Merlin acomodó su cabeza en el bote de madera, ya adornado con la fauna del lugar, sin poder evitar que sus lágrimas cayeran, rebeldes, por su rostro.
Arthur mantenía sus finos parpados decididamente cerrados. Sus cabellos brillaban como el oro en aquella tarde y por primera vez Merlin permitió que una acuosa sonrisa le bailara por los labios al pensar lo que el chico le diría si supiera lo que opinaba de sus pestañas algo femeninas.
Sorbió su nariz y se quitó con rudeza innecesaria las gotas de agua que seguían rodando por su cara mientras apreciaba al otro chico.
Arthur, pálido, embarrado, con sus ojeras violáceo-negruzcas estando sin cuidado debajo de su rostro y su tosca armadura que permanecería en aquel cuerpo noble por la eternidad, era la cosa más hermosa que Merlin hubiera visto.
Sus facciones, siempre algo duras, por fin se veían relajadas en aquella barca; y el brujo, al mismo tiempo que, ya sin importarle su alrededor, se inclinaba a besar esos labios que en algún momento le parecieron la fuente de calor más estable en todos los reinos, se levantó de la tierra, acomodó los cabellos ahora rubio-ceniza del muchacho y conjuró el embrujo.
La barca comenzó a alejarse como Arthur se había alejado de la vida en sus brazos; una vez en la mitad del majestuoso lago, el bote ardió y ardió y ardió…
Quizás Camelot seguiría en pie, quizás Gwen sería una excepcional gobernante, quizás Gwain aceptaría seguir siendo caballero y Leon conllevaría la muerte de su amigo; mientras tanto, Merlin seguiría esperando a Arthur en la orilla del lago.
