólo quiero un maldito espresso.

—¿Takeru?

Volteó, encontrándose a quien menos esperaba coincidir en medio del arrebato de su vida.

Hikari…

Entonces deseó que la tierra se lo tragara únicamente a él. Aclaró la garganta e incluso corrigió con un «por favor, señorita» a la dependienta, enmendando su error. Hikari observó curiosa la interacción entre la dependienta y él.

Encontrarla a ella al final de la fila sentenció cualquier sensación de liberación. Decir que se hallaba sorprendido era poco; era más un arrebato de aliento, una sacudida violenta, un mareo súbito, y al mismo tiempo un bálsamo de emociones cálidas incinerando sus entrañas. Era caos y calor, mucho calor.

Cogió el envase con un temblor de manos que nadie notó, y se acercó a ella.

—Regresaste… —apuntó él, aún debatiéndose si lo que sentía al verla de vuelta era ilusión, o mera sorpresa.

Ella en cambio, le miró sin temor a averiguar lo que sentía al verle después de tanto tiempo.

—No has cambiado nada, Takeru.

El rubio pensó «serás la única que piensa eso», mientras agachaba la cabeza para ocultar su sonrisa avergonzada. Quiso decirle que ella sí lucía diferente. Que de hecho, estaba más hermosa de lo que la recordaba. Que le sentaba fenomenal aquél par de centímetros que dejó crecer de su cabello, y que sus ojos brillaban con una madurez superior a la de su edad.

—Tú tampoco has cambiado, Hikari.

Ella acomodó un mechón detrás de su oreja, y él recordó lo mucho que había extrañado aquél gesto. La invitó a sentarse, cuando su plan inicial había sido regresar a la biblioteca. Ella abrió su envase, y puso canela de más a su capuchino. El rubio amplió su sonrisa; Hikari no había cambiado ese gusto, lo que le hacía contemplar la idea de que aún la conocía.

—Cuéntame. ¿Cuándo regresaste?

—No tiene mucho que regresé de Nagasaki, a decir verdad —respondió, mientras revolvía el azúcar.

Takeru ni se había enterado que ella volvió a mudarse en los años que dejaron de hablarse. La última vez que recibió un correo suyo tenía entendido que vivía en Fukuoka, y que a su hermano le estaba costando retomar sus estudios.

—Busqué empleos en Tokio por internet, y recién ayer me entrevistaron —dijo, y después sorbió de su vaso—. Si todo sale bien, mi estadía será permanente.

Ella limpió con una servilleta la espuma de su labio superior, con ésa sonrisa tan prudente y serena, que no por su simpleza significaba menos. Cada uno de sus gestos eran genuinos, y a Hikari nunca le faltó expresarse de más para que él la entendiera.

—¿En qué escuela? —le preguntó, esperando que ella no hubiese cambiado de vocación.

—En la escuela pública de Hibiya.

Takeru soltó una sonrisa, casi sin poder creérselo.

—¿Qué sucede? —inquirió congraciada.

—Está cerca de la biblioteca donde trabajo, la nacional de la Dieta.

Ella, al igual que él, sonrió con ese brillo que delataba su ilusión.

—Te la has de pasar leyendo todo el tiempo, ¿no es así?

Takeru no pudo negárselo y asintió, feliz de que ella aún lo conociera. Sorbió de su envase, y continuaron platicando sin reparar en la gente que iba y venia, en el reloj avanzando, incluso después de sus envases vacíos. Al rubio no pudo importarle menos su trabajo, y pidió desde un mensaje que le reemplazaran.

Hablaron de todo aquello que ella no pudo expresar en los primeros correos, y de todo lo demás después de que dejara de escribirlos. Habían sido tres correos los que le mandó, y Takeru se los sabía de memoria. Él todavía mandó dos más que ella, y esa tarde no explicó el por qué jamás los contestó. No le urgía saberlo de todos modos.

—Yamato desde entonces trabaja en el observatorio nacional de Japón —relató—. Pero lo asume como quien no quiere la cosa, ya sabes cómo es.

—Sí, puedo imaginármelo —rió, jugando con su vaso—. Me alegra oír que le va bien.

Ella suspiró, y él entornó la mirada, observándola de reojo.

—Me alegra que estés de vuelta, Hikari —confesó, más serio de lo que quiso.

—Te prometí que regresaría.

El rubio ladeó con la cabeza, con ésa impasible sonrisa suya.

—No iba a enfadarme si no lo cumplías.

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Era mediodía, y él aún seguía acompañándola en la mesita redonda donde acababan de desayunar. Giraba la tacita de té sobre el plato, dejando el tiempo pasar mientras la escuchaba trabajar. Había algo reconfortante en la silente compañía de su madre.

—El otro día coincidí con Hikari.

Takaishi Natsuko tecleaba con dedos diestros, mirando por encima de sus diminutas gafas. A cualquiera le habría parecido que no lo escuchó, pero Takeru no impacientó. Su madre tenía ésa manera tan prudente y calmada de ser, que ni en sus peores días se atrevía a apresurarla.

La mujer después congeló sus dedos sobre el teclado.

—¿Hikari, dices? —frunció su ceño.

Takeru se mantuvo encorvado; codos sobre la mesa, manos apresando la pequeña taza de cerámica. Reparó en los años que ya habían pasado como para que su madre olvidara la única novia que le llegó a presentar. La que alguna vez ocupó el tercer asiento de aquella mesa para tres.

—Yagami —intentó una vez más.

Su madre lo meditó en silencio, o eso disimuló. Estaba muy concentrada en su trabajo.

—Ya la recuerdo —dijo al cabo—. ¿Cómo le ha ido?

Takeru no estaba convencido, pero no quiso contrariarla; era evidente que su mente estaba en otro lugar.

—Bien… supongo.

Natsuko siguió leyendo y tecleando. «Han pasado nueve años después de todo», pensó él.

—¿Por qué no vino Yamato hoy? —preguntó ella de repente.

El rubio picó con su tenedor la rebanada de pastel de zanahoria que Natsuko preparó para los tres. Su hermano mayor ya se había demorado en llamarles para excusarse con pendientes inventados. A veces se preguntaba si su madre le hacía esa pregunta adrede cada sábado.

—Me dijo que hoy no podía venir, pero que la próxima semana traería el pastel —mintió Takeru.

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«Despierta».

Había agua debajo de él; la sentía acariciar el contorno de sus orejas, pero ésta no empapaba su cabello, ni su piel. La reverberación de la lámparas le cegaba, era casi surreal y el tiempo tan relativo.

Se levantó del piso, y las gotas resbalaron intactas de sus prendas. Un pasillo verde menta se extendía delante de él hasta perderse en la oscuridad, las luces colgadas del plafón desvencijado parpadeando al final de éste. Le pareció haber estado allí por horas, pero eran sólo segundos.

Caminó por inercia, sin reparar hacia dónde iba. No era sólo un pasillo, era una maraña de corredores y salidas de emergencia que no llevaban a ningún lado. Está confundido.

«Despierta».

No sabe dónde está, y no se lo pregunta tampoco. Caminó hasta llegar al cruce de pasillos.

Volteó indiferente a su derecha, una figura esbelta al otro lado le mira de vuelta, de extremidades desproporcionadamente largas y de postura encorvada. Es lumínica, no tiene piel. Le mira sin ojos además.

Takeru no siente curiosidad, ni temor, a pesar de la naturaleza lúgubre del pasillo. Caminó hacia él, atravesando el umbral de suspenso, esquivando el cableado de las instalaciones pendiendo de los plafones rotos y ausentes. Notó que el ente no tenía labios, sino una abertura horizontal que se extendía por toda la mandíbula.

El ente se desplaza parsimonioso, difuso, a un ritmo repetitivo, casi a cámara lenta. Takeru pareció coger el mismo ritmo mientras se adentraban a la habitación. La halló vacía al principio, hasta que notó una camilla ocupada en una esquina. Hikari era quien la ocupaba.

Está sentada, cabizbaja hasta que nota su presencia y levanta la mirada, sonriéndole serenamente. Desde la concavidad de donde se supondría estaría su ojo derecho, se asoma una densa oscuridad. Una pequeña gota carmín escurre de él.

«Despierta».

Takeru finalmente despertó sobre su cama, empapado en sudor.

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Notas del autor:

Hanami - Es la tradición japonesa de observar los cerezos; comienza a finales de marzo a principios de abril, que es cuando florecen por todo Japón. Los japoneses acuden en masa a parques y jardines a contemplar las flores de sakura, habitualmente realizando un picnic.

Parque Ueno - Es un parque en Tokio que cuenta con numeroso árboles de cerezo; es el más visitado para celebrar el hanami.

Bentō - Es una ración de comida sencilla preparada para llevar. Tradicionalmente el bentō suele contener arroz, pescado o carne y una guarnición o acompañamiento, por lo general a base de verdura.

Biblioteca Nacional de la Dieta - Es la única biblioteca nacional de todo Japón. Se establece para ayudar a los miembros de la Dieta de Japón en su labor de administración pública.

Dieta de Japón - Es la asamblea máxima de poder del estado de Japón de acuerdo con la Constitución japonesa.

Chiyoda - Es uno de los 23 barrios especiales de Tokio. Su nombre significa "campo de mil generaciones", y en ella se encuentran varias instituciones gubernamentales.