Aburrimiento

Aburrimiento.

La palabra se desliza por su mente como un tren lanzado a tumba abierta. Igual de peligrosa, con los mismos malos augurios.

Aburrimiento.

Se repite una y otra vez en su mente, hasta la saciedad, ocultando todo lo demás. Casi todo lo demás.

Aburrimiento.

Tedio, hastío… y sangre. Sangre por todas partes. Sangre joven, sangre nueva… Olor de sangre viva y de sangre antigua. Rastros… vestigios y huellas de seres que entraron y salieron de esa aula que hoy, como siempre, se presenta ante él como una celda, una justa condena. Un martirio adecuado para la bestia que un día fue. Que aún es en algún lugar de su mente y, sobre todo, de su cuerpo incoherentemente joven.

Sin pensar en lo que hace, sin darse cuenta, tira de la manga de su jersey de suave lana tostada, hasta que el puño casi cubre su mano. Como si con ese gesto pudiera tapar no sólo las cicatrices de batallas pasadas, sino también el mismo pasado y sus vergüenzas.

Suspira. No necesita de ese aire, pero algunas costumbres son difíciles de abandonar. Mala idea. La inspiración profunda llena de nuevo sus fosas nasales con decenas de apetitosos aromas. Su garganta se contrae en un gesto inconsciente. Su boca se entreabre a la espera de una gratificación que no va a llegar. Que no puede llegar.

Ni Dante pudo imaginar para él un infierno peor que esa habitación repleta de corazones apiñados, bombeando el delicioso líquido en una melodía de latidos acompasados que resuenan en sus oídos como una música celestial.

No, piensa bruscamente. No corazones. Personas. Son personas, recuérdalo. Con sus pequeñas, breves e inocentes vidas. Con sus miedos, sus esperanzas y sus sentimientos. La música de su cerebro se apaga lentamente, sustituida por una melodía bien distinta. La sinfonía de las emociones. Preocupación, interés, amor, esperanza… y un aburrimiento que parece insignificante enfrentado al suyo.

Pero aún así, la voz de la sangre sigue sonando en su cabeza. Baja, sorda, como un débil contrapunto al magnífico crescendo de las emociones. Pero sigue ahí. Inapagable… Impagable.

Intentando distraerse, sus manos buscan la pluma que ha dejado en su pupitre, intacta, colocada sólo como parte del inevitable atrezzo de esta vida que a veces se le hace insoportable. De esta vida que escogió, pero que no siempre fue la suya. La hace girar entre sus ágiles dedos, concentrando toda su atención en no acelerar demasiado el movimiento, en no llamar la atención. Trata de hipnotizarse con el continuo girar de la estilográfica, y tal vez transportarse por su obra y gracia a un lugar lejos de esa tortura.

Y, sorprendentemente, ese gesto casi absurdo empieza a obrar su magia. Su mente libre – aunque sólo en parte – de la opresión de la sed, vaga perezosamente por sus recuerdos. Piensa en su familia. En su hermano. Lo envidia. Envidia su disciplina. Su autocontrol. Dos virtudes que un soldado como él siempre había creído poseer. Pero al parecer, no en la medida que había imaginado. Al menos, no en la medida en la que las posee Edward.

¿Cómo diablos puede soportarlo? ¿Cómo puede, día tras día, estrechar entre sus brazos a una mujer cuyo aroma le atrae de ese modo, y resistir la tentación? ¿Cómo, en el nombre del Cielo, es capaz de hacerlo?

Apenas alcanza a entender lo que ese olor significa para él. Ve la diferencia, por supuesto. No todos los humanos huelen igual. Pero, para su implacable sed, todos son imposiblemente tentadores. Sabe que si algún día percibe un aroma especial, uno entre un millón, no podrá controlarse. Y reza día y noche para que eso no ocurra porque, en apenas unos sangrientos segundos, acabaría con todo lo que su familia ha construido durante años sin poder detenerse a considerarlo.

El irritante – aunque liberador – sonido del timbre que anuncia la salida lo arranca bruscamente de su ensoñación. Sin detenerse ni un instante, recoge sus libros y se apresura a salir del aula. A alejarse de la tentación y buscar un poco de aire fresco.

Para todos los demás, sólo es un muchacho más, desesperado por retomar su vida tras la pesada rutina de las aulas. Pero todos los demás no ven los detalles.

Sus ojos, hermosos y brillantes, pero imposiblemente ancianos para el adolescente que se supone que es. Ojos que han visto demasiado, que esconden demasiado.

Su forma de moverse, despreocupada, pero alerta, con los resabios del cazador y el asesino que un día fue.

Su arrogancia. La fachada tras la que esconde sus temores antiguos y nuevos. Recuerdos de horrores inimaginables, de muerte y desesperanza. Y el peor miedo de todos… El miedo a perder el control una vez más. A decepcionar de nuevo a quienes ama. Aunque sabe que le perdonarán. Siempre lo hacen. Es él quien no puede perdonarse a si mismo.

Pero ellos no lo ven. Enloquecerían si así fuera. Su pequeño mundo, construido con creencias confortables y seguras, se derrumbaría en un instante… Y la idea casi le hace sonreír.

Mientras camina por los pasillos, intentando en lo posible mantenerse alejado de la maraña de cuerpos, distingue una silueta familiar. De hecho, la siente mucho antes de verla. La huele, la intuye, percibe hasta su aura. Y cuando por fin sus ojos se pierden en la sonrisa de su ángel, la respuesta a todas sus preguntas surge como por arte de magia.

Su hermano y él no son tan distintos, en el fondo. Al verla ahí, tan pequeña y grácil, sonriéndole, infundándole ánimos sólo con su mera presencia… Al ver a su esposa, su amor, su vida… Comprende.

Su hermano resiste por amor. Igual que él.

Ella marca la diferencia.

………..

El final es un poco brusco, lo sé. Pero se me acabó la inspiración de golpe (maldito sea el maldito teléfono…)

En fin, que le deis al "go", porfa.