Tenía que volver a Grecia, pero no le apetecía apresurarse. El invierno continental era frío, pero por algo se había ganado el apodo de señor de los hielos eternos. No llevaba su armadura y lo único que indicaba que realmente estaba frío era que escondía las manos en sus bolsillos, los puños cerrados para no congelarse los dedos. Si su maestro lo supiera seguramente lo regañaría. Suspiró y elevó una plegaria a Athena por alma de su maestro.

Caía la noche en aquel poblado del sur de Francia y supo que debía buscar algún tipo de refugio para pasar la noche. Siguió a su nariz hasta una posada donde por sólo dos monedas de plata se hizo con una habitación. Después de una cena caliente intentó conciliar el sueño, pero los recientes eventos no lo dejaban dormir. Deseó más que nada tener un libro para distraerse. Dio vueltas y observó las estrellas tenues detrás de las cortinas. No se le ocurrió ponerse a leer las estrellas en aquel momento, sino que las observó como si fuesen una pintura. Bostezó y dio otra vuelta sobre el colchón, enredando sus piernas con las sábanas. Al rato se rindió y supo que no dormiría nada esa noche.

Bajó las escaleras mientras se preguntaba si la posada era lo suficientemente cara como para tener una biblioteca. Recorrió un corto pasillo hasta que encontró lo que buscaba, pudo ver las estanterías detrás de una chimenea que ya ardía apenas y algunos sofás. Giró el picaporte y resopló al comprobar que la puerta estaba con llave. Estuvo a punto de resignarse cuando la puerta se abrió frente a sus ojos, y tuvo que bajar la mirada para descubrir quién le había permitido el acceso. Una niña pequeña lo observaba desde abajo, con los ojos celestes muy abiertos mientras inspeccionaba los suyos, que eran violetas. Nunca había visto unos ojos como aquellos. Las llamas reflejaban en su cabello, haciéndolo parecer una maraña dorada. Por un momento, Dégel pensó en su armadura.

-Hoy es cinco de febrero –declaró la niña sin introducción-. Es mi cumpleaños –el hombre sonrió con sinceridad.

-¿De veras? –ella asintió-, también el mío –la observó incrédulo mientras se acercaba a las estanterías e intentaba dilucidar que encontraría en ellas-. ¿Cuántos años cumples?

-Siete –continuó-. ¿Y tú?

-Treinta –declaró Dégel, dándose aires de importancia. La niña se rió.

-¡Qué pequeñito! –y el hombre se sintió algo ofuscado, pero se mordió la lengua para evitar entrar en una riña con una niña de siete años cumplidos hacía algunos minutos-. ¿Qué te gusta leer? –siguió, sin darle oportunidad de interrumpir.

-¿Cómo te llamas? –remató él, mientras la veía recorrer los pasillos con la mirada buscando alguna cosa.

-Mirena –afirmó, mientras entrecerraba los párpados para leer los lomos en esa semi penumbra-. ¿Me puedes alcanzar ese? –dijo, señalando un libro de tapa azul marino que estaba en el estante más alto. Él cumplió sin mucho problema, aunque leyó el título antes de entregárselo.

-¿Química orgánica? ¿No estás un poco pequeña para estudiar química?

-¿No estás tú un poco grande como para preguntar mi nombre y no decirme el tuyo? –remató. Dégel frunció el ceño, pero no aguantó la tentación de lanzar una risita.

-Tienes razón –tomó aire-. Soy Dégel –Mirena se había sentado en el sillón y pasaba las hojas del pesado tomo con una expresión de confusión superlativa.

-No me has contestado, Dégel. ¿Qué te gusta leer? –él se encogió de hombros.

-De todo –se remojó los labios antes de continuar-. Pienso que toda la información del mundo es interesante. Hay tantas cosas increíbles –suspiró-. ¿Te has preguntado sobre el origen del universo? ¿Por qué existe la lluvia? ¿O cómo es posible que las raíces de las plantas sepan exactamente cuánta agua absorber? ¿Cómo es posible que una oveja recién nacida reconozca a su madre de entre un rebaño de cien ovejas iguales? –sonrió. Mirena subió la mirada del libro y sonrió por primera vez, de oreja a oreja.

-Sí, me he preguntado –balbuceó con timidez-. Quiero saber cómo se crean los átomos –afirmó, señalando el libro de tapa azul.

-Te referirás a las moléculas –la corrigió Dégel-. Los átomos no se crean ni se destruyen. Sólo cambian sus uniones energéticas para formar diferentes moléculas –Mirena abrió los ojos como si le hubiese revelado la existencia de un mundo totalmente nuevo frente a sus narices.

-¡Los átomos se unen con energía! –declaró, poniéndose de pie en el sillón y subiendo el libro sobre su cabeza con ambas manos. El hombre pensó un momento en la descabellada escena que estaba viviendo. Pensó en sus padres y en su hermano menor. La niña volvió a sentarse, de un salto y apretó los párpados fuerte, como si hiciera un esfuerzo para pensar. Él tomó el libro que ella tenía y lo ojeó distraídamente. Se preguntó cómo era posible que comprendiera esos textos con tan corta edad-. Y entonces… si cambiamos la energía, podemos hacer otras cosas con los mismos átomos –aventuró.

-Supongo que así podrías. Quizás si viésemos los átomos que flotan en este momento en el aire, podríamos combinarlos y formar algunas gotas de agua –le siguió el juego, fascinado. Mirena se frotó el pulgar y el índice entre sí como esperando que algo apareciera entre sus deditos. Tomó con cuidado una esquina del libro y cortó un trozo de papel de unos centímetros-. Tendrás que pagar ese libro si lo rompes –la regañó.

-Supongo que así es –se encogió de hombros, sin siquiera mirarlo. Luego, sostuvo el pedacito que había cortado al lado de la hoja del libro, como si quisiera volver a unir las piezas del rompecabezas. Dégel observó con curiosidad. Mirena frotó sus dos dedos entre ambas partes del rompecabezas, y cuando quitó la mano el papel ya no estaba roto. Él se sobresaltó. Mirena saltó de triunfo mientras reía-. ¡Mira Dégel, lo he arreglado! –sonrió, mientras sostenía el libro en alto y se lo mostraba.

-¿Cómo… -balbuceó- cómo lo has hecho?

-Tú me has dicho –declaró ella con desbordante alegría-. Con la energía.

-¿Me estás diciendo que acabas de cumplir siete años y has manipulado el Cosmos del universo sin que nadie te enseñara nada jamás? –Mirena se encogió de hombros.

-¿El Cosmos? ¿Cómo en las estrellas y eso? –Dégel asintió y avanzó a sentarse al lado de la niña. Abrió una de sus manos e iluminó su palma apenas hasta que una pequeña luz se desprendió de ella y quedó flotando en el aire. Ella observó con la mirada iluminada-. ¿Eso es el Cosmos?

-Sí. Ahora hazlo tú –ordenó-. Muéstrame, Mirena –sonrió, intentando no parecer demasiado demandante. Pensó que ella le haría miles de preguntas, como cualquier niño de siete años que se encuentra frente a algo que no conoce. Sin embargo, abrió una de sus manos y observó la palma con fiereza hasta que comenzó a iluminarse, por un breve momento antes de apagarse-. Por Athena –balbuceó él-. ¿Cómo lo has hecho?

-No lo sé –susurró-. Me concentré en ese puntito con mucha fuerza –hizo un pucherito y apretó los ojos-. No entiendo… ¿qué soy yo? ¿Qué eres tú? –Dégel sonrió.

-Soy un Santo de Athena, el guardián de la Casa de Acuario. Allí vivo y tengo una biblioteca tan grande como la del Vaticano, ¿te imaginas? –ella asintió con entusiasmo-. ¿Te gusta leer, a qué sí? –volvió a asentir.

-¿Qué es un Santo de Athena? –inquirió ella, confundida-. ¿Eres como San Juan o San Agustín? –Dégel negó sonriendo.

-No –lanzó una risita-. ¿Te gustaría saber más? –Mirena apretó los ojos y dejó salir algunas lágrimas nerviosas. Él se tomó el atrevimiento de abrazarla. Enseguida pasó sus bracitos por alrededor de su cuello y algo se despertó en su corazón, una calidez que le hizo querer todo lo que le faltaba. Los consagrados a Athena no podían casarse y formar una familia, y en secreto siempre lo había lamentado. Se le hizo un nudo en la garganta y sintió ganas de llorar de emoción.

-¿Y los Santos de Athena saben manejar ese Cosmos? –inquirió, separándose apenas.

-Así es –sonrió con sinceridad, de oreja a oreja-. ¿Cómo es que eres tan inteligente? ¿Es que tus padres son superdotados? –tanteó. Ella se encogió de hombros.

-No creo. Si así fuese no me hubiesen vendido al posadero, ¿no te parece? –esa súbita declaración estrujó el corazón del Santo, y la abrazó un poco más fuerte-. No me has contestado –Dégel subió una ceja-. ¿Qué soy yo de raro como para haber arreglado el libro? ¿Por qué no lo hace todo el mundo si es tan fácil? –él lanzó una carcajada.

-No es tan fácil, Mirena, es que tú eres muy especial. Tienes un talento innato –tomó aire-. Tú no has contestado mi pregunta: ¿quieres saber más?

-¿Qué no es obvio? –el negó-. Claro que sí. Quiero saberlo todo –sonrió-. Ahora contéstame tú.

-Si vienes conmigo hacia el Santuario, entonces tú eres mi aprendiz. Te mostraría el poder que encierra el universo y cómo puedes controlarlo. Juntos podríamos defender todas las cosas buenas del mundo, que nos da la Diosa Athena. Y cuando yo sea un viejo, tú podrás usar la armadura de Acuario, que usó mi maestro, y el suyo antes que él. Entonces el Templo sería tuyo, y también la responsabilidad.

-¿También la biblioteca? –sonrió ella, encantada. Dégel lanzó una carcajada.

-También la biblioteca –confirmó él-. ¿Qué posibilidades había de que ocurrieran estos hechos justamente esta noche de nuestros cumpleaños? ¿No crees que quizás el destino nos juntó aquí por alguna razón?

-Entonces –subió un dedito, creando suspenso-. Tú eres mi Maestro. Nos vamos pronto, ¿a que sí? –Dégel sonrió mientras asentía.

-Te lo agradezco, Mirena –cambió su expresión a una más solemne-. No fallaré. Gracias por confiar en mí –susurró, más bajo.

-¿Fallar? No, Maestro. En este lugar son todos brutos. Nunca había visto a nadie leer un libro de esta biblioteca. La mayoría ni siquiera saben leer y menos les importa aprender. La mayoría de las personas se burla cuando pregunto esas cosas que también preguntaste tú. Nunca nadie me había tratado así –le tembló la voz, y él adivinó que quizás pensaba en sus padres-. Quizás el destino nos juntó aquí por alguna razón –sollozó-. Voy a tener que escaparme –declaró después de unos minutos-, el patrón nunca me dejaría ir –Dégel sonrió con picardía.

-De acuerdo –confirmó-. Nos escapamos.