Te sientas en el regazo de tu madre durante los banquetes, hermosa caricatura de la mujer con la boca curvada; la seda de tus vestidos susurra siniestra cuando te reclinas contra el trono suave de su carne, y ella no reacciona.

(Levantas la vista; puedes pero ver el suave melocotón que favorece al pintar su boca, la pálida columna de su cuello, el oro y las piedras con las que adorna sus oídos)

Tu madre se inclina -toda hermosura, toda risa, toda ternura-, besa la mejilla del hermano que pesa adorado a tu izquierda. Entierras tus huesos contra su carne, violentos, y el gemido y la mueca que debería ir ahí no los muestra, pero la quietud en su rostro te dice que los registra.

Sonríes, satisfecha.