Sinopsis: Yamato tiene su vicio, sólo Taichi puede ayudarlo. Yamato!Centric/Shonen ai.
Notas: Primer fic del 2019. Sigo teniendo decanto por la parte oscura de Yamato. Mi primer estilo de escritura en segunda persona.
[Un dulce narcótico]
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Es una ráfaga de velocidad que pasa frente a tus ojos, empapado de sudor y ansiedad, con un balón que es arrastrado por la intensidad de sus pies. Lo ves desde un banco apartado, donde la multitud no ha alcanzado a congregarse. Es temprano, el sol todavía no barre las calles y solo pocos fanáticos desafían el sueño para ver aquel partido.
El otoño se hace presente con los escalofríos que asustan la piel y los vahos que se deslizan fuera de las bocas que ovacionan. Pese a eso, Taichi sigue viéndose como una mezcla de amanecer, entre aquella sábana verde de pasto artificial. Es el centro y el público se enciende poniéndose de pie cuando finalmente es quien da el pase para el gol decisivo. A esa distancia, puedes verlo gritar de emoción y saltar en un pie, abriéndote una pequeña sonrisa en los labios.
Esa felicidad nata y brillante que a veces es tan cegadora, piensas.
Eres una figura que se recorta en un retazo de sombra, vagamente consciente que has llamado la atención de algunas personas que te miran de reojo, preguntándose quién eres y porque te apartas de todos como si fueran pestes. Intentan darte identificación bajo tu capucha negra, pero no le dejas el trabajo fácil al sumergirte más en ella. Escondiendo el rostro detrás de tiras de humo que susurra el cigarro que se enrosca en tu dedo, tejiendo una telaraña de humo azul en torno a tu perfil. Vistes de luto, bañado por aquel color de pies a cabeza; camisa negra, pantalones con muchos bolsillos, botas de asalto y una mano enfundada en el bolsillo de la chaqueta.
El equipo empieza a dispersarse y muchas personas descienden de las gradas para felicitarlos por su victoria. Por tu lado, no tienes que hacerlo, esperas pacientemente fumando con abandono. Descansas los codos en las gradas que son tu soporte en la espalda, y sigues con la mirada fija en la figura arrebolada de Taichi. Contienes el humo dentro de tu garganta y dejas que la caliente, hasta el punto de la asfixia, antes de dejarla salir en suspiro tan tenue como la brisa.
Sacas el celular, ignoras los mensajes y ves la hora que se asoma en la pantalla. Es demasiado temprano para tu gusto, y a estas horas deberías estar durmiendo. No obstante, estás ahí, en ese estadio por cuenta propia cuando el sueño te rehuyó y no tenías nada que hacer para llamarlo.
Taichi no te mencionó el partido, lo oíste por boca de Takeru que se lo platicaba a Hikari por teléfono. No te importa que no sepan que estás ahí, en las sombras, observando al anterior grupo de niños elegidos abrazarse entre sí. No estás ahí para ser observado, estás ahí para ver a Taichi.
Te levantas con parsimonia, pisoteas la colilla apagando aquella tenue luz ámbar y te vas. Tu oído atrapa uno que otro comentario, señalándote, pero no consiguen identificarte aún. Unos, sin embargo, sí. No por tu fama, sino por tu relación con Taichi. O, lo que queda de ella, en realidad.
—¿Qué haces aquí? —Una voz a tu espalda te llama la atención y devuelves la mirada de hielo sobre el hombro.
Una pequeña figura vistiendo el uniforme del equipo local, jadeando ligeramente. El joven que está detrás de ti se ha convertido en tu némesis. El odio es compartido y no se molestan en ocultarlo.
—No tengo porque responderte nada —dices, frunciendo el ceño para luego seguir tu camino.
—¿No entiendes que eres como una mancha en su vida? —Las palabras de Daisuke son como cuchillos, pero el filo no te alcanza. Ya no.
No dices nada, sigues caminando con las manos en los bolsillos deseando poder descargar un poco de tu ira en aquel bobalicón rostro. Si no fuera amigo de tu amigo, sino quisieras ya empeorar las cosas; lo fueses hecho. Ya tienes mucho contenido con respecto a ese niño y tu paciencia está al borde.
Otra más, y te haré llorar, juraste.
La mañana empieza a calentar el balcón cuando llegas al apartamento, pateas unas cuantas latas de cerveza que están tiradas en el piso e ignoras el desorden que desde hace días lo decora. Llegaste hace un par de días de gira y el agotamiento te hace rehuir de tus quehaceres.
Quizás llames a un servicio de limpieza, aun tienes el número que te dio tu manager y lo dejaste en algún punto de la cocina donde los platos se desbordan. El fregadero está invadido por el polvo que, si pasas el dedo, trazarás un camino sobre la losa. Tienes mucho tiempo que no la usas, porque tu gusto por la cocina se ha desvanecido. Ya no es algo con el que ocupes el tiempo.
Lo hacías antes, por oficio y deber, cuando cocinabas para dos personas. Para ti y tu padre, aunque éste en ocasiones no llegara. Hoy, actualmente, sabes que no llegará.
Una comida para una sola persona solo es una afirmación febril de los hechos, pese a que lo hayas hecho innumerablemente en el pasado. Ahora tiene un significado, porque ésta es permanente. La pesadumbre se apodera de tu ánimo, una vez más, lo que lleva a que maldigas en silencio.
Si hubieses sabido que estuvo enfermo todo el tiempo, si hubieses sabido que aquella mañana de octubre sería la última vez que lo verías con vida...
Un infarto.
Eso borró la vida de un padre que vivió más su trabajo que en su hogar. La llamada que recibiste aquel día había cambiado tu vida para siempre. Aunque lograras estirar la memoria para intentar recordar, hasta que te doliera la cabeza en el esfuerzo, sólo podías atraer al presente las palabras: Lo sentimos, hemos conseguido a tu padre muerto en su oficina. Un ataque al corazón.
Lo demás, fue un incentivo que alcanza a oscurecer tus pesadillas. Tu madre había acudido al funeral, lloró por Hiroashi, Takeru también. Muy contrario a ti, que no pudiste tentar a las lágrimas. Hacerlo significaba admitir esa realidad. Todavía tienes la esperanza que tu padre está en la estación y llega a una hora donde ya duermes. Se va cuando no has despertado.
Estuviste en shock todo el tiempo, sentado frente a sus cenizas con Tai sosteniendo tu mano y no sientes su calor. Aun cuando te dormiste en sus piernas, despiertas pensando que todo era un juego de la mente. No, es la realidad.
A penas oías las voces de pésame y lamento. La prensa que deseaba entrar y fans que te dedican un luto que no sientes. No mientras Hiroashi siguiera vivo en tu cabeza.
—Papá… —gimes y no hay lágrimas. Sólo un nudo enroscándose que te roba la respiración y el habla.
Taichi se apresuró a abrazarte, escondiéndote en su pecho como si así te protegiera de todo. Te susurraba que todo iba a estar bien, que estaba a tu lado, que no estabas solo… Y todo lo decía con lágrimas que se recortaban en su rostro.
Oyes a tu mamá llamarte, tocando tu hombro y la ves, con ojos perdidos y manchados de desabrigo como si fuera un extraño. ¿Quién es esa mujer para ti? ¿Es ella tu madre, realmente? ¿Qué iba a ser de ti ahora que ya estás totalmente solo?
Nancy insiste en llamar tu atención. Se sienta a tu lado, y toma tus manos. Las apartas como si te quemara. Aun firme, sugiere que fueras vivir con ella pero te negaste soltándote de su agarre. No ibas a traicionar a tu padre. No aquel que veló por ti cuando podía simplemente dejarte. No aquel que te dio su apellido cuando tu madre se lo arrebató a Takeru.
—Sé que no soy para ti una madre —dice Nancy, y se le cayó el rostro por las lágrimas—. Pero te sigo amando. Sigues siendo mi hijo, Yamato.
Te abraza, con fuerza y amor, pero ya lo sientes demasiado tarde. No sabes qué decirle.
—Lo siento, no me mudaré —afirmas y es tu última palabra.
Tampoco dejaste que Takeru se internara en esa residencia, a pesar que insistió hasta el cansancio. No era personal, pero esas paredes tenían la esencia de Hiroashi, a pesar que no dejaba demasiadas huellas en ella.
Fue él quien te metió en la música, aunque el mundo no lo supiera. Fue quizás, por arrepentimiento o culpa, que te regaló un instrumento para tener algo que hacer en aquella soledad que él no podía suplir. Fue Hiroashi quien te presentó algunos artistas que habían acudido a la TV y te habían lanzado al estrellato. Fue él quien te entregó un sueño que ahora estabas cumpliendo. Y ahora no estaba. Nunca lo estuvo y no sabes porque te hace tanta falta.
Caminas hasta su habitación que seguía tal cual él la dejó, te apoyas en el marco de la puerta observando; algún calcetín botado bajo la cama, las sábanas desechas, una corbata tirada en la alfombra. El aire de abandono se percibe en el ambiente. Tus amigos se habían ofrecido a ayudarte con el apartamento, pero una vez más te negaste.
Los recuerdos acuden a tu cabeza, tan letales que tus ojos se preparan a las lágrimas pero éstas no salen. Siguen abandonándote. Más allá está su closet abierto, ¿deberías hacer algo con su ropa? ¿donarla, tal vez? ¿Tienes la esperanza de usarla algún día?
Rodeas la cama y observas el buró, hay un blíster abierto con unas cuantas pastillas regadas. Lo tomas con interés, leyendo el nombre que hay detrás. Son antidepresivos. Así que tu padre tenía un vicio.
Sueltas un bufido, sacas dos y te las tragas sin agua. El resto lo metes en tu bolsillo donde el roce de la tela en tus nudillos arruga tus labios en una mueca, recordándote heridas anteriores. Cierras el puño y tus nudillos encarnados e hinchados te hacen recordar tu pelea contra la pared. Debías descargarte con algo, y algo sólido que te hiciera mierda los dedos fue tu opción más cercana para calmarte.
Enciendes otro cigarrillo, intentando controlar el temblor de tus manos producto de la ansiedad. Tomas otras pastillas para burlar al dolor persistente de tu cabeza y te tiras en el mueble. El dolor se niega a irse, convirtiendo toda actividad de la vista y del oído en un tormento. El recuerdo de la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos parece lejano.
Aprietas el puño contra tus ojos, como si deseases aplacarlo sin obtener ningún resultado. Tu mano derecha cae fuera dejando que el cigarrillo se consuma así como tú lo haces por dentro y utilizas la otra para meterla en tu bolsillo derecho. Hay algo dentro, que pesa demasiado en tu conciencia y en tus acciones.
La aprietas con frustración porque has dejado que tome terreno dentro de ti. Te haga su esclavo. Lo tienes ahí, porque sabes que sin él te sientes desarmado y frágil. Sientes que se burla de ti y decides plantarle la cara. Lo sacas a la altura de tu vista para ver ese pequeño envoltorio con un maldito polvillo pálido dentro.
Lo miras con desazón pero es la única medicina que hace efecto. La encierras en el puño y la metes en el bolsillo otra vez. No acudirás a él otra vez. Vuelves a levantarte, tiras el cigarro a la basura y corres en busca de tu bajo, es tu primer mecanismo de defensa contra ello. Algunas veces el deseo por la droga era casi abrumador, más fuerte que el deseo por la comida, por el agua o el aire. Demasiado fuerte para luchar contra ella.
Tu música te hace olvidar, te llama al recuerdo y a los sentimientos que escondes en tus canciones. Empiezas a tocar el instrumento, ignorando el dolor de tus nudillos, tratando de olvidar que puedes eliminar todo de nuevo. Solo tienes que sacarlo del bolsillo. Lo tienes a tu alcance, puedes sacarlo y probar un poco…
No.
Una punzada te atravesó a medida que aumentaba la necesidad de la droga y debes cerrar los ojos para resistir. Iniciaste en ese mundo por diversión, ahora, es una penuria con la que luchas todos los días. Es por eso que te has alejado de tus amigos, de tu familia, porque no quieres que sepan lo que te está consumiendo.
Nadie sabía la lucha que estabas llevando contra la adicción, y no quería que lo vieran. La mayoría de los que empezaron a probarlo contigo han abrasado sus nervios, regocijando su espíritu creyéndolos indomables; pero agotando sus corazones. No quieres terminar así.
Te detienes por un momento, jadeando por respirar. Aprietas los puños y lanzas el instrumento a un lado. No funciona. Necesitas distraerte o lo volverás a hacer.
Aun recuerdas la sensación de sentir la droga cruzando por tus venas, encendiendo la sangre como fuego ante la pólvora. Te ayuda a olvidar. Es un alto precio que estás pagando en un intento desesperado de huir de tus miedos.
La puerta de la entrada cruje, alzas la mirada de golpe porque olvidaste cerrarla en cuanto entraste y una cabeza alborotada te hace sombra.
—¡Vaya! ¿Esto es el basurero acaso de la ciudad? —dice Taichi con una maleta colgando de su hombro, quitándose los zapatos en el rellano.
El chiste no te hace gracia, estás demasiado inquieto y por alguna razón te alegras que una persona te haga abandonar la idea que ya estabas considerando. Él se da cuenta y la sonrisa de su rostro desaparece. Cierras los ojos para no ver esa transición. Estás harto de la lástima.
—Hey, sólo quise hacer un chiste —añade, en su rostro hay gotas de culpa. Las eludes con un ademán.
—No pasa nada. Debo mandar a limpiar —respondes, tratando de controlar tu respiración que, milagrosamente, consigues.
Lo escuchas acercarse, la escasa luz que rebotaba en las paredes lo iluminaba con un halo dorado. Se une a ti en el mueble, luciendo un aspecto mejorado de lo que recuerdas. Se ha aseado y huele a jabón. El cabello aun gotea de lo húmedo y su ropa está un poco arrugada. ¿Tiene la camisa al revés? A su vez, te das cuenta que su espalda es un poco más ancha, y sus brazos tienen líneas fijas que dividen sus músculos. Luce más atractivo. Más brillante.
Pasa un silencio, un minuto, tal vez dos y oyes las manecillas del reloj que cuelga en la pared. Un sonido al que ya te has familiarizado. Te dejas caer en el mueble y suspiras enervado. Las ansias vuelven como una avasallante ola que sientes que quieres gritar.
Contrólate, Yamato.
—¿Estás bien? Luces enfermo. —La voz de Taichi te rescata del descenso.
Niegas con la cabeza, y vuelves a sentarte. Es casi palpable tu inquietud.
—Estoy tomando pastillas antidepresivas —Una mentira vaga—. El efecto secundario no es agradable.
Taichi asiente, compungido. Quiere decirte algo, abre la boca pero las palabras no salen. Niega con la cabeza e intenta otra vez.
—¿Cómo lo llevas? —No tiene que ser específico y agradeces que no lo sea.
Quieres mentir. Tu mente seguía andando de puntillas por la frontera de la consciencia.
—Es difícil. —contestas, tienes un tic en el pie para mantenerte en tierra—. Me hace falta.
—Los chicos te extrañan —revela, y deja ir el tema cuando no respondes. En cambio, agrega—: ¿Quieres un poco de agua? Quizás eso te calme.
—Está bien, ya pasará. —niegas, tomando respiraciones largas.
Sin estar convencido, te mira, el disgusto estaba escrito en el rostro. Empiezas a relajarte y él espera pacientemente. Tu pecho sube y baja por las fuertes palpitaciones que te lastima. El tiempo se deslizó pesado, que lo olvidas para cuando te sientes más tranquilo y con control. Un agotamiento se desplomó sobre tus energías y son suficientes para que el anhelo de la sed de tus venas se mitigue.
—¿Mejor? —quiere saber Taichi.
—Sí —Das una bocanada de aire y humedeces los labios para darte suficiente fuerza para hablar—. ¿Qué haces aquí, por cierto?
Lo dices sin apartarle la mirada, dejando salir la pregunta que flota entre los dos desde el inicio.
—¿No puedo?
Alzas una ceja, dejando en claro que esa retórica no satisface tu pregunta y Taichi lo entiende. Rueda los ojos, frunciendo el ceño.
—Quería verte, es todo. No sabías que estabas por acá —dice, encogiéndose de hombros—. Daisuke me dijo que te vio.
Ah. Te causa gracia que salga ese nombre a colación. No dices nada, parpadeas lentamente, luego das una calada que se deshace y olvidas por breves segundos por las órbitas de tus pensamientos.
—Fue gracioso su reacción, porque al parecer no tenía intenciones de decirme —Tai intenta alargar la conversación que sólo él está entablando—. ¿Qué te pareció? ¿Viste el pase que di?
Asientes, y levantas un hombro por inercia.
—Lo vi —El deporte no es lo tuyo y tampoco de tu interés—. Felicidades por tu victoria.
No hay emoción que acompañe tus palabras. El silencio cae entre ambos. Permanecieron así un rato, oyendo más sonidos exteriores filtrarse. Es Taichi, una vez más, quien lo rompe con una exclamación cuando te llevas un mechón que cae en tu rostro detrás de tu oreja. Tienes el cabello largo, meses sin cortarlo ha provocado que roce tu nuca.
—¡Yamato! ¡Tus nudillos...! —exclama, dándose cuenta de tus heridas. Maldices internamente. Debiste usar guantes y por la estación nadie lo consideraría extraño—. ¿Qué te pasó?
Toma tus manos por instinto. Deseas bajarte las mangas de la camisa para ocultarte las muñecas, pero Tai te obliga a tenerlas frente. Te obliga a verlas, a ver lo que has hecho a aquellas herramientas que son tu sustento. La disquera aun no te tira a la calle porque sigues creando canciones taquilleras; la banda te soporta porque eres su líder y el único vocalista; El público todavía te ama porque cantas jodidamente bien. Aunque no sabes por cuánto.
Frunces el ceño y tiras de tus manos, pero Taichi no te deja recuperarlas.
—Taichi —dices su nombre en modo de advertencia. Él se mantiene firme, lo ves en sus ojos y no te dejará ir a las buenas.
—Maldición, mira eso —te reprocha, y sigues en silencio—. ¿Es que el dolor es un extraño placer para ti?
Eso, inesperadamente, te hace sonreír. Sabe que has recurrido, desde la muerte de tu padre, a infligirte daño para distraerte. Te has hecho cortes horizontales en las venas para juguetear con el escozor y desde entonces guardas una cuchilla en tu bota. Ningún corte ha sido letal, no eres tan valiente para aventurarte a conocer la muerte y sufrir en el camino.
Gira tus muñecas, como si leyera tus pensamientos y ahí están. Pálidas líneas que surcan tu piel. A Taichi no le agrada verlas y lo hace para recordarse en lo que te has convertido. Las deja caer un segundo, mientras se gira a buscar algo en su maleta deportiva que desconoces.
Lo consigue y extrae con tranquilidad, dejándote ver que es un aerosol. Tus cejas se arrugan una vez más, y la pregunta se dibuja en ella.
Taichi se ríe.
—Es lo que uso para cuando tengo lesiones —aclara, tomando cuidadosamente una de tus manos. Si nota el temblor que hay en ella, no dice nada—. Es para desinflamar.
Rocía un poco sobre los nudillos y tienes que ahogar un gemido.
—Sí, arde un poco.
—¡¿Un poco?! —reclamas—. No me eches eso...
No terminas la frase, cuando vuelve a presionar el aerosol sobre tus heridas. Maldices en voz alta, y Taichi te sostiene para que no te alejes. Quieres matarlo, quieres hacerlo cuando el dolor se extiende por todo tu brazo que te deja en blanco.
Y, al darte cuenta, ¿eso no es lo que siempre haces? Recurrir al dolor para distraerte. El hormigueo te hace esconderte en la oscuridad detrás de los párpados y el nombre de Taichi se te escapa en un jadeo. Él te observó con sorpresa y luego pareció recomponerse. Cubrió algunos arañazos con banditas y los hematomas no son fácil de ocultar.
—¿Puedes tocar así? —pregunta en cuanto acaba de sanarte.
Encoges los hombros en una afirmación ambigua. Miras tus manos, y es cuando te das cuenta que Tai aun no las suelta. Las tiene, como ramitas frágiles.
—Me gustan —agrega, rozándolas con el pulgar. El roce te provoca picazón que tienes que soltarte del agarre. Consciente de lo dijo, Tai carraspea y se ríe—. Quiero decir, tienes unas manos bonitas.
Eso rompe la burbuja y vuelves a la realidad. Te incorporas del mueble casi de un salto, recordándote que él no debe estar ahí y se lo estás permitiendo. Eres débil y eso te molesta, porque no quieres decirle que se vaya. Prefieres que él mismo se vaya asqueado, a tener que decírselo.
Vas a la cocina hasta la nevera y la abres sin interés. Sacas una cerveza, tu otra defensa de engañar a tu mente con narcóticos de otro tipo. No le ofreces, solo tú bebes cuando apenas comienza el día y tampoco quieres hacerle eso a un deportista que tiene un esplendoroso futuro por delante. Tai desaprueba tu comportamiento, pero no te dice nada. Años de silencio y solo puedes ver la renuencia en sus ojos.
"Si no te gusta, dímelo", quieres decirle. "Tienes ese poder y no lo sabes."
—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo decente? —La pregunta viene desde la sala y te tomas un tiempo, antes que las palabras se deslicen ácidas sobre tu lengua.
—Sé cocinar, Taichi, deja de parecer una madre. —respondes, rebuscando qué tienes para hacer un desayuno. La mayoría de la comida está vencida y el olor putrefacto es mitigado por el frío.
Suspiras resignado. Olvidaste que estuviste casi seis meses fuera.
—Iré a comprar unas cosas —anuncias, tomando las llaves y sacudes tu cabello. Una vez más, cae en tu cara que ya no te importa.
A Taichi sí. Te detiene con una mano en tu pecho y frunces automáticamente el ceño en modo de protección. Te ignora, como siempre, rebuscando entre sus bolsillos del pantalón, descubriendo un paquete de cartón.
—Toma, lo compré para ti —Lo extiende y la curiosidad se apodera de ti que enfocas la mirada.
—¿Horquillas? —preguntas, escéptico. La risa se escapa de la boca de tu amigo, masajeándose la cabeza. Te das cuenta que has estado a la defensiva innecesariamente y decides bajarlas—. ¿Por qué horquillas?
Te roba una sonrisa pequeña, Taichi todavía tiene ese poder en ti.
—Lo compré hace unas semanas —admite, abriendo la envoltura—. Vi unos cuantos vídeos donde cantabas y el pelo parecía molestarte pero no tanto para córtatelo.
No sabes si sorprenderte por el hecho que haya sido capaz de mezclarse en las redes sociales para seguir tu gira, o el hecho que se debe haber metido en una tienda de mujer para comprarte eso. Todo por ti. Tu corazón empieza a latir a traición.
Taichi sacó las pequeñas horquillas —eran doradas y no tenían ningún accesorio— mientras te amenazaba con la cercanía de su rostro, ajustándote esa columna rubia detrás del sujetador. Su respiración roza tu mejilla y bajas la cabeza para que no perciba el aliento a tabaco que emana de ti.
—Creo que es así. Son casi del color de tu cabello, no se notará. —dice al terminar, satisfecho—. Se te ve bien.
El gesto te parece cálido y asientes. La presión ligera es incómoda pero puedes acostumbrarte. Siempre lo haces.
—Gracias, Tai —susurras, bajando la mirada viendo lo que Taichi había hecho. Las manos, tu cabello, el insignificante de gesto de correr metros para venir hacia ti. Tu mirada de agradecimiento compensan tus palabras, y el efecto parecer ser demasiado, porque tu amigo te abraza con fuerza.
—Mierda, Yamato —murmura contra tu oído—. Te eché tanto de menos.
El contacto te sorprende, pero no lo rechazas. Todo este tiempo has hecho lo imposible para apartarte de él, desde que has tomado la decisión de visitar el bajo mundo porque no quieres que te mire con asco. Con repulsión. No lo soportarías. No de él.
No quieres que veas como el azul de tus ojos se pierde, cuando las pupilas se dilatan. No quieres que veas como te acuestas con aquel que se pasa por el frente en esos momentos. No soportarías ver en sus ojos el rechazo cuando tu personalidad se retuerce. Y lo peor, no quieres ver como es lo único que puede acallar tu dolor y desesperanza.
Las pastillas depresivas están en tu bolsillo derecho, aquella bolsita de polvo blanco… escondido en el otro.
Subes temblorosamente tus manos y sostienes su espalda. Lo que vas a decir puede comprometerte, puede desnudarte en la necesidad de pedirle a Taichi que se quede; pero te abstienes. Te juraste que dejarías de ser un impedimento para él. Tu presencia solo entorpecía sus pasos. Tus sentimientos no significaban nada y perdón era solo una palabra. Te lo habían dejado en claro, pero ahora, sinceramente, te vale mierda.
También eras egoísta y un idiota. Y eso te da fuerza para decir:
—Yo también.
Te apoyas unos momentos en él, tu mejilla descansa en aquel hombro y es tan ligero así. Te sientes como peso pluma que ni las pastillas, drogas y cortes pueden hacer. El abrazo no puede ser eterno, lo sabes, y llega el momento de apartarse.
—Vamos a que comas algo, Ishida. —dice, sonriente.
—No me des órdenes, Yagami —replicas, devolviéndole la sonrisa.
Te acompañó toda la mañana y un poco de la tarde, hablando de cualquier cosa que se le ocurriese. Haciéndote molestar en algunos casos, reír en otros. Habías olvidado lo que era tener un verdadero amigo que no se fijara en la fama que te ha dado alas negras.
Sin embargo, como es lógico no puede quedarse demasiado tiempo. También tiene cosas que hacer. Pasearon juntos hasta que el atardecer se asoma y lo acompañas hasta la encrucijada que divide sus caminos.
—¿Quieres venir a cenar? —sugiere—. Mi mamá quiere verte también.
Entornas la mirada y prometes ir pronto, tu falta de sinceridad tenía sabor a náusea. Taichi acepta por ahora esa respuesta, ya despidiéndose. Antes de irse, te sorprende abrazándote por los hombros otra vez.
—Gracias por venir al partido, eres la única persona que quería que estuviese allí.
Es la primera vez en mucho tiempo que alguien te dedica verdadero afecto y casi te abrumaste.
—Estás muy afectivo hoy —bromeas, apretujándolo un poco.
Vuelve a reírse y te da un golpe en el hombro.
—Te veré mañana.
Suavizas la mirada, él quiere seguir cerca de ti. ¿Por qué alejarlo? ¿Por tu miedo a que te descubra? ¿O porque otros creen que no eres sano para Tai?
Sonríes en afirmación y luego te vas. Compras algunas chatarras para llenar el vacío del estómago, donde solo pruebas algunos bocados. No tienes hambre, en realidad. La presencia de Taichi te distrajo y te hizo dejar de lado esa dependencia pese a que tu interior sentías que te quemabas.
Apenas pudiste dormir, en cuanto llegaste a tu casa, luchando una vez más con la ansiedad. Hay un pitido en tus oídos, sientes que la cabeza que te va a estallar y tienes temblores por todo el cuerpo. Taichi no se dio cuenta y estás tan agradecido que solo te ríes como maniaco.
Sin Taichi, no tienes fuerza para seguir luchando. Las malas voces vuelven. Sólo hay algo que puede callarlo, y te resignas a dejarte caer una vez más.
Abandonas tu hogar una vez más, adentrándote a la noche con aire lúgubre y objetivo marcado. Las miradas eran de recelo y las calles olían a un silencio que se sentía en el estómago. Visitas el bar donde eres de la casa y la mayoría te conocen. La mitad te admira, la otra te odia. Te consigues a un miembro de la banda que lucha con lo mismo que tú y, esa noche, al parecer, ambos perdieron.
Se congregan con otro grupo de fumadores, compartiendo comentarios mientras ingerían aquel pecado que es capaz de provocarte el sueño de alguna forma.
Si hubieses sabido que la heroína que entraba a tu torrente sanguíneo, mezclándose con las otras porquerías que ya habías ingerido, prometía callarte para siempre, quizás lo habrías cavilado. Si hubieses sabido que esa tarde con Taichi podría ser la última, habrías pasado más tiempo con él. Si hubieses sabido que lo último que oirías eran sirenas, quizás..., te habrías quedado en casa. Si hubieses… No, lo sabías, porque ahí estás. Porque había algo seductor en empujar la vida al borde, donde muchos han ido y pocos han regresado.
Quizás te reúnas con tu padre, quizás no. Solo sabes que ahora que tus ojos se cierran y el dolor desaparece. ¿Por qué te dio miedo anteriormente la muerte? Incluso piensas que ahora todo tiene sentido. Sonríes y dejas que las lágrimas finalmente caigan. Es la primera vez que lloras. Las lágrimas van en nombre de Tai, por el de tu padre, por no ser lo suficientemente fuerte para mantenerlos a ambos; porque, pese a todo, te sientes feliz.
Al menos, conseguiste la paz que deseabas. Algunos sueños se escondían en la oscuridad y acabas de encontrar el tuyo.
¿Continuará?
N/finales: ¡Finalmente logré hacer mi Yamato en drogas! Creo que no quedó tan mal. El siguiente capítulo es el punto de vista de Taichi.
