Resumen: Cuando Arthur abrió los ojos, tardó los primeros minutos en intentar adivinar dónde estaba.
Sentía el cuerpo algo acalambrado, probablemente porque había un brazo apretándolo y unas piernas entre las suyas, impidiendo cualquier movimiento. Volvió el rostro hacia el lado y vio la cara durmiente, el pelo dorado revuelto. Alfred. Así se llamaba. - AU oneshot
Nota: La Meiko me pidió que le regalase un fic hace tiempo, se me ocurrió este en una volada etílica. Título inspirado en la novela y película con el mismo nombre. La trama, sin embargo es muy distinta.
Gracias a Lady Orochi por su lectura crítica que me sirve para ver si estoy reflejando las cosas bien. Es como mi Gamma, porque no es beta, es así como los rayos gamma de Hulk.
Advertencia: Sexo implícito.
Ninguna noche dura lo suficiente
Al amanecer
nuestras cenizas aún lloraban abrazadas
(Oscar Hann)
Cuando Arthur abrió los ojos, tardó los primeros minutos en intentar adivinar dónde estaba. Primero la sorpresa, el miedo y finalmente la tranquilidad. Comenzó a recolectar memorias de las horas anteriores y lo primero que vino a su mente fueron los ojos azules, los párpados entrecerrados y un jadeo pegado a su oreja, humedeciéndola.
Sentía el cuerpo algo acalambrado, probablemente porque había un brazo apretándolo y unas piernas entre las suyas, impidiendo cualquier movimiento. Volvió el rostro hacia el lado y vio la cara durmiente, el pelo dorado revuelto, el mechón rebelde habiendo encontrado compañeros en su vivaz revolución. Arthur quiso estirar la mano y acariciar esa textura lisa y sedosa, tan distinta a la suya, más opaca, más aspera, más muerta. Se detuvo a medio camino. Ese era un contacto demasiado íntimo y probablemente indeseado una vez que ya habían consumado lo que habían ido a consumar a esa habitación.
Comenzó a ser consciente de la proximidad, del calor, de la desnudez, de la inconsciencia con que el otro lo abrazaba y de lo incómodo que podría resultar cuando despertara, pero estaba tan bien agarrado que no había manera de salir sin despertarlo.
Alfred. Así se llamaba.
Se conocieron en el coctail de la exposición de Francis en uno de los salones de eventos del Tecnológico de Massachussets. Alfred había ido a mirar solo; Arthur estaba apoyado en la pared teniendo una panorámica de los grabados y de las personas ocupadas en su fastuosa interacción. Arthur tenía una copa de vino en la mano. Alfred también. Arthur no conocía a nadie aparte del artista. Alfred no conocía a nadie aparte del director de su postgrado que lo había invitado a una actividad cultural. En un impulso tonto miraron al lado, Arthur a la izquierda y Alfred a la derecha. Se encontraron con los ojos. Arthur se mantuvo serio y Alfred sonrió a modo de saludo. De esas sonrisas que te dicen que luego de eso viene una conversación, alguna aproximación más íntima, porque nadie da esas sonrisas gratis.
Arthur levantó su copa a modo de saludo y Alfred acortó la distancia. Se preguntaron nombres. Hablaron de las obras expuestas, miraron algunas juntos; Alfred intentó comprenderlas, Arthur ser reía de sus ocurrencias, hacía mucho que no se reía tanto. Tomaron otras copas y salieron a la terraza, Arthur sacó un cigarrillo, había viento. Alfred le ayudó a encenderlo haciendo entre sus manos un refugio para el fuego. Arthur levantó la vista una vez prendido y se encontró de lleno con los ojos azules a unos centímetros de su rostro.
Y la sonrisa de nuevo.
-Tienes los ojos más verdes que haya visto en mi vida.
Arthur los abrió de sorpresa y Alfred pareció fascinarse aún más. Arthur cambió el tema con cierta brusquedad. Le preguntó por su acento. Era de Tennassee; una suerte de mente brillante de un pueblo muy pequeño que llegó a estudiar a la gran Manzana y ahora hacía su maestría en el MIT. Tenía esa ingenuidad curiosa de niño de pueblo con una avidez en la mirada típica de quien era científico.
Pese a sus escasos veinticuatro años, había sido muy atento al escuchar la presentación de Arthur: inglés, bibliotecólogo de la universidad de Harvard, treinta años, serio, antisocial, lector, rubio trigo, ojos verdes, pelo desordenado y erizado, pálido, unos dos centímetros más bajo, fumador social, bebedor por ansiedad.
La segunda vez que salieron a la terraza ya tenían más confianza, hicieron unas bromas, Arthur fue irónico y Alfred receptivo. Arthur dejando la apatía y Alfred la distancia. Puso su mano en la espalda del inglés en un momento, la abrió en toda su palma y dedos abarcando gran parte del espacio sobre la chaqueta del saco y sonrío, Arthur sintió sus piernas de lana. La gala llegaba a su fin, Alfred preguntó que haría luego. Arthur dijo que se debía ir a dormir. Debía hacerlo de todos modos, porque era viernes, porque el sábado iba al mercado, porque tenía que hacer un inventario de los libros de su casa. Por costumbre.
Alfred le ofreció caminar juntos hasta High Street donde se hospedaba el estudiante. Al llegar al edificio hubo un intento de despedida, un apretón de manos dudoso y posteriormente una petición temeraria - ¿Tú besas hombres? - que le retumbó al inglés en los oídos y le fracturó algun rincón importante de su inteligencia. Asintió. Se acercó, fue acercado, se aproximaron y se rozaron apenas. Alfred sonrío en el beso y Arthur tomó su labio riente; porque quiso.
Poco a poco las ganas de caminar hacia la estación y volver a su sábado de mercado e inventario iban desapareciendo. El "quédate conmigo" fue un aliciente gatillador. Entraron al departamento a escondidas, el conserje cabeceaba, abrieron la puerta del piso, un solo ambiente, cajas, libros por ahí y por allá, una cama y un refrigerador.
-Estoy armándolo aún... disculpa el desorden- se excusó el estudiante. Arthur no era fanático del minimalismo y las cajas de cartón pero consideró que no había que fijarse demasiado en eso en momentos tan caóticos como aquel.
Se miraron. Alfred se sentó en la cama y Arthur se posicionó en frente suyo. Sabían lo que iban a hacer y aún en ese momento, el inglés lamentó no poder tocarle el cabello por ser un gesto demasiado íntimo. En cambio llevó la mano al cinturón. Ahí estaba lo que ese jovencito podría entregarle.
Ahora Alfred estaba despertando, Arthur no se daba cuenta, con la vista fija en las cajas intentando aún salvar algún detalle en su memoria porque dentro de poco volvería a su departamento a la soledad. En su reloj de pulsera – ahora sobre una caja al lado de la cama – decía que eran las 11 y algo de la mañana y aún era tiempo de ir al mercado y hacer el inventario.
No se esperó el beso en su hombro, una boca húmeda dejando toques tan sutiles sobre su piel expuesta, la sábana cubriéndolos a ambos. Arthur se sorprendió. Eso no era un saludo convencional por parte de un ligue de una noche.
-Hola- le dijo la voz somnolienta del más joven como si fuese lo más normal del mundo.
-Buenos días.
-Cómo has dormido.
-Bien.
-Estás cómodo.
-Sí.
-Es que esta cama es muy pequeña...
-Es para una sola persona.
-Yo dormí mejor que todos los días desde que llegué a la ciudad.
Arthur no quiso decir la verdad, que él dormía mejor en su cama de dos plazas. Eso no es algo que se le dice a un recién conocido que ha dedicado tantas horas a la mutua satisfacción.
Unos ruidos en el pasillo, fuera del departamento de Alfred, les indicó que había gente. Varias personas. No se entraban. Pedían ayuda unos a otros, decían "Deja eso sobre la encimera... a la entrada no que molesta... no no, que suba primero los muebles y luego los aparatos..."
-Otra mudanza – dijo Alfred, más como dándose cuenta que explicándole a su invitado.
-Justo ahora -se quejó el inglés tapándose la cara con las manos.
-Debo hacer la marcha de la vergüenza – expuso el inglés, sin hacer fuerza por levantarse.
-Si esperas un poco más, no habrá nadie en el pasillo y no será vergonzoso – aseguró el estudiante con esa sonrisa de limpieza (infantil) y malicia (científico).
-Entonces esperaré un poco más- aceptó Arthur, con un tono inteligente, de quien acepta lo razonable. Alfred rozó sus labios de nuevo, con su nariz, con su boca, se abrieron, se encontraron, siguieron, se abrazaron, uno se puso sobre otro – de nuevo - las piernas enredadas, las entrepiernas despertando – de nuevo – un gemido lánguido. Estuvieron demasiadas horas despiertos para tener energía. Vieron salir el sol el medio de su tarea. Fueron muchas cumbres alcanzadas en una noche, muchas horas y sin embargo no fue suficiente. Qué difícil y que desafortunado era estar tan cansado.
Se separaron, se rieron. Alfred pasó los dedos por su cabello, mirando con atención la forma en que este se adhería en la frente, en sus patillas. Como si ese pelo pajoso fuera algo digno de mirarse con atención. Entonces Arthur supo que podía llevar sus manos a al cabello del más joven; lo hizo, con inseguridad, como quien sobrepasa una barrera importante, suavemente. Metió sus dedos entre los mechones dorados algo enredados y pegajosos de sudor de labores, de horas restregándose contra otro cuerpo.
Y ese restregarse, eso de poner la boca en esos lugares, eso de entrometerse uno en otro, eso era normal, saludable y no íntimo. Habían barreras que se traspasaban en ese momento, en que ya habían acabado, en que Arthur debía irse a su compra en el mercado y a su inventario de día sábado pero seguía metido en la cama de este desconocido que no era nadie en su vida pero que se comportaba como si fuese algo.
Esos gestos eran anomalías en la danza primitiva del sexo. Y Arthur lo sabía, porque esa danza la conocía muy bien.
Lo suyo era eso, encerrarse en los libros y fuentes de día y se pronto buscar algún anónimo para saciarse la necesidad de contacto humano por la noche.
Arthur podía pasar revista a algunas imágenes sueltas. El que conoció en el pub de pool que tenía las manos grandes; el italiano que maldecía mucho y era muy ruidoso durante el acto; ese con nombre griego que impartía literatura clásica en Harvard y que era tan fuerte que lo había trasladado del sillón a la cama sin esfuerzo alguno. El rumano que tenía un fetiche con morder el cuello... recordaba acentos, alguno que otro gesto sobresaliente, un perfume... nada más.
Este se llamaba Alfred, era estudiante de Física aplicada y tenía una manera ingenua y maliciosamente inconsciente de tejer sus redes alrededor de modo que el prisionero no quisiese huir.
Un estómago sonó. Alfred pidió disculpas, divertido con su propia torpeza, y se puso de pie, buscando su ropa interior para cubrirse apenas lo necesario mientras iba al refrigerador.
-¿Quieres algo?, Es tarde ya... no tengo nada muy sofisticado, pan, jugo de naranja, yogurt...
-Yogurt.
-Bien.
Arthur se preguntó a qué venía todo eso. Se supone que Alfred debería inventar una excusa barata como "tengo una reunión" o "tengo que ir a comparar unos muebles" (lo que sería perfectamente creíble), todo para echar al extraño de su casa lo más temprano posible. Entonces Arthur lo recuerda: es menor, un chico sureño, católico. Seguro aún no aprende las mañas y convenciones de los treintones de ciudad (No es que Arthur tenga prisa de que las aprenda).
Tal vez Alfred no tiene nada mejor que hacer que estar ahí con él. Tal vez no tiene a nadie mejor con quien pasar el rato. Arthur era capaz de identificarse con eso. Boston podía ser una ciudad demasiado grande, aún más en invierno.
El inglés se incorpora con la sábana cubriéndole apenas. No tiene prisa por vestirse. Primero a comer, luego a vestirse y a la calle. Ya no irá al mercado, solo le queda el inventario.
Alfred le lleva el yogurt en un vaso y el lleva bebiendo el jugo desde la caja. Arthur da las gracias y comen mirándose, se ríen. "¿Está bueno?", "Sí", "Tengo solo de vainilla", "Está bien, me gusta, ¿sólo beberás jugo?" "Por ahora sí", "Debieras hacerte un pan", "Más tarde".
No se dieron cuenta que la gente de la mudanza ya no se escuchaba. En ese momento Arthur podría haber salido y nadie se hubiese dado cuenta. Pero ahora hablaban de películas y aunque a Alfred le gustaba la ciencia ficción, estaba interesado en el thriller que el inglés le recomendaba. Y aunque a Arthur le gustaba el cine más antiguo, igual podría considerar ver las películas nuevas que Alfred decía que estaban bien. Se contaron las tramas, se hicieron unas bromas tontas. Los dedos de uno iban distraídamente sobre los brazos, costados, la espalda del otro. Alfred era mucho más expresivo, cerraba los ojos cuando Arthur tocaba una parte en especial. Sí estaba muy contento lo besaba y parecía que iban a empezar de nuevo, pero no. Ya eran casi las dos de la tarde.
-Tengo comida congelada, podemos almorzar.
-Claro...
Qué más daba. Ya no hizo el inventario.
Calentaron una lasagna en el microondas y la comieron ahí sobre la cama. La gente de la mudanza había vuelto y Alfred sonrío malicioso.
-Estás atrapado para siempre-
-Ya se irán.
-Claro que no, fueron a comer, volvieron, seguirán trabajando hasta que terminen.
-Debí vestirme hace una hora
-Pero tu flojera le ganó a tu voluntad.
Arthur se hubiese indignado. Él era muchas cosas pero no perezoso. No quiso armar un conflicto de ello.
-¿Está bueno?
-Sí
-Cuando acabe...
Alfred dejó su plato de lado y se lanzó a su regazo.
-No, no...
-Debo buscar mi pantalón
-Nunca encontrarás nada en este departamento, eso te lo doy firmado.
Arthur rió mirando el desorden a su alrededor y resopló.
-No sé cómo puedes vivir así...
-Ahora el desorden es mi aliado.
-Tendré que salir envuelto en la sábana.
-Ahora, ESO sí sería la marcha de la vergüenza.
-Claro, en especial porque está todo el mundo y sus madres afuera en esa jodida mudanza.
-Siempre puedo avisar al resto de los vecinos a que te vean salir en tu gloria de mi departamento.
-Puedo tomar el tren agarrándome la sábana, llegar a mi casa y decirle al vecino que me vea "he ido a visitar a unos amigos y he perdido mi ropa en el camino, qué torpe soy a veces, imaginese, perder la camisa, los pantalones, los zapatos, el teléfono... apenas me traje las llaves conmigo y recordé ponerme una sábana".
La risa esta vez salió de ambos. Sigueron con la lasagna. Y se miraron, y Alfred besó su hombro y su antebrazo por inercia y Arthur se estremeció, también por inercia. (Y la verdad ¿a qué tanto apuro?, no había nadie en su casa esperándole ni exigiéndole que compre verduras o que ordene los libros). Y hablaron de música, de que a Alfred le gustaba bastante el country y el folk, de que a Arthur le gustaban los conciertos de flauta y cuerdas de Vivaldi y Telemann. Alfred cantó un trozo de una canción que le cantaba su abuelo, tocando una guitarra de aire. Arthur hizo un amago de aplauso, uno mudo y se miraron. La gente de la mudanza había logrado instalar el Stéreo y escuchaba una radio con música de moda.
-Nunca había conocido a alguien interesante haciendo esto- le dijo Alfred con soltura. Arthur no supo como interpretarlo. ¿Cómo se contesta algo así?
-Yo nunca me había quedado a hablar después de...- "Ni a comer, ni a abrazarme" y tal vez no había sido una cosa muy amable, aun así, era un cumplido – pero es muy tarde, van a ser las siete... tengo que irme.
Se puso de pie, porque si seguía anunciando su partida y esperando una especie de autorización, iba a quedarse en esa cama hasta que los de la mudanza se fuesen a dormir en su nuevo hogar. Caminó hacia el baño. Necesitaba sentirse humano de nuevo. Al salir del baño secándose con una toalla que encontró, Alfred estaba casi vestido. Arthur dejó la toalla de lado y comenzó a caminar desnudo en busca de su ropa.
-Yo creo que ese look te viene mejor que la sábana.
-Claro, entonces la marcha de la vergüenza sería además un escándalo moral.
-Oh, claro, el conservadurismo del viejo Boston.
Los ojos del estudiante viajaban por la columna, la baja espalda, las piernas, los músculos tensados mientras se agachaba a recoger los calzoncillos, el pantalón, los calcetines. Y la Camisa... "Dónde carajo está la camisa". Arthur buscaba en medio del desastre de libros y cajas de que estaban apilados en el piso y Alfred seguía sentado en la cama con una de esas miradas que les salen tan bien a los perros y a los niños cuando están pidiendo perdón.
-Ya la ví – dijo el estudiante poniéndose de pie para sacar la camisa que apenas se asomaba desde detrás de una caja y acercándosela. Se rozaron los dedos, Arthur miró para el suelo esbozando una sonrisa boba y avergonzada, obligándose a recordar que había pasado más de doce horas desnudo con Alfred en la cama y que habían hecho mucho más que tocarse las manos, por tanto no había razón para avergonzarse. Era absurdo. Alfred le devolvió una sonrisa cándida con hoyuelos y líneas en los ojos. Arthur de pronto comenzó a lamentar terriblemente el haberse levantado, deslizó su camisa por entre los dedos del americano para comenzar a ponérsela con la mirada atenta del otro encima.
Al acabar con los botones, el estudiante se puso de pie, invadió su espacio personal como si tuviera derecho a hacerlo – y lo tenía, Arthur se lo había dado – pegó sus frentes y preguntó persuasivamente.
-¿Puedo verte de nuevo?
Arthur pestañeó, una, dos, tres veces.
-Si quieres hacerlo, por qué no.
Nuevamente la inseguridad, porque en serio... ¿ por qué?
-¿Me das tu teléfono? Toma mi movil, anota el tuyo, te llamaré cuando termine los trámites de incorporación y podemos salir ¿te parece?
-sí
-Te dejo en la puerta.
Y salieron de la mano. Y era estúpido, pero necesitaban una excusa para tocarse, porque quedaba tan poco; el sol en alto, casi las siete de la tarde, el sábado encima. La noche ida, los besos en el pasado.
Hubo un último beso en la puerta de entrada del edificio.
El conserje no vio o se hizo el tonto.
-Te llamo
-Claro – dijo Arthur con ese temblor incrédulo y se dio vuelta para seguir por la calle. Con el sol en alto y moribundo, el día sábado sin mercados ni inventarios, ¿Y si había anotado mal su número? ¿cuáles eran las posibilidades de volver a encontrarlo si había ocurrido un error de ese tipo? ¿En una ciudad como Boston? ¿Cuántos Alfred Jones podían haber en Boston? Al menos sabía donde vivía. "No te vas a materializar en ese departamento si no eres llamado, Arthur Kirkland, ya basta, esto es un polvo de viernes por la noche, lo que hacen los adultos hoy por hoy."
A dos cuadras de su casa sintió el bip del teléfono.
"¿Arthur? Este es mi número, si quieres mandar mensajes puedes hacerlo. Estaré ordenando mis cosas. Que tengas un buen día, love."
Arthur enrojeció porque estaba completamente seguro de que a él se le había escapado esa palabra típicamente inglesa para referirse a él en medio del delirio y eso delataba toda esa humanidad, ese instinto de animal social que quería negar. Maldito lenguaje involuntario.
No obstante tenía un mensaje en su teléfono diciéndole de un modo modesto que querían verlo de nuevo y en la estación Orange Back Bay, en la parte subterránea, estaba oscuro, habían noches artificiales.
El cielo naranja azulado del frío crepúsculo otoñal lo saludó al salir; era como la misma hora y el mismo color en que el día anterior, cuando había tomado el tren para ir a la exposición de Francis.
Daba como para pensar que la noche no había acabado.
