Disclaimer — Katekyo Hitman Reborn! pertenece a Akira Amano, y aquí lo mío es la trama. Gracias.

El fanfic tiene lugar luego de diez años del Arco de la Maldición del Arco iris, suponiendo que Tsuna pudo romper la maldición y los arcobalenos sobrevivir (pueden imaginarlo como quieran, yo no profundizaré el asunto). O sea, Reborn ya no es más un bebé.

No habrá bashing (término para referirse al desprecio de un personaje ficticio por parte de los fans) hacia ningún personaje, específicamente Kyoko.

Esta es la segunda versión de Azaleas. Debo decir que así quise que quedara pero, me había decidido por la primera y al final me arrepentí y pues decidí usar ésta. La idea de este fanfic vino de los muchos fanfics donde ponen a Haru como una híper mujer, así que, técnicamente, ésta es mi versión de ella tratando de hacerse más fuerte. Aparte de que me harté de la Haru en Sombras en tiempos perdidos, ¡es tan enfadosa! También vino de la maravillosa canción "Flor de azalea" cantada por Chavela Vargas, que en paz descanse. Como verán en el sumario, Daniela Ottavo estará muy presente en la historia. Espero que estén igual de emocionados que yo, así que los dejo con el preludio.

Gracias a Princess y kizunairo por los reviews anteriores ;). Espero que no sea una molestia.


Preludio

El lugar de siempre

—Vamos a casarnos.

Aquella frase. Todos los presentes aplaudieron, rebosantes de alegría y gusto. Todos excepto ella. Ella estaba muy ocupada con su propio inconsciente, que le decía –o más bien gritaba -cosas para nada buenas que le hacían encogerse en su asiento para que nadie viese la expresión miserable que seguramente tenía en el rostro aquel instante.

Ella ya lo sabía. Habían pasado diez años, para ese entonces; y todos contaban con más de veinte. Era normal que pasara, se dijo, porque después de todo, tiempo luego de haber acabado el secundario habían terminado juntos aunque lo admitieran – ese par de niñatos inmaduros y distraídos –hasta casi dos años después. Casarse luego de los veinte no era nada raro, más bien algo común y corriente. Que dos personas que se amasen tampoco lo era. Pero, entonces, ¿por qué ella no podía creerlo? ¿Era tan imposible que su mejor amiga pudiese llegar a casarse? No, no lo era. Ya no. Lo imposible era, ya para ese entonces, que ella pudiera hacerlo. Porque seguía en el mismo lugar de hacía diez años, sólo que ahora lo ocupaba con una pistola en el bolso que parecía ser adorno. Un adorno que no equivalía a un anillo de casi cincuenta quilates.

Miró a su mejor amiga, con las mejillas rojas como el tomate y agarrada al brazo de su ahora –y desde siempre –prometido. Parecía no haber nadie más que ellos dos, como si el mundo les perteneciera. Eran la pareja perfecta: amables, cálidos y bondadosos. La garganta se le cerró. Ella habría podido haber estado en aquel lugar, pero no lo estuvo y nunca lo iba a estar. Ella no lo había querido, no por completo. Pero ese lugar no era lo importante. Lo importante eran ambas.

¿Dónde quedarían?

Recuerda sus días en el secundario, tan solitarios, por lo menos hasta que llegó y todo pareció ser mejor. No le parecían raros sus disfraces, ni la llamaba gorda por amar los postres e inclusive habían marcado un día especial para ir a comerlos las dos juntas. No importaba que tan bonita era ni que fuera la idol de su escuela y que ella fuese todo lo contrario.

Recuerda aquellas semanas enteras en ese lugar subterráneo, como le secaba las lágrimas y le decía que todo estaría bien, que confiara; que ellos serían capaces de salvarlas. Las tardes enteras que pasaban juntas haciendo amuletos. Recuerda, aún más frescamente, el llegar a la Mansión: nunca hubiera sido capaz de adaptarse a un mundo diferente sola, no a otro país, no lejos de sus padres, pero sí con ella... su primera y mejor amiga que parecía irse, lentamente, para comenzar una nueva vida con su prometido. En un marco en el que ella no cabía.

—Estoy muy feliz por ti, Kyoko.

Su mejor amiga quien se casaba, quien parecía avanzar. Quien desde siempre había sido fuerte y por eso estaba donde estaba, colgada del brazo del Décimo Vongola. La rodeó con sus brazos, en un apretón fuerte y firme, con lágrimas surcando por sus ojos, no sabiendo si lloraba por felicidad o por tristeza.

Ella no quería saberlo.

No quería sentirse egoísta. No quería sentirse hipócrita. Porque su mejor amiga no se merecía nada más que felicidad y buenos deseos aunque, en ese momento, ella no tuviera ninguna de las dos cosas.

No sabía si lo que sentía, lejos de tristeza, era envidia.


Gokudera salió del salón encendiendo un cigarrillo, en dirección al jardín y desbotonándose el traje, con una expresión ofuscada. Luego de la noticia del casamiento entre el Décimo y su mujer, Sasawaga, la gente se había amontonado en la mesa que ocupaban, felicitándolos escandalosamente. Harto, luego de felicitar a su jefe, había salido a despejarse de los halagos estúpidos de los lame culos que estaban presentes en la fiesta.

Después de todo, era preferible que no estuviese ahí a estarlo y empezar a hacer explotar cabezas.

Aparte estaba el hecho de que Gokudera odiaba las reuniones sociales casi tanto como Hibari las multitudes. Por eso Yamamoto le había dicho que él se encargaría de todo mientras saliera a tomar aire y recuperar un poco de paciencia. Era molesto de ver cómo todas las familias inferiores hacían todo lo que podían por acercarse al Décimo y que él, por más que quisiera apartarlos con sus dinamitas, no pudiera hacer nada más que irse bufando molesto a otro lado como lo estaba haciendo en aquel momento.

Era una noche fría, con poco viento y muchas estrellas. Gokudera caminó con las manos en los bolsillos por el pasto recién cortado, saliendo a los jardines, que parecían no tener fin.

Los jardines de la mansión Vongola medían miles de hectáreas, teniendo un bosque como límite cual rodeaba toda la propiedad, con caminos iluminados por grandes faroles. Le recordaba, vagamente, a la mansión de su padre que, aunque fuese más pequeña, era casi igual de majestuosa. Nada que ver con el pequeño y gris apartamento en el que había vivido aquellos años en Japón.

Gokudera se dirigió a su lugar favorito, lado contrario a donde se encontraba el salón y el movimiento de la gente; lugar donde reposaba una gran fuente con una figura de un león con gran melena que simbolizaba al Décimo en el centro. El murmullo de la gente poco a poco, paso que daba, desaparecía y lo reemplazaba el sonido del agua caer, hasta que, a pocos pasos del gran león, Gokudera escuchó algo más.

Sostuvo el cigarrillo entre sus labios y miró curioso como Haru se encontraba sentada a orillas de la fuente de piedra, con las manos encima de su rostro, sollozando levemente. Su vestido de cocktail se encontraba mojado por el agua que rebotaba de la fuente y estaba descalza, con sus zapatillas a un lado. Recordó haber escuchado cómo preguntaban por ella en el salón, diciendo que había desaparecido de repente luego de haber felicitado a los recién comprometidos. Con incomprensión, se preguntó el porqué de su llanto y dudó en acercársele. Después de todo, Gokudera sabía que no era el mejor en el arte de hacer sentir mejor a las personas. En realidad, él mismo sabía que era el peor.

Pensando en que preguntar era mejor que sólo marcharse y dejarla ahí, Gokudera se quitó el cigarrillo de la boca y peinó su cabello hacia atrás, como lo hacía cada que estaba en aprietos o frustrado por algo.

—Hey, mujer est… —Gokudera carraspeó, diciéndose a sí mismo estúpido por haber estado a punto de echarlo a perder—. Mujer, ¿qué estás haciendo?

Una vez pareció escuchar su voz, los sollozos cesaron de golpe. Haru apartó las manos de su rostro dejando ver sus ojos, cuales se encontraban rojos y con el maquillaje diluido y esparcido por sus mejillas, sonrosadas y brillantes por las lágrimas. Lo miró sorprendida y con la boca abierta. Gokudera de inmediato comenzó a sentirse incómodo. No era bueno tratando a las mujeres, peor era consolándolas. Todavía peor si se trataba de Miura, con quien parecía siempre se llevaría mal.

Llevó el cigarrillo a su boca.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó. Con su brazo, Haru limpió todo rastro de lágrimas en su rostro previniendo encontrarse con su mirada—. Deberías estar en el salón junto con Tsuna.

—Y tú con Sasagawa.

Haru volteó a mirarlo esta vez, y había dolor en su mirada. Jaque mate, pensó Gokudera.

—Necesitaba un poco de espacio —respondió ella con sencillez. No parecía mentir, pero tampoco decir la verdad completa.

Alzó una ceja, inquisitivo.

Las veces en las que Gokudera había visto llorar a Haru eran escasas. Nunca le había prestado mucha atención en los diez años que tenían de conocerse, eso era cierto, pero podría decir que la conocía lo suficiente como para decir que no comprendía su comportamiento aquella noche. Sabía que, como toda mujer, cualquier cosa era digna para que llegara a preocuparse. Pero no parecía ver alguna razón. Su mejor amiga había anunciado su compromiso, todos celebraban y ella ahí estaba, llorando, buscando espacio. No parecía ser ella. A menos que...

—Mujer, ¿sigues enamorada del Décimo y por eso estás aquí? —soltó Gokudera de golpe.

Haru lo miró con ambas cejas fruncidas. Mordió su labio superior y miró al cielo, soltando una risa satírica.

—Pues no me explico, joder —se excusó avergonzado.

—Dejé de estarlo cuando tenía dieciséis, Gokudera. Fue un sentimiento de admiración que convertí en un amor tonto, estúpido y superficial —dijo, y soltó un suspiro—. Tsuna no tiene nada que ver en esto. No es nada, sólo...

—¿Entonces qué haces aquí, mujer?

—Nada.

—¿Y por qué no entras?

Haru soltó un chillido de frustración.

—Te acabo de decir que necesito espacio —refunfuñó—. ¡¿No oíste?!

Gokudera tiró la colilla de su cigarrillo, a la vez que la miraba con confusión. No entendía a las mujeres y a sus problemas y mucho menos entendía como eran capaces de hacer de uno pequeño, uno gigante. No comprendía con totalidad la habilidad que Yamamoto y Tsuna tenían para hablar con ellas. La única mujer con la que había tenido una conversación seria había sido su hermana, que era una asesina a sueldo y no una mujer normal en su totalidad

—¿No deberías de estar feliz en vez de estar llorando aquí, sola? Tu mejor amiga se casa. No estás enamorada del Décimo —hizo una pausa para encender un cigarrillo nuevo, por lo que Haru lo miró con cara de asco—. Cállate, mujer. Este es mí lugar. Estás invadiendo mi espacio, así que acostúmbrate y contéstame.

Haru apretó los dientes.

—Estoy feliz por ellos.

—No parece que estés llorando de felicidad —agregó él con sarcasmo.

Haru se levantó, tomando sus zapatillas con una mano y sacudiéndose su vestido con la otra. Lo miró y luego se volteó, para darle la espalda cual el vestido dejaba ver gran parte de su piel. Gokudera carraspeó, pensando en que se había pasado y, a la vez de que planeaba marcharse, justo cuando sus pies comenzaban a moverse, la voz de Haru lo paró.

—Nunca has pensado... —comenzó, con voz frágil y quebradiza. Sus hombros estaban caídos—. ¿Nunca has pensado en que ya nada es como antes y que nunca volverá a serlo? Que, aunque vivamos en la misma mansión, desayunemos juntos todos los días, inevitablemente...

Gokudera escuchó un nuevo sollozo. Pequeño, débil.

Apretó el cigarrillo con sus labios y dejó salir el humo por su nariz.

—¿Inevitablemente qué?

—Nuestras vidas terminarán por separándose —respondió en un murmullo—. Tsuna y Kyoko tendrán una familia pronto. Tú y los chicos... seguirán teniendo misiones, seguirán en la mafia. Yo... ¿qué haré, Gokudera?

—Hacer lo que siempre has hecho —contestó, como si fuera lo obvio.

Haru lo miró por el rabillo del ojo, mostrando una triste sonrisa.

—Aquí en esta familia sólo hay un lugar para una mujer. Y ése lugar es a lado de Tsuna y siendo su esposa. Yo no lo quise, ni lo quiero ahora —su voz se quebró totalmente, para comenzar a hablar entre sollozos y con la nariz mocosa—. Yo no quiero ser una esposa... no quiero ser la que los espere por las noches con el corazón en la mano, la que es incapaz de protegerlos y de protegerse. Estoy cansada de ocupar ese lugar... peor aún, ahora lo ocuparé sola, porque Kyoko ya no estará conmigo...

Gokudera se revolvió el cabello. Ya lo entendía, pero era difícil pensar en algo que decir.

Así que dijo lo primero que vino a su mente.

—Entonces conviértete en uno de nosotros.