Ahora que he reordenado un poco mejor mi vida, ¡estoy de vuelta! Nueva vida, nuevo fanfic e incluso nueva temática. Dedicado a todos aquellos y aquellas que, al igual que yo, han aprendido tras el matrimonio que el cuento de hadas hay que currárselo a diario.

Como de costumbre, publicaré todos los domingos desde hoy a no ser que algo de fuerza mayor me lo impida.


Prólogo

Podría tomarse un refresco en cuanto terminara de desatascar la fregadera. Llevaba por lo menos una hora ahí y lo único que sabía con absoluta certeza era que tenía todo el chándal lleno de mugre. Era su chándal favorito, con el que más cómoda se sentía, ya que cubría su evidente aumento de peso. Tendría que echarlo a lavar, lo que no dejaba de molestarle porque lo cogió del armario esa misma mañana. Ya había hecho la colada de ese día, pero siempre surgía algo que alteraba sus planes. Si no se trataba de su chándal, se trataría de los niños cubiertos de barro cuando regresaran del colegio.

De solo pensar en tener que volver a pasar la fregona por todo el suelo cuando lo mancharan con sus pisadas, se le instalaba un cosquilleo de pura rabia contenida en la boca del estómago. No hacía más que repetirles que tenían que quitarse los zapatos en la entrada, pero nunca hacían caso de nada. Por más que intentaba ser una madre comprensiva que no los regañara en exceso, no podía evitar que le sacara de sus casillas el hecho de que nunca obedecieran; eso por no mencionar que su marido nunca la defendía. Siempre estaba demasiado ocupado corrigiendo trabajos y exámenes, o viendo partidos de fútbol en el Canal Plus y documentales del canal Natura. Apenas le dirigía un saludo y un beso en la mejilla cada día. Podría decirse que así había acabado el que iba a ser su feliz matrimonio.

Suspiró aliviada cuando por fin dio con el origen del atasco, y limpió todo el desagüe. Se quitó los guantes cubiertos de mugre y abrió la llave del grifo. El agua caía con total normalidad. Ya solo le quedaba limpiar la fregadera, toda la encimera, el armario de abajo y todos los instrumentos que había tenido que utilizar. Cuando al fin terminara, podría sentarse un rato en el sofá y descansar. Quería tomarse su refresco de propina de una buena vez.

No fue hasta después de tres cuartos de hora que pudo coger una Coca Cola de la nevera. Consultó el reloj, y frunció el ceño al percatarse de que su marido llegaría a la casa con los niños en quince minutos. Apenas había tenido un respiro en todo el día. Se dirigió hacia el salón para aprovechar los minutos de descanso que le quedaban, pero la suerte no estaba de su lado. El teléfono empezó a sonar de forma insistente, exigiéndole que lo atendiera. ¡Ni quince míseros minutos de descanso! Se sentía hastiada y cansada de vivir una vida aburrida, sosa y terriblemente predecible. Aquello no era el maravilloso futuro con el que soñó cuando dijo el "sí, quiero".

Cogió el teléfono y contestó con desgana.

— Aquí la familia Taisho.

— ¡Kagome!

Era la voz de Sango, su mejor amiga. Parecía alterada; por fin algo de acción.

— ¿Qué sucede? — preguntó.

— ¡Dios! Ahora no sé si he hecho bien en llamar… verás… No sé si debería decírtelo, pero es que todo el mundo lo comenta… — la escuchó cavilar — Te terminarás enterando…

— ¿Enterándome de qué?

Cuando Sango la llamaba, conseguía ponerla de los nervios. Casi todas sus conversaciones eran exactamente así. Quería decirle algo, pero, a la hora de decirlo, dudaba y pasaba unos minutos diciendo los pros y los contras de decírselo. Ella esperaba al otro lado del teléfono con una paciencia infinita. Para cuando al fin soltaba prenda, había perdido todo interés en la noticia.

— Bueno, creo que es mejor que te enteres por mí y no por otra persona…

¿Enterarse de qué? No solía ser tan rápida en sus cavilaciones. ¡Eso tenía que ser algo importante!

— Hay ciertos rumores en el instituto sobre Inuyasha... — musitó — Rumores muy peligrosos…

¿Rumores? ¿Qué rumores? ¿De qué demonios le estaba hablando Sango? ¿Por qué un rumor iba a ser peligroso? ¿Por qué se rumoreaba sobre su marido? Algo se revolvió en su interior. No le gustaba el rumbo de esa conversación; no estaba preparada.

— No entiendo…

— Verás, hay una alumna que… bueno, tu marido… — suspiró — ¡No sé cómo explicártelo!

Y ella no podía esperar más. De repente, se dio cuenta de lo mucho que necesitaba que Sango se aclarara de una maldita vez. No quería pensar mal sobre Inuyasha, pero sus palabras solo la estaban llevando a eso. ¿Qué pasaba con Inuyasha y con esa alumna?

— Se rumorea que tiene una aventura con una alumna de Bachillerato.

La casa se le cayó encima en ese instante. ¿Su marido tenía una aventura? El hombre que salió corriendo de su clase para ir a buscarla a la estación de tren y suplicarle que no se marchara, ¿tenía una aventura? Le pidió matrimonio, le juró amor eterno y fidelidad y prometió que ella sería la única incluso después de la muerte. Prometió hacerla la mujer más feliz sobre la tierra. Sin embargo, ella no podría sentirse más infeliz que en ese momento, en esa vida de mierda. No había cumplido ni una sola de todas aquellas promesas. ¿Por qué iba a sorprenderle que se personificase en aquella adolescente otra decepción más?

Aunque tenía unas ganas locas de llorar, sacó la entereza para no sucumbir al llanto. Por el contrario, continuó al teléfono, exigiendo más explicaciones. Quería cada detalle sobre esa aventura.

— ¡Cuéntamelo todo! — exigió.

— No sé si deberías…

— ¡Habla!

Sango suspiró al otro lado del teléfono y cogió aire para empezar a hablar.

— Yo me he enterado por mi Alex; él se ha enterado en su clase.

¿En su clase? Alex iba a primaria, como sus hijos. ¿Y si sus hijos lo sabían? ¿Y si pensaban que ella era una madre y una esposa terrible, y preferían a la otra? Sintió pánico en ese momento. Sintió que las piernas empezaban a hundirse en arenas movedizas mientras se alzaba sobre ella la sombra de una figura juvenil que iba ganando terreno, apoderándose de su hogar y de su familia.

— No sé si lo sabrán tus hijos… — admitió Sango desde el otro lado del teléfono — Ellos aún son muy pequeños y Alex pasa el año que viene a secundaria…

— S-Sigue, por favor… — pidió con voz entrecortada.

— Los alumnos dicen que Inuyasha le presta más atención a esa chica, que la mira de una forma… ¿Cómo decirlo? — meditó — ¿Especial?

Con deseo querría decir, seguramente. Agradecía los intentos de su amiga por maquillar un poco la realidad para ella, pero no era en absoluto necesario. Ya tenía el corazón roto.

— Ella se jacta de tener al profesor en la palma de su mano… — musitó — En realidad, nadie ha podido confirmar del todo que haya una relación, pero se sabe seguro que esa chica está detrás de él…

Esa chica joven y atractiva iba a la caza de su marido. ¿Qué podía hacer ella? Ya no era esa muchachita de veintidós años con estudios, belleza y sueños en la vida. No sabía que había sucedido con esa joven; solo sabía que un día se esfumó y dio paso a esa ama de casa amargada que limpiaba, cocinaba y regañaba a sus hijos. ¿Qué había hecho con su vida? Seguro que Inuyasha se había buscado a otra porque ella no era suficiente. Porque ella ya no era la mujer de la que él se enamoró. ¿Dónde estaba Kagome Higurashi? Ella lo sabía bien. Estaba bajo los quince kilos que había engordado desde que se casó.

— ¿Cómo se llama ella? — le preguntó — ¿Lo sabes?

— Sí, pero prométeme que no intentarás matarla.

— ¡Sango, por favor! — enrolló el cable del teléfono entre sus dedos — No intentaría nada como eso…. solo necesito saberlo…

— Kikio Tama.

Kikio Tama. Sonaba a jovencita con pirsin en el ombligo, tatuaje en el culo, lencería picante y habilidad para engatusar a los hombres. ¿Cómo sería? Seguro que Kikio era todo lo que ella ya no era. ¿Por qué iba a extrañarle que su marido buscara a otra?

— Kagome, te repito que nada de esto está confirmado. Solo son rumores. — escuchó al otro lado del teléfono — Te lo he dicho porque prefiero que lo sepas por una amiga que por cualquier conocido que solo quiera hacer daño. A lo mejor solo son inventos de una tonta niña de instituto…

O a lo mejor era la única verdad que escuchaba en años.

— No dejes que te afecte y no juzgues a Inuyasha sin confirmarlo, por favor.

Cuando colgó el teléfono, sentía ganas de vomitar. Dejó la Coca Cola que había cogido sobre la mesa del teléfono, sin haberla probado tan siquiera y tuvo que apoyar las manos y la espalda en la pared para no caerse al suelo de bruces. ¿Qué estaba sucediendo? Nada en su vida tenía ya sentido. Hubo un día en el cual habría jurado que Inuyasha la amaba más que a nada en el mundo, pero hacía años que ni se lo planteaba. Hacía años que ni siquiera pensaba en el amor. ¿Cuándo fue la última vez que hizo el amor con su marido? Ni siquiera lo recordaba. De hecho, creía no haberlo vuelto a hacer después de tener a su segundo hijo.

Se acercó a la repisa de la chimenea y tomó una vieja fotografía de ella. Era joven y bella. Su cabello azabache lucía brillante y sedoso con sus naturales rizos. Sonreía con una dentadura perfecta y un brillo soñador en la mirada. Se había arreglado con rímel, polvos y brillo de labios. Estaba delgada y cuidaba su aspecto. ¿Por qué había cambiado tanto? Inuyasha se enamoró de esa bella jovencita, no de la mujer de treinta años que parecía haber envejecido diez años más de la cuenta.

La puerta de la entrada se abrió abruptamente. En seguida se oyeron las voces de sus hijos, que competían para contarle a su padre lo que habían hecho en clase. A ella nunca se lo contaban. Caminó hacia el corredor como un zombi, sin pensar muy bien lo que hacía y se detuvo para verlos en la entrada. Inuyasha se quitaba los zapatos, como de costumbre, y los niños habían dejado sus mochilas allí tiradas para correr a recoger su merienda. Apenas la saludaron a pasar a su lado.

— ¿Qué te ha pasado?

Inuyasha señalaba su chándal. Entonces, se percató de que, con todo el ajetreo, había olvidado cambiarse.

— La fregadera estaba atascada…

— Debiste haber llamado a un fontanero. — frunció el ceño — Te has puesto perdida. Anda, ve a cambiarte.

No le extrañaba que Inuyasha necesitara buscar consuelo en una cría. Ella debía parecer el peor error de su vida allí parada, con quince kilos de más, y un chándal lleno de mugre. Agachó la cabeza compungida y dejó que Inuyasha le diera un beso en la mejilla al pasar. En el pasado, él le daba un apasionado beso en los labios cada vez que se despedía y cuando llegaba. Muchas veces incluso le hacía el amor ahí mismo, pero esos años de oro ya habían pasado. ¿Qué iba a hacer a partir de entonces?