Llora y llora y llora y no habla ni una vez, no pregunta el 'cómo' o el 'por qué', no mira más allá de la mano sujetándola, forzándola a avanzar. Llora y el mundo es una cosa líquida y transparente, resumida en la curva cansada de la espalda del hermano que deja atrás, del vacío que crean sus manos al soltarla.
Ruega, a veces. Pero el hombre no escucha.
Así que llora, y se calla.
Son impresiones que esconde en la forma de su talón -el crujir constante de hueso al andar-, en la sonrisa y el canvas vacío que queda donde debería haber forma, donde debería haber presencia, donde podría haber habido constancia, en su cabeza.
Es según la han forzado a ser, tiene según lo que ha logrado esconder, conoce según las puertas encerrándola van dando entrada. No hay ventanas en su jaula, vistas que puedan ser apreciadas.
Su vuelo es uno que nace no por mérito, pero por decreto, y el cielo que ese saber le entrega es uno de cuatro esquinas contadas, sin puerta o ventanas, trayecto a inicio anunciado.
Se acomete a las esquinas.
Si sueña, lo hace con el eco de las cosas que quizás fueron y quizás no imagina, las cosas que quizás estuvieron ahí y que quizás fueron suyas. Sueña con la imposibilidad de haber poseido, con la probabilidad de haber existido como un algo íntegro y multicolor, confinada a andar por tierras sin frontera.
Sueña que sus manos no son soltadas, y sueña que por alturas no anda.
Sueña con nada.
