Disclaimer: Los personajes de The Hunger Games son propiedad de Suzanne Collins.


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1

TRIBUTOS

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El sol entrando por la ventana me quema las pestañas, así que me veo obligada a mover mi cuerpo sobre la cama, pero acabo por levantarme de un salto.

Hoy será un día especial. Hoy, después de años de súplicas, Linner, mi hermana mayor, por fin me enseñará a navegar.

Para muchos sería un gran problema vivir en el Distrito 4, en donde casi todo apesta a pescado (lo cual no es para nada extraño, teniendo en cuenta que somos un distrito pesquero), pero no para mí. Casi puedo sentir la fresca brisa marina removiéndome el cabello; el aire salado golpeándome en el rostro y el calor del sol acariciando mi piel… Adoro el mar; siempre le he hecho. El mar fue lo que nos mantuvo a salvo cuando el Capitolio bombardeó nuestro hogar; mi padre, junto con otros capitanes, pudo salvar a varios de los nuestros evacuándonos en barcos pesqueros antes de que el fuego lo cubriera todo.

Mis hermanas mayores y mi madre dicen que él fue un héroe. Quisiera poder recordarlo.

Recuerdo muy pocas cosas de los Días Oscuros; sólo imágenes sueltas de barcos en llamas; el Muelle destruido y cientos de embarcaciones estallando. Es extraño. Siento como si hubiesen pasado siglos desde que los rebeldes comenzaron la guerra en todo el país de Panem, aunque, en realidad, solo han pasado once años. Mi padre murió el día antes de que el Capitolio destruyera el Distrito 13 y diera fin a la rebelión, y lo único que me quedó de él es una vieja fotografía y la imagen de su barco volando por los aires guardada por siempre en mi memoria.

Me desperezo durante un rato y empiezo a peinarme antes de darme cuenta de que es el día de la cosecha.

Mi madre y mis hermanas no tienen que ir a trabajar hoy, así que deduzco que están durmiendo. Alzo la cabeza para comprobar que Linner y Vesselly siguen roncando en sus camas, y me levanto sin hacer ruido. Mis hermanas suelen preocuparse mucho cada día de la cosecha desde que el Capitolio decretó el Tratado de la Traición. Sus nombres ya no están en el sorteo, pero el mío sí.

Me pongo las sandalias, mi sombrero y trato de peinarme con los dedos. No hay problema, el sombrero lo cubre todo. Busco el bolso que uso para cargar mis pescados y tomo un poco de pan de algas y queso de la despensa antes de salir corriendo por la puerta delantera.

En esa parte del Distrito 4, a la que la que todos llaman Carnada, está, a estas horas, repleta de pescadores que preparan sus redes para una larga jornada en el mar. Hombres y mujeres de piel bronceada, cabello quemado por el sol y brazos fuertes que cada mañana extienden orgullosos sus redes de pesca y preparan los botes para empezar la jornada. Sin embargo, hoy el muelle bañado de sol está vacío, al igual que las playas, y las contraventanas de las casas de madera permanecen cerradas. La Cosecha no empieza hasta las dos, así que todos prefieren dormir hasta entonces.

Camino por las calles cubiertas de arena y atravieso la alambrada que separa la Carnada de la solitaria costa. En teoría, no podemos caminar por las playas si no estamos haciendo alguna actividad aprobada por el Capitolio, sobre todo desde que la guerra acabó; sólo debemos transitar por las calles, pero, como casi todo el mundo, me gusta acortar camino por aquí y hundir los pies en la arena húmeda.

Miro hacia el otro lado del distrito. Del lado contrario a la costa, un enorme muro nos rodea. Antes de la Rebelión de los distritos, dicho muro no existía. Cuando la guerra acabó, el Capitolio envió a construir uno en cada distrito de los doce que aún están en pie. Si bien en el Distrito 4 la valla llega solo a orillas del mar por ambos extremos, escuché por ahí que el presidente envió a poner un dispositivo de rastreo obligatorio en cada barco, y a delimitar la zona marítima con una valla submarina que se encuentras a unas doscientas millas náuticas de la costa, lo cual nos daba un amplio margen de pesca y cierta libertad para navegar, pero si te pasas de ese punto, en teoría, uno de los satélites del Capitolio te hará estallar en miles de pedazos. De esa forma se aseguran de que nadie pueda escapar por mar.

Dejo mi bolsa, mi sombrero y mis sandalias en la arena y me meto en el agua. Está un poco fría, pero el sol no tardará en calentarla. Siempre he sido buena nadando. Como no serlo, si cuando los aerodeslizadores del Capitolio destruyeron nuestro barco, mi familia y yo tuvimos que nadar por nuestras vidas. Tal vez el mar y sus aguas no me traigan los mejores recuerdos, pero es lo único que me queda, además de mi madre y mis hermanas.

La orilla se ve cada vez más pequeña cuando volteo. Nado en círculos durante un rato; me sumerjo y vuelvo a salir a flote mientras espero. Después, nado hasta casi llegar al fondo y busco la red y los anzuelos que dejé ayer. Mis hermanas dicen que tengo gran habilidad para los anzuelos y es cierto, puedo hacer uno casi con cualquier cosa.

La pesca ha sido buena. Obtengo seis langostas, tres cangrejos y una buena cantidad de sardinas. Arrastro mis presas hasta la orilla y me echo un rato bajo el sol mientras mis ropas se secan. Siempre hago eso antes de ir a vender mis presas al Muelle; ya es demasiado traumatizante tener que usar las ropas heredadas de mis hermanas, que, gracias a mi cuerpo menudo y carente de curvas, me quedan inmensamente grandes; lo último que quiero es ir paseándome por ahí como una anémona , como Linner siempre me dice que luzco por mis ropas inmenzas.

— ¡Atún mojado!

Frunzo el ceño cuando escucho esa molesta voz sobre mi cabeza, así que me levanto y lo miro. En realidad me llamo Mags, pero Booth y mi hermana Linner inventaron ese molesto apodo para mí hace unos años, y como saben lo mucho que me hace enfadar siempre suelen usarlo en mi contra.

— ¡Camarón hervido!— digo como respuesta. Booth me enseña la lengua y sonríe antes de lanzarme algo por la cabeza— ¡Auch!— me quejo, recuperando el trozo de hielo que me había arrojado— Algún día vas a sacarme un ojo, ¿sabes?

—Sólo si te arrojara un témpano en el ángulo correcto— Dice, cerrando un ojo y mirándome como si planeara el tiro. Yo sólo le regreso su trozo de hielo, y vuelve a sonreír— ¿Hubo buena pesca hoy?

—Algo.

Booth busca en mi bolsa y suelta un silbido.

—Nada mal… pero que sería del pescado sin el hielo…— exclama con aire teatral, sacando la bolsa que llevaba en la espalda y enseñándome todo el hielo que llevaba dentro.

No puedo evitar reír, siempre es así con él.

Booth ha sido mi mejor amigo desde que puedo recordar. Su padre y el mío fueron dos de los capitanes más respetados del distrito, pero el suyo se salvó de la muerte, aunque fue degradado de su cargo y ahora se ha convertido en pescador, como muchos de nosotros. Él también tenía dos hermanas, pero ellas y su madre murieron en los bombardeos de los Días Oscuros; desde entonces, a Booth le aterra el mar. Incluso, viviendo en un distrito que se dedica exclusivamente a la pesca y a todas las actividades relacionadas con el mar, extrañamente, él no sabe nadar. Muchos en la escuela lo molestan por eso, pero él lo compensa con su astucia e inteligencia.

Como Booth no sabe nadar, y, por consiguiente, tampoco pescar, éste es nuestro trato: yo pesco, él trae el hielo para los peces, me ayuda a trenzar las redes y se encarga de regatear los precios. Como ninguno tiene la edad para trabajar legalmente, es una forma un tanto informal de ayudar a nuestras familias.

— ¿Desayunaste ya?— me pregunta.

Niego con la cabeza y le enseño el pan y el queso que saqué de casa. Booth también saca unas uvas, sorprendiéndome.

— ¿De dónde las sacaste?— pregunto, fascinada.

—La hija del dueño de la despensa me las regaló cuando pasé a dejarle las conservas de papá— explica— Creo que estaba algo sentimental por la cosecha…

—O tal vez tú le gustas— digo con una sonrisa. Booth enrojece de pies a cabeza, y su rostro se pone casi del mismo color que su cabello cobrizo— Como sea. Algo dulce siempre es bienvenido.

—Tú lo has dicho, Atún.

—Cierra la boca, Camarón.

Booth corta el queso en partes iguales y comemos lanzándonos algunos insultos más entre cada bocado. Nuestra relación siempre ha sido así; podemos decirnos las peores cosas, pero nunca nos enfadamos con el otro. Booth siempre me ha dicho que tengo cara de pez, de ahí el apodo de Atún. En cambio yo siempre me río de él porque es el más pequeño de la clase, incluso más que yo, de ahí el nombre Camarón.

—Que tengas un buen día de la cosecha, Atún— me dice, ya no en broma, sino con una abrumadora sinceridad.

—Feliz día de la cosecha, Camarón. Y que la suerte esté siempre de tu lado.

Que la suerte esté siempre de su lado… ésa es la frase que el Capitolio usa cada día desde el fin de la guerra; es casi como una provocación. ¿Cómo podría la suerte estar de nuestro lado cuando son ellos quienes la manejan? Es irónico y bastante tétrico, y cada vez que pienso en ello no puedo evitar recordar los días antes de que todo se volviera realmente oscuro.

— ¿Recuerdas cómo era la vida cuando no existía la Cosecha?— pregunto.

—Casi se me olvidan— admite Booth. Yo suspiro.

—También a mí. Pero no ha pasado mucho tiempo… Tal vez, si le mostramos al Capitolio lo arrepentidos que estamos, podrían olvidarse de…

—No lo harán— me corta. Sé lo que va a decir, y no quiero escucharlo, pero él sigue hablando— Sólo han pasado once años. La guerra ha hecho mucho daño, Mags. Ellos no lo olvidarán así como así.

— ¡Pero no pueden durar para siempre!— exclamo— Es atroz, inhumano, lo que nos obligan a hacer…

Booth se encoge de hombros.

—Para todos es difícil. Pero concuerdo contigo en que no pueden durar para siempre. Si la clemencia del Capitolio es tan grande como dicen, algún día tendrán que olvidarlo, ¿no? No pueden culparnos para siempre por los errores de nuestros padres...

—Supongo— suspiro.

—Pero olvídate de eso, ¿qué harás después de la Cosecha?

—Linner me llevará a pasear en su bote— sonrío, orgullosa.

— ¿Ah, sí? ¿Y qué hiciste para convencerla? ¿La embrujaste acaso?

— ¿Qué? ¡No, tonto! ¿No lo recuerdas? Ella prometió que hoy me enseñaría a navegar.

—Ah, si… Lo hizo para que dejaras de esconderte en sus cestos para asustarla. Era muy gracioso.

—Sí, yo opino igual, pero ¿qué le vamos a hacer?— me pongo en pie y le extiendo mi mano— Vamos ya. Debemos darnos prisa si queremos llegar a arreglarnos.

—De acuerdo… ¿sabes? Tal vez deberíamos guardar algunas langostas para la cena.

La cena. Después de la cosecha, se supone que todos tienen que celebrarlo, y mucha gente lo hace, aliviada al saber que sus hijos se han salvado un año más. Sin embargo, al menos dos familias cerrarán las contraventanas y las puertas, e intentarán averiguar cómo sobrevivir a las dolorosas semanas que se avecinan.

Metemos los peces en el hielo y arrojamos las redes y las trampas vacías de nuevo al mar.

De camino a casa pasamos por el Muelle, el mercado más grande del Distrito 4, en donde todos los pescadores se encuentran para cambiar mercancías por cosas de uso común como telas, botones o cualquier otra cosa. Aunque la mayoría de los comercios de la ciudad están cerrados en el día de la cosecha, el Muelle siempre tiene sus puertas abiertas.

Booth y yo cambiamos fácilmente los cangrejos por varias vetas de carbón y un poco de grasa para velas. Vendemos las sardinas y cuatro de las langostas. Después nos dividimos el botín, lo que nos deja con dos langostas, un par de hogazas de buen pan, un puñado de fresas, sal, y algo de dinero para cada uno.

—Nos vemos en la plaza— le digo.

—Ponte algo bonito, aunque no sirva de mucho— me responde, con una sonrisa.

En casa, encuentro a mi madre y a mis hermanas preparadas para salir. Mi madre es una mujer bastante bonita aún para su edad. Ella era hija del alcalde antes de que la guerra estallara y se llevara a toda su familia, así que posee un aire de distinción que no es propio de los pescadores. Lleva un vestido elegante de sus días de abundancia y mis hermanas usan dos vestidos más que pudo rescatar de su antigua vida.

—Llegas tarde— me regaña Vesselly, quitándome el sombrero para darme un ligero coscorrón.

— ¡Ya, Vessy!— me quejo— Traje algunas fresas, y no te voy a dar.

— Bien, Atún egoísta— dice Linn— Ven, vamos a asearte.

Me espera una bañera llena de agua caliente. Me restriego para quitarme la sal de la piel mientras Vesselly lucha por sacar toda la arena de mi cabello castaño. Mis hermanas, como casi todos en el distrito, tienen piel bronceada, cabello cobrizo y brillantes ojos verdes. Yo, en cambio, tengo el cabello y los ojos oscuros, como lo eran los de mi padre. Ellas son altas y con el cuerpo lleno de curvas; yo, bueno, Booth siempre dice que si no usara faldas y el cabello largo pasaría fácilmente por otro chico.

Una falda que era de Linn y una blusa con volantes de Vessy, esas son mis nuevas y recicladas ropas de la cosecha. Como me quedan un poco grandes, mi madre las sujeta con alfileres; aun así, la blusa se sale de la falda por la parte de atrás y la tela baila en todas direcciones cuando me muevo. Los zapatos son nuevos, al menos.

—Mags, deberías dejarme arreglarte el cabello— dice mi madre, observando mis rizadas y rebeldes hebras castañas con desazón. Yo protesto; nunca me ha gustado arreglar mi cabello; en mi vida, entrando y saliendo del agua a cada rato, no es práctico. Sin contar que mi pelo es aún más rebelde que yo. Sin embargo, mamá consigue su cometido con ayuda de Linn y Vessy, y entre las tres consiguen arreglar un poco el desastre que son los pelos de mi cabeza en un sola y larga trenza. Apenas me reconozco cuando me miro en el espejo que tenemos pegado a la puerta de nuestra habitación.

—Estás muy bonita— dice Vessy.

—Pues no te acostumbres, porque me desharé de todo en cuanto termine la cosecha.

Mi hermana protesta y me da un ligero pellizco que me hace saltar. Después, ella y Linner me abrazan, y les correspondo porque sé lo difíciles que serán las siguientes horas para ellas, aunque a mí, a pesar de ser la principal afectada, no me asusta demasiado.

—Eres un Atún bastante insolente— ríe Linn, jalando de mi trenza.

— ¡Ay, Linn!

—Ya basta ustedes dos— nos regaña nuestra madre— Vengan, vamos a comer.

Asiento, rememorando la primera vez que habíamos oído hablar de los Juegos del Hambre. Claro que nadie había creído en ése decreto al principio; ni siquiera en la primera Cosecha. Todos pensábamos que era un cruel castigo, una forma de asustarnos para no volver a levantarnos contra el Capitolio, pero, al ver en cada pantalla del distrito cómo los tributos morían uno a uno hasta que solo quedó en pie un ganador, a nadie le quedaron dudas. Diez largos años han pasado desde entonces.

Decidimos dejar para la cena las langostas, que ya se están cocinando en un estofado, y guardamos las fresas y el pan para la noche, diciéndonos que así será algo especial; de modo que bebemos un poco de leche que Vessy compró ayer en el Muelle y comemos unas piezas de pescado frito y pan, aunque, de todos modos, nadie tiene mucho apetito.

A la una en punto nos dirigimos al Muelle. La asistencia es obligatoria, a no ser que estés a las puertas de la muerte. Esta noche los funcionarios recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien ha mentido, en teoría, lo meterán en la cárcel. No lo sabemos a ciencia cierta, porque nadie lo ha intentado.

La cosecha se celebra en la Red, un enorme galpón con un techo construido en base a una compleja estructura de cientos de vigas metálicas trenzadas entre sí, la cual se asemeja a una red de pescar, de ahí su nombre. La Red está cerca de la costa, frente al Muelle y con el mar de fondo; fue terminada hace dos años, luego de que el Distrito 4 tuviera a su primer vencedor, y, los días normales, sirve como gimnasio para todos los chicos y chicas que estamos en edad de ser cosechados. Aunque, en teoría, entrenarnos para los juegos es ilegal, pero he oído por ahí que en otros distritos tienen academias especializadas para eso, mientras que a nosotros solo nos dan unas cuantas clases de nado y arduos ejercicios físicos, no nos enseñan a manipular armas, aunque no lo necesitamos, ya que casi todos saben como usar un cuchillo, un tridente o una lanza, tan necesarios en nuestra tarea diaria. Sin embargo, hoy las pesas y las alfombras fueron removidas y colocaron inmensos banderines colgando frente al escenario en su lugar. Las cámaras de televisión, quietas en cada esquina como tiburones al acecho, le dan cierta sensación de intimidación a todo el asunto.

La gente entra en silencio y ficha; luego del Tratado de la Traición, la cosecha también es la oportunidad perfecta para que el Capitolio lleve la cuenta de la población en los distritos. Conducen a los chicos de entre doce y dieciocho años a las áreas delimitadas con cuerdas y divididas por edades, con los mayores delante y los jóvenes detrás. Los familiares se ponen en fila alrededor del perímetro, todos tomados con fuerza de la mano.

La Red se va llenando, y se vuelve más claustrofóbica conforme llega la gente. A pesar de su tamaño, no es lo bastante grande para dar cabida a toda la población del Distrito 4, que es de unos diez mil habitantes. Los que llegan los últimos tienen que quedarse sobre los muelles, desde donde podrán ver el acontecimiento gracias a los proyectores, ya que el Estado lo televisa en directo.

Me encuentro de pie, en un grupo de ansiosos chicos de quince años. Intercambiamos saludos con la cabeza y centramos nuestra atención en el escenario provisional que han construido delante de nosotros. Allí hay seis sillas, un podio y dos grandes urnas redondas de cristal, una para los chicos y otra para las chicas. Me quedo mirando la de las chicas y no puedo evitar preguntarme quien de todas mis compañeras de escuela será la elegida, o si habrá algún loco que se arriesgue a ser voluntario; hubo uno hace dos años, el cual resultó ganador.

Cuatro de las seis sillas están ocupadas por el alcalde Stonehead (un curioso hombre del Capitolio que fue enviado aquí como alcalde tras la guerra), su esposa, su hijo, y su hija, Alinne, que viste un llamativo vestido de holanes de un brillante color rosa; en realidad, los cuatro visten de forma llamativa, fieles a las extrañas modas del Capitolio. Alinne va conmigo en la escuela, pero ni su nombre ni el de su hermano están en la cosecha, porque los dos nacieron en el Capitolio. Las dos sillas restantes están ocupadas por Issel Holt, la acompañante del Distrito 4, recién llegada del Capitolio, con su curiosa sonrisa blanca, el pelo turquesa y un traje azul marino, y nuestro único y joven vencedor. Los dos murmuran entre sí y miran hacia el público con curiosidad.

Justo cuando el reloj da las dos, el alcalde sube al podio y empieza a leer. Es la misma historia desde hace once años, en la que habla de la creación de Panem, el país que se levantó de las cenizas de un lugar antes llamado Norteamérica. Enumera la lista de desastres, las sequías, las tormentas, los incendios, los mares que subieron y se tragaron gran parte de la tierra, y la brutal guerra por hacerse con los pocos recursos que quedaron. El resultado fue Panem, un reluciente Capitolio rodeado por trece distritos, que llevó la paz y la prosperidad a sus ciudadanos. Entonces llegaron los Días Oscuros, la rebelión de los distritos contra el Capitolio. Derrotaron a doce de ellos y aniquilaron al decimotercero. El Tratado de la Traición nos dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de que los Días Oscuros no deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos del Hambre. No es necesario que repitan la historia, porque todos los que estamos aquí la sufrimos en carne propia; sin embargo, en discurso dura varios minutos.

Las reglas de los Juegos del Hambre son sencillas: en castigo por la rebelión, cada uno de los doce distritos debe entregar a un chico y una chica, llamados tributos, para que participen. Los veinticuatro tributos se encierran en un enorme estadio al aire libre en la que puede haber cualquier cosa, según pude ver en las diez ediciones anteriores. Una vez dentro, los competidores tienen que luchar a muerte durante un período de varias semanas; el que quede vivo, gana.

Tomar a los chicos de nuestros distritos y obligarlos a matarse entre ellos mientras los demás observamos; así nos castiga el Capitolio por lo errores de nuestros padres, dejándonos muy en claro que estamos completamente a su merced, y que tendríamos muy pocas posibilidades de sobrevivir a otra rebelión. Si bien el Tratado es muy cruel con nosotros, debo aceptar que el Distrito 4 no se vio tan afectado como otros. Nuestros rebeldes fueron de los primeros en rendirse, tal vez por eso son un poco más benevolentes con nuestra gente, no como en los distritos 10, 11 y 12, los cuales fueron (y siguen siendo) los más afectados, invadidos por constantes hambrunas y castigos públicos debido a que fueron de los instigadores (encabezados por el 13) de la Rebelión. Para que recordemos que somos los culpables de nuestra propia suerte, el Capitolio exige que tratemos los Juegos del Hambre como una festividad, un acontecimiento deportivo en el que los distritos compiten entre sí. Al último tributo vivo se le recompensa con una vida fácil, y su distrito recibe premios, sobre todo comida. El Capitolio regala cereales y aceite al distrito ganador durante todo el año, e incluso algunos manjares como azúcar, mientras muchos luchan por no morir de hambre. Es un poco injusto, pero, como le dije a Booth, sé que no puede durar por siempre.

Es el momento de arrepentirse, y también de dar gracias— recita el alcalde.

Después lee la lista de los habitantes del Distrito 4 que han ganado en anteriores ediciones, la cual no es muy larga, porque sólo tiene un nombre. En diez años, cinco de los juegos fueron ganados por el Distrito 2; cuatro por el 1, y el restante por nuestro vencedor: Ron Stafford, un pedante y atlético chico que debe rondar los veinte años, quien se levanta y saluda al público con una sonrisa de autosuficiencia.

El alcalde presenta a Issel Holt y continúa la ceremonia.

La mujer, tan alegre que desde hace diez años se lleva a nuestros tributos, sube a trote ligero al podio y saluda diciendo:

¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre de su lado!

Estoy segura de que su cabello turquesa es una peluca, porque nadie puede tener tanto cabello sobre una cabeza tan pequeña. Issel empieza a hablar sobre el honor que supone estar allí, y sobre lo agradecidos que debemos estar al Capitolio. No cabe duda de que ama su empleo.

Localizo a Booth entre la multitud, y él me devuelve la mirada mientras vuelve a enseñarme su lengua. Para ser una cosecha, y con todo lo que eso significa, permanecemos demasiado tranquilos, sobre todo yo. Sólo espero que esto acabe pronto, así podré adentrarme en el mar en el viejo bote de papá. Pero, de repente, empiezo a pensar en Booth y en la posibilidad de que su nombre sea sorteado. Con lo pequeño que es sería difícil que pudiera ganar. Y quizá él esté pensando lo mismo sobre mí, porque se pone serio y aparta la vista.

«No te preocupes, navegaré esta tarde», desearía poder decirle. Y, quizá, invitarlo a venir con Linner y conmigo. Pero supongo que tendré tiempo de decírselo cuando la cosecha acabe.

Ha llegado el momento del sorteo. Issel Holt dice lo mismo del año pasado «¡las damas primero!», y se acerca a la urna de cristal con los nombres de las chicas. Mete la mano hasta el fondo y saca un trozo de papel. La multitud contiene el aliento, se podría oír un alfiler caer, y yo empiezo a sentir náuseas, y trato de pensar en todo lo que Linn y yo haremos esa tarde. En cuántos peces atraparemos; en los nudos que haremos…

—Bueno, ¿listos?— Issel Holt vuelve al podio y alisa el trozo de papel.

Pienso en cómo se verá el atardecer en medio del mar… En si podremos quedarnos a verlo.

—Y la señorita tributo del Distrito 4 es…

Contengo el aliento y cierro los ojos.

— ¡Mags Flanagan!
Abro los ojos y muevo la cabeza en todas direcciones en busca de la desafortunada muchacha antes de caer en cuenta de que todos me miran a mí.

Oh, no. Soy yo.

— ¿Mags? ¿En dónde estás, querida? ¡Sube!— exclama Issel, llena de entusiasmo— Oh, allí estás… ¡Ven, ven!

Dos agentes de la paz se colocan a mis lados y me guían al escenario. Subo los escalones con las rodillas temblándome y llego junto a Issel Holt. Su sonrisa nunca me pareció tan siniestra como entonces.

— ¿Hay algún voluntario?— silencio— Bien, entonces, ¡vamos a darle un gran aplauso a nuestro tributo femenino!— canturrea Issel. El público tarda un poco, pero acaba aplaudiendo casi mecánicamente¡Qué cálido aplauso! ¡Pero todavía queda más emoción! ¡Ha llegado el momento de elegir a nuestro tributo masculino!— avanza hacia la urna de los chicos con una mano en la cabeza, intentando acomodar su cabello; después toma la primera papeleta que se encuentra, vuelve rápidamente al podio y yo ni siquiera tengo tiempo para desear que no lea el nombre de Booth cuando lo dice ¡Booth Odair!

«Oh, no— pienso No Booth»

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Continuará...

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Qué les parece mi nueva y loca historia?

Nunca he escrito sobre Mags, pero viendo la película de En llamas el otro día me entró una gran curiosidad por este personaje, sus juegos y cómo los ganó. Investigué al respecto y encontré varias cosas que llamaron mucho mi atención; de ahí surgió esta idea.

Espero que hayan disfrutado de la lectura.

Merezco sus reviews?

De cualquier forma, espero que podamos leernos pronto.

Saludos!
H.S.