Kim Mills no dijo nada en absoluto mientras abrazaba a su padre, que también estaba en silencio mientras miraba la escena a su alrededor con sorpresa.
Cuando había vuelto a rastrear a los traficantes de personas estaba dispuesto a no tener ninguna piedad con ellos. Sabia que esto iba a acabar así, que los dos hijos que le quedaban a Murad Hoxha iban a seguir los pasos de su padre, pero había decidido dejarlos vivos por compasión, un error que estaba pagando ahora.
O lo haría si no estuviesen todos, excepto su hija y unas pocas mujeres que había liberado de sus celdas, muertos cuando llego a la base principal.
Tanto él y los traficantes tenían algo en común. Ambos subestimaron a su hija.
Cuando la vio despellejando vivo al último traficante con una calma sobrehumana después de haber aparentemente fusilado, destripado y descuartizado a cada otra persona en el edificio había sentido orgullo por lo que su hija logro y tristeza porque se viese obligada a seguir su ejemplo para sobrevivir.
No fue hasta que acabo y se dio la vuelta que supo que allí estaba su niña, la misma hija que fue traumatizada por los albaneses años antes. Sin embargo, su cachorro había crecido, transformándose en la misma clase de depredador que él incluso si no tenían el mismo entrenamiento.
Por eso la estaba abrazando. Para consolarla. Para mostrarle que estaba allí para ella. Para decirle que estaba orgulloso de que pudiese arreglárselas sola, sin necesidad de ser salvada todo el tiempo. Para demostrarle que la quería independientemente de sus actos y elecciones en la vida.
Para mostrarle que aún era su hija y no un monstruo como esos hombres.
