Se titula: A hielo y sol.
Lo escribió: Soly Stalin.
Aclaro que: Este fic participa en el reto nº 6, pairings arriesgados. no está apto para menores de 13 años.
Dedicado a: Flor-Lupin Sparrow. Siempre lee todas mis parias la pobre, y aunque esto no pertenece a nuestro fandom, confío que le guste. Si gano, el triunfo te lo dedico... y si pierdo te dedico mi derrota.
Disclaimer: Ningún personaje me pertenece, son todos de George R. R. Martin, este fic no tiene fin de lucro.
Había abandonado el Sept de Rocadragón bien asida del brazo de mi esposo, la cabeza en alto y los ojos desafiantes de una dorniense. Si me importaba en lo más mínimo la caída de los reyes Targaryen y consecuente pérdida de mi casa, nadie habría podido decirlo. La capa oro y ónice hondeaba tras de mí cuando andaba, con movimientos gráciles y delicados. Intenté no sonrojarme ante el millón de ojos que nos observaban, expectantes, intentando criticar algo. Cierto que el rojo y naranja de mi túnica de doncella no convinaba con la capa de desposada que el joven Lord Stannis deslizara sobre mis hombros, pero no había por qué demostrar hostilidad. Aunque si soy sincera conmigo misma, creo que sus miradas desagradables se deben a la elección que tomó Dorne en la Rebelión de Robert. ¿A quién le importaría una capa, cuando tienen en frente a la princesa de un pueblo que apoyó hasta el final al Rey Loco?
–Te casarás con el señor de Rocadragón –había dicho hacía cosa de dos meses, mi hermano mayor Doran. –El rey Robert lo ordena. Será un buen esposo, Elia, y es fiero en la batalla.
–¿fiero en la batalla? –Preguntó Oberyn el menor, entre carcajadas. –Lo único que hizo fue encerrarse tras su bonito castillo y esperar a que acabara el asedio. No tenemos por qué hacerle caso, Doran. Dile que Elia está comprometida o qué sé yo.
El príncipe doran suspiró. Era aún joven, pero el cansancio de la perdida guerra le estaba pasando factura.
–A veces las mayores guerras son las que se ganan sin siquiera blandir una espada –nos dijo con su tono tranquilo y maduro. –¿Crees que podrás ser una buena esposa, Elia? Es el pago por el indulto real. Si declinamos la oferta, la ira del Venado caerá sobre Dorne.
Yo lo había hecho, por supuesto. "nunca doblegado, nunca roto" era el lema de los Martell, y como princesa de Dorne estaba obligada a cumplir con mi deber. La guerra había terminado con sangrientas consecuencias para mi pueblo desértico y árido, y lo que menos deseábamos era más contienda. Así que heme aquí, sola en tierra extranjera, a la orilla del mar con un esposo que fue la espina del Dominio.
Mientras el suculento banquete de bodas es servido, –sin las guindillas de dragón o la salsa de serpiente que tanto se come en Dorne– me digo que no todo es tan malo como se piensa. Al menos no me tocó la mala suerte de la princesa Selyse Florent, violada y asesinada por Ser Gregor Clegane en la fortaleza Roja, con su pequeña hija Rhaenys cincuenta veces apuñalada. La niñita padecía la psoriagrís y se decía que tenía un gato negro, encontrado muerto también. Cuando pienso en eso me entran los temblores, recordando que mi padre estuvo a punto de comprometerme con el príncipe Rhaegar. Soportar la humillación del torneo de Harrenhal, la soledad y el miedo, habría sido un trago amargo en mi matrimonio, aunque hubieran accedido a enlazarme con el príncipe de los sueños de cualquier doncella.
Aquello me hace mirar a mi nuevo marido con una sonrisa casi agradecida, a pesar de que me obligaron casi a casarme con él. Cuenta con 20 días de su nombre recién cumplidos –siendo seis años menor que yo –, tiene complexión nervuda, delgaducha, y un mechón de su cabello negro azulado le cae sobre los gélidos ojos como heridas abiertas. Su rostro descarnado parece sombrío, no devolviéndome el gesto cordial con que lo obsequié. Tiene pinta de abstraído. Es el asedio, la falta de comida y luz lo que lo tiene así. Pero puede que mi compañía derrita el hielo de su piel, la rigidez de esas facciones o la tristeza de aquella mirada resplandeciente y hostil. Muevo mi mano por la mesa hasta tocar la suya y me estremezco de súbito, sin saber bien por qué.
«Qué frío», pienso. No es su piel, sin embargo, tan helada como la mirada que me dirige. Unos ojos que me paralizan y me hacen sonrojar de calor y bochorno. Unos ojos que me traen a la mente, no sé por qué, la pregunta de si seré feliz en este matrimonio convenientemente arreglado. Lo peor es que, cuando oigo el chirrido de sus dientes, me respondo que no.
