Hermanos, después de todo.

Las casas de la aldea estaban siendo pasto de las llamas, quemándose con sorprendente rapidez. El fuego devoraba todo lo que encontraba a su paso, creando inmensas cortinas de humo negro que se elevaban al cielo; creando una atmósfera hostil y siniestra.

El cielo parecía ser uno con el fuego. Sus colores eran extrañamente rojizos para esa hora del día, y el reflejo del sol sobre las nubes acrecentaba esta impresión de ver un cielo de sangre y de fuego.

Los aldeanos corrían despavoridos en todas direcciones intentando salvar sus vidas y, en el caso de los más valientes, intentaban ayudar a todo aquel que pudieran. No había tiempo para pensar en salvar sus posesiones.

Muchas personas quedaban atrapadas entre los escombros de las chozas derrumbadas. Vigas de madera envueltas en llamas, muros que se derruían sin el más previo aviso, caballos encabritados por el temor de ser pasto del fuego, chispas de fuego que saltaban por todos lados cuando menos se esperaba...

Los gritos agónicos de los heridos y moribundos retumbaban en los oídos de todos los presentes, desanimándolos y entristeciendo sus corazones.

Era realmente desesperanzador.

Incluso los niños acababan mal. Muchos se asfixiaron con el humo, otros quedaron atrapados entre los escombros de lo que había sido antaño su hogar, otros fueron presa del fuego. Desde luego, quien hubiera provocado aquello no tenía corazón, era inhumano.

Pero tampoco había tiempo para detenerse a buscar al culpable de aquella masacre. Era prioritario salvar a la gente. Cuantas más vidas salvasen, mejor. No había tiempo que perder.

Los aldeanos que ya estaban fuera de peligro observaban impotentes como los suyos morían, sin poder hacer nada por evitarlo. Sería demasiado arriesgado volver para intentar ayudar, y no habrían valido la pena el esfuerzo y las vidas de los que los habían ayudado a ellos.

A pesar de que intentaban ser fuertes, muchos no podían evitar exteriorizar su pena en forma de llanto y lágrimas. Desde su posición, los aullidos de dolor y de muerte eran claramente audibles. Aún sin ver gran cosa, aquel sonido era suficiente para estremecer los corazones de los supervivientes. Sabían que muchos de los que morían allí lo hacían lentamente, quemados vivos, experimentando un sufrimiento infinito. La sola idea era angustiante.

Muchos de sus seres queridos se hallaban allí, sufriendo una muerte lenta y agónica, y ellos no podían hacer nada por ellos...

Inuyasha iba en cabeza del grupo, algo malhumorado. Los demás le seguían, pero no parecían muy contentos con él. Sobre todo Kagome. Parecía que estaba algo triste y andaba perdida en sus pensamientos desde que él volvió...

Había vuelto a ir en busca de Kikyo.

Solo había sido necesario divisar una de sus serpientes caza almas en el firmamento, sobrevolando un bosque, para que el medio demonio saliese corriendo en su busca sin tan siquiera dirigirles una mirada o una palabra a sus amigos.

Regresó dos horas más tarde, sin decir nada de lo que había pasado en aquel encuentro entre él y Kikyo.

Kagome tenía muy asumido que Inuyasha seguía amando a la sacerdotisa, desde hacía ya mucho tiempo. Pero aun así... se le rompía el corazón cada vez que él decidía ir en su busca. Y sufría mucho con aquella situación.

Aún albergaba la esperanza de que algún día pudiese amarla a ella, que se diese cuenta de que Kikyo pertenecía a su pasado, y ella a su presente... Pero, aunque así fuera... ¿cómo podía tan siquiera pensar en eso, perteneciendo a una época tan distinta a la suya? Tal y como estaban las cosas, poco importaba que Kikyo estuviese muerta. Que viviesen en épocas distintas... ¿no era acaso una separación similar a la que provocaba la muerte?

Inuyasha podía elegir a la que quisiera, y ella no tendría voz en aquel asunto. Y era completamente normal que escogiese a Kikyo, ¿no? A fin de cuentas, ella había sido su primer amor.

Dirigió una vez más su mirada al medio demonio, que seguía sin mirar hacia atrás, obstinado, negándose a pedir perdón o a dar alguna explicación. ¿Por qué tenía que ser tan cabezota? ¿Es que no se daba cuenta del daño que le hacía cada vez que iba a verla a "ella"? ¿O era que no le importaba hacerle daño?

Frunció levemente el ceño ante este pensamiento. No, no podía ser eso. Había demostrado en muchas ocasiones que sí le importaba, y ella sabía que el chico sentía algo más que una simple amistad por ella. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no se atrevía a mirarla a los ojos cada vez que volvía de un encuentro con Kikyo?

Las voces de sus amigos la hicieron salir de sus confusos pensamientos.

- No falta mucho para llegar a la aldea más cercana- comentó Miroku, calculando el tiempo que llevaban de viaje- En la aldea en la que estuvimos el otro día me dijeron que se encontraba a tan solo un día a pié, y ya casi hemos completado una jornada desde que salimos.

- Sí, tienes razón- confirmó Sango, echándole un rápido vistazo al paisaje.-Conozco estas tierras. Hay una aldea no muy lejos de aquí. Si nos damos prisa, no tardaremos en llegar.

Shippo subió de un salto al hombro de Kagome, sorprendiéndola levemente. Ese zorrito era algo inquieto, y muchas veces hacia las cosas demasiado rápido como para que ella se percatase de todo cuanto hacía.

- No podemos tardar mucho en llegar- dijo desde el hombro de la sacerdotisa.- Esta noche es Luna Nueva.

Kagome abrió más los ojos. Sí, era cierto. Aquella noche sería Luna Nueva, y no les convenía estar en medio de ninguna parte, expuestos a toda clase de peligros y demonios, mientras Inuyasha era humano. Sabían defenderse todos perfectamente, pero más valía no correr riesgos.

-Keh- soltó el hanyou, hablando por primera vez desde hacía ya un buen rato- No tenéis por qué preocuparos por eso. Aun en mi forma humana, soy más fuerte que vosotros.

- Sí, claro, "señor todopoderoso", tú eres invencible- ironizó Sango, alzando los ojos al cielo, hastiada del mal humor del hanyou.- Pero eso no quita que seas un insensible y cabezota.

Inuyasha se volvió hacia ella, lanzándole una mirada desafiante. Ella ni se inmutó, y se dedicó a devolverle la mirada, altiva. Miroku se acercó a Inuyasha, posando una mano sobre su hombro, intentando cortar la tensión del ambiente.

-Vamos- dijo en tono conciliador- No comencéis una pelea absurda.

Inuyasha no dijo nada, aunque seguía de mal humor. Sango dejó escapar un suspiró, mientras negaba con la cabeza.

Kagome sabía que Inuyasha estaba enfadado consigo mismo, más que nada, por tratarla de esa manera. Fingía que no le importaba, pero sabía que él se sentía culpable cada vez que iba a ver a Kikyo y la dejaba a ella atrás. Y, además, odiaba las noches de Luna Nueva; odiaba su apariencia humana. Sango, por su parte, no soportaba ver como el hanyou hacía daño a su mejor amiga, y le costaba contenerse y no echárselo en cara.

La sacerdotisa se acercó a Sango, y hablando en apenas un susurro para que Inuyasha no escuchase, le susurró al oído:

- Gracias por preocuparte por mí, Sango, pero no es necesario que actúes así.

La exterminadora la miró con comprensión, y esbozó una triste sonrisa.

- Ya lo sé- la reconfortó, hablando en el mismo tono que ella- Pero sabes que no soporto que te trate así. Es un insensible... Lo aprecio, como os aprecio a todos vosotros, pero a veces no logro entender el por qué de sus acciones. A pesar de que sabe cómo te sientes no hace nada para evitar el daño que te hace.

La muchacha de cabellos azabaches negó con la cabeza.

- Él lo sabe, eso es verdad. Pero no digas que no le importa.- dirigió su mirada hacia él, y vio que el muchacho la miraba por el rabillo del ojo. Cuando el hanyou se percató de que Kagome lo miraba, un leve sonrojo tiñó sus mejillas, y volvió la vista al frente, aparentando indeferencia. Kagome sonrió levemente- Se siente culpable y enfadado consigo mismo, y esa es su manera de manifestarlo. Yo no puedo reprocharle nada, en realidad es muy atento conmigo.

Sango no dijo nada. Comprendía los sentimientos de su amiga, y también un poco los de él. Pero no podía evitar preocuparse por Kagome. Ella ya había sufrido mucho, y se merecía ser feliz.

Siguieron andando sin decir nada, cada uno encerrado en sus propios pensamientos. Sólo Kagome y Shippo hablaban. El pequeño zorrito no soportaba la tensión que se formaba entre sus compañeros, y se sentía infinitamente mejor si hablaban con normalidad. Así que, ¿qué mejor que apaciguar los ánimos e intentar que todos se relajasen?

Comenzaron a hacerse visibles los primeros rastros de población, con todos aquellos campos cultivados y los senderos que pasaban a ser caminos más transitables. La aldea debía estar muy cerca ya.

De repente, un fuerte olor inundó las fosas nasales del hanyou. Se detuvo súbitamente, sorprendiendo a todo el grupo, que siguió su ejemplo y se quedó inmóvil, dirigiéndose miradas inquisitivas unos a otros.

- ¿Qué ocurre, Inuyasha?- cuestionó el monje, intentando vislumbrar en el paisaje algo fuera de lo normal.

- Huele a humo y sangre- dijo simplemente, y, sin previo aviso, comenzó a correr en dirección a la aldea.

El cuerpo de Kagome entró en tensión. ¿Otro ataque? ¿Más muertes? Entrecerró los ojos con dolor. ¿Es que la gente no tenía derecho a encontrar paz y vivir una vida tranquila?

Echó a correr detrás del hanyou, y sus compañeros no tardaron en seguirla, mientras se preparaban mentalmente para lo que iban a encontrar cuando llegasen a la aldea.

Sus dedos volvieron a crispar con fuerza la tela de su elegante kimono, haciendo que éste se arrugase. No podía evitar que las lágrimas rodasen libremente por sus mejillas, a pesar de que, siendo quien era, no podía permitirse el lujo de demostrar debilidad. Pero no podía evitarlo, era demasiado doloroso.

Los guardias corrían hacia el castillo, que se encontraba en el lugar más elevado de la aldea. Al igual que todas las cabañas, el castillo ardía como una tea, mientras inmensas cortinas de humo negro se elevaban al cielo. Los hombres intentaban acceder al interior del castillo, pero era algo realmente difícil. Los escombros caían sin previo aviso sobre algunos de ellos, y los demás perdían un tiempo precioso sacándolos de debajo de los tablones de madera carbonizada. El castillo, en aquellos momentos, era casi inexpugnable, pero para sus propios habitantes y cualquier persona que tuviera intenciones de entrar.

La mujer veía con impotencia desde un lugar resguardado del peligro como su hogar era pasto de las llamas. Pero lo que la hacía sufrir era saber que su hijo pequeño se encontraba ahí dentro, y la certeza de que era muy improbable sacarlo de allí con vida.

Miró desesperanzada a su marido en la distancia, que trataba inútilmente de acceder al castillo junto a los guardias. Las gotas de sudor perlaban su frente, y estaba muy sucio, al igual que los guardias. Apenas se podían reconocer las facciones de cada uno de ellos entre el humo y el polvo, pero ella sabía que era él por su forma de actuar y por su imponente armadura.

Volvió a dirigir su mirada cargada de dolor al castillo donde se encontraba atrapado su hijo. Cómo le gustaría poder hacer algo por él, en vez de quedarse de brazos cruzados sin hacer nada, mientras sufría interiormente por el destino de su hijo.

Llevaban ya varias horas así, sin ningún resultado, y la noche comenzaba a caer implacable, extendiendo su manto negro por el firmamento, sin la presencia de la plateada luna. El astro rey comenzaba a ocultarse por las montañas del oeste, pero aún manaban algunos haces de luz sobre aquellas desoladas tierras.

Sí, desde luego, ya había pasado bastante tiempo desde que aquella pesadilla diera comienzo, y aún no terminaba.

Una de sus sirvientas llamó su atención tímidamente. Era muy joven, el cabello azabache lo retenía en una cola baja, y sus ojos grandes y azules brillaban con más fuerza que nunca, resaltando con el color negruzco que había adquirido su piel al ensuciarse con el polvo y el humo. Vestía un sencillo kimono que en aquellos momentos estaba tan sucio como su dueña. Tenía la respiración entrecortada después de haber corrido desde la loma de la colina hasta donde se encontraban los habitantes que quedaban del castillo, y parecía de pronto esperanzada.

- Señora- dijo mientras hacía una leve inclinación. Luego volvió a mirarla con ojos brillantes y con una pequeña sonrisa en los labios.- Han llegado unos viajeros que dicen ser un moje, una exterminadora, una sacerdotisa y unos demonios inofensivos, ¡y han prometido ayudarnos!

La mujer se llevó una mano al corazón, sintiendo renacer la esperanza en medio del dolor. Su hijo podría salvarse... Al igual que su aldea. De todas formas, prefirió no hacerse muchas ilusiones. Tanto la guardia real como su propio marido llevaban horas intentado rescatar a su hijo sin ningún resultado. ¿Cómo iban a conseguirlo un grupo de muchachos?

- Ya llegan- informó la joven sirvienta, sin dejar de mirar el camino que llevaba al castillo.

Un grupo de aldeanos llegaba corriendo, acompañando al grupo de viajeros. A la cabeza de aquella multitud, se hallaba un chico de pelo plateado, cuya cabeza era coronada por dos orejas de perro. No aparentaba más de dieciséis años, y llevaba un haori rojo. Tenía unos preciosos ojos dorados y era bastante apuesto para ser de ser un medio demonio.

Avanzaba más rápido que los demás, y pronto se situó frente a la mujer.

- Por favor, salva a mi hijo- suplicó la mujer, tomándole del brazo, en cuanto el muchacho estuvo delante suyo, sin importarle que no fuese del todo humano.

El muchacho asintió.

- Se encuentra en el castillo, ¿cierto?- casi afirmó.

La mujer solo asintió, y el muchacho no perdió más tiempo. Corrió velozmente hacia el castillo, dejando a sus amigos atrás. No había tiempo que perder, y sería demasiado arriesgado que ellos se acercasen tanto.

Inuyasha llegó a la gran puerta de roble que había servido como entrada principal al castillo, y que milagrosamente aún se mantenía en pié. La sorteó sin mucha dificultad ante los asombrados ojos de todos los presentes, saltando por encima de ella.

La mujer suspiró esperanzada. Al parecer, ese chico era bastante ágil, y quizás lograse rescatar a su hijo. Suplicó a Buda por aquel el chico volviese a emerger de entre las llamas, con su hijo.

El humo le impedía respirar y le hacía lagrimear, pero eso no lo detuvo. Avanzó con cautela entre los muros y columnas que se consumían con el fuego, intentando visualizar algún rastro de vida humana en medio de aquel caos. Un crujido se escuchó por encima de su cabeza, y se apartó justo a tiempo para evitar quedar sepultado bajo un inmenso tabique de madera. Eso había estado cerca.

- ¡¿Alguien puede oírme?!- exclamó para hacerse oír entre los crujidos de la madera y el repiqueteo del fuego. No hubo respuesta.

Siguió avanzando, internándose aún más en el inmenso castillo. Maldición, le iba a costar salir de allí si se adentraba tanto, pero no podía permitir que aquel niño muriese.

Se encontró en medio de un largo pasillo, y fue abriendo puerta por puerta, pero no encontraba a nadie. La estructura comenzaba a ceder, ya no le quedaba mucho tiempo. Tenía que darse prisa.

Finalmente llegó a la última puerta, mientras el sol desaparecía en el horizonte. Su cuerpo palpitó, y, ante el horror de Inuyasha, sus garras desaparecieron, su pelo se tornó azabache y sus ojos, marrones: Se había convertido en humano.

El chico maldijo interiormente. Ahora sería más difícil salir de allí.

Abrió la puerta, y al fondo de la inmensa habitación, abrazándose a sí mismo y sollozando, se hallaba un niño de unos diez años, de pelo negro como el ala de un cuervo y ojos grandes y azules como zafiros. Se notaba que su ropa era costosa, a pesar de estar totalmente ennegrecida por el polvo.

Inuyasha se acercó a él, y le tendió una mano. El niño levantó su mirada hacia él, asustado, pero no dudó y recibió la ayuda que el ahora humano le brindaba.

Inuyasha lo cogió en brazos, y el niño se agarró fuertemente a su cuello, temblando como una hoja.

- No te preocupes, pequeño- lo tranquilizó el muchacho, acariciando los cabellos del niño- Te voy a sacar de aquí sano y salvo, cueste lo que cueste.

El niño sólo se aferró con más fuerza a él, incapaz de hablar. Inuyasha corrió lo más rápido que sus piernas le permitían, aferrando al niño contra su pecho.

No tardó mucho en atravesar el largo pasillo, y por fin llegó a la recepción. Estaba sudando por el esfuerzo realizado y el calor que lo agobiaba, y comenzó a toser cuando el humo comenzó a asfixiarlo. Sacudió la cabeza. No podía rendirse, tenía que sacar a ese niño y llevarlo junto a su madre. Vio como la puerta había caído finalmente, y el padre del niño y algunos guardias esperaban apostados muy cerca de donde estaban ellos. El señor de esas tierras le hizo señales a Inuyasha para que saliera por una abertura de uno de los muros de la habitación, y éste se dirigió rápidamente hacia él.

Pero al llegar junto al muro, una columna que sustentaba el techo y se hallaba envuelta en fuego se tambaleó peligrosamente, estaba demasiado cerca de ellos, e Inuyasha solo tuvo tiempo de lanzar al niño a los brazos de su padre. La pesada columna cayó sobre el muchacho, derribándolo. El señor del castillo le gritó algo, pero él ya no escuchaba nada. Estaba inconsciente.

Avanzaban lentamente, y sólo los cantos infantiles de una pequeña niña de ojos castaños llenos de vida y cabello azabache rompían el silencio que rodeaba a la comitiva. Iba sentada a lomos de un demonio de dos cabezas que se asemejaba bastante a un dragón, Ah-Un , y a su lado, un pequeño demonio enteramente verde y de carácter algo malhumorado le reprochaba el haber saltado en brazos del señor Sesshomaru cuando había visto a un demonio lobo.

- Jaken, ya es suficiente- lo cortó de pronto la voz fría del Lord de las tierras de Occidente, sin tan siquiera girarse hacia él.

El pequeño demonio tragó saliva, pero se repuso inmediatamente e hizo una exagerada reverencia.

- Como usted diga, señor Sesshomaru- respondió, sumiso.

- Abuelo Jaken- lo llamó de pronto la inocente niña, a lo que el demonio verde se giró hacia ella de nuevo- Dime, ¿por qué te molesta tanto que me acerque al señor Sesshomaru?

Jaken la miró como si hubiese dicho una estupidez muy grande.

- El señor Sesshomaru es un poderoso demonio, y hay que respetarle, niña tonta- escupió, alzando de nuevo la voz.

- Jaken- volvió a reprenderle el demonio de ojos dorados, con un timbre peligroso y de advertencia en su voz.

El pequeño demonio volvió a ponerse nervioso, y tras hacer otra reverencia, se disculpó de una manera un tanto exagerada y trató de no caer en los juegos de la niña en el resto del camino.

Sesshomaru caminaba silencioso, como siempre, oteando el horizonte. Esa noche no había luna, y solo las estrellas permitían algo de visibilidad.

Llegaron a la orilla de un río, y Sesshomaru vio los tonos anaranjados que adquiría el cielo detrás de unas colinas situadas al este.

Frunció el ceño, deteniendo su marcha repentinamente. No estaba amaneciendo, puesto que acababa de anochecer. Entonces, ¿por qué el cielo estaba de ese color en aquella zona?

Comenzó a correr en aquella dirección, siendo seguido de inmediato por sus acompañantes, que no entendían la reacción del taiyoukai.

- ¿Qué ocurre, señor Sesshomaru?-inquirió Rin, agarrándose fuertemente a su montura.

El hombre no respondió, y la pequeña no volvió a preguntar. Seguramente se enteraría cuando llegasen a su destino, y más valía no hacer enfadar a Jaken.

Corrieron durante cinco minutos, ya que tanto el señor Sesshomaru como Ah-Un eran considerablemente veloces. Sesshomaru podría haberse tele transportado directamente a aquel lugar, pero no quería dejar a sus acompañantes detrás, y le había prohibido a Ah-Un acercarse volando ya que no sabía que les esperaba, y volando serían un blanco fácil en caso de ataque.

Cuando llegaron y vieron que se trataba de un incendio, el Lord de las tierras de Occidente se relajó. Pero enseguida volvió a centrar su atención en la aldea. Ahí se encontraban los humanos que viajaban con su medio hermano, y gracias a su olfato descubrió que él también se encontraba allí, pero no lo veía por ningún lado.

Entonces, vio como uno de los aldeanos se acercaba a la muchacha que acompañaba normalmente a su hermano, y que, tras decirle algo, el rostro de ella cambió a uno de miedo. Rápidamente, el grupo se perdió de su vista al salir corriendo detrás de aquel hombre.

Algo grave había pasado.

- ¡Vamos, con cuidado!- exclamó, dirigiéndose a sus hombres.

Los guardias hacían todo cuanto estaba en sus manos para sacar al muchacho que había rescatado al príncipe de las llamas, pero resultaba una tarea costosa y complicada, por no decir imposible para ellos. Pero debían darse prisa, o de lo contrario, aquel muchacho moriría.

Inuyasha no se había movido ni un milímetro desde que cayó en la inconsciencia. Su cuerpo estaba aprisionado bajo la enorme columna, y el fuego se acercaba cada vez más peligrosamente a él.

A los guardias se les hacía sumamente difícil el simple echo de entrar a lo que antaño había sido la recepción del castillo, donde se encontraba ahora el chico. No hacían más que quitar escombros para poder abrir un pequeño pasaje para al menos una persona, pero cuando parecía que lo lograban se derruía otro muro, obligándoles a empezar desde cero.

Se escucharon unos pasos apresurados que se acercaban, y el señor del castillo se giró en dirección al sonido. Vio que se trataba de los amigos del muchacho. Sus semblantes eran de total preocupación y tristeza, y el pequeño demonio zorro era incapaz de contener su llanto.

Cuando la muchacha de cabellos azabaches vio la situación del chico, se llevó las manos a la boca, horrorizada. Su rostro palideció, y sus lágrimas amenazaron con desbordarse.

- ¡Inuyasha!- lo llamó desesperadamente el niño zorro, mientras luchaba por liberarse de los brazos del monje que le impedían acercarse a él.

- ¿Lograran sacarlo de ahí?- preguntó el monje, intentando que su voz sonara despreocupada, sin mucho éxito.

El señor del castillo suspiró pesadamente y se pasó una mano por el cabello.

- Hacemos todo lo que podemos- respondió con sinceridad- Pero no sé cuanto tiempo tardaremos en sacarlo, o si... Perdónenme por decir esto en un momento así, pero... no sé si lograremos sacarlo a tiempo- dijo, apesadumbrado- Lo siento mucho.

La sacerdotisa dejó escapar un sollozo y se dejó caer al suelo de rodillas, tapando su rostro con sus manos. Los semblantes de los otros se oscurecieron, y el zorrito lloró con renovadas energías.

- Lo siento de veras- repitió el señor del castillo- Él se ha arriesgado tanto por la vida de mi hijo, y entiendo vuestro dolor, puesto que antes de que éste muchacho llegase yo me sentía igual por el destino que le depararía a mi hijo si no sucedía un milagro.

- Entiendo- suspiró el monje, cabizbajo. Necesitaban un milagro para salvar a su amigo.

- ¿Dónde está el idiota de mi medio hermano?- se oyó una voz fría e imponente, que los amigos reconocieron al instante.

Todos se giraron en dirección a esa voz, claramente sorprendidos.

- ¿Ses... Sesshomaru?- tartamudeó Kagome, con los ojos abiertos de par en par.

El taiyoukai no respondió ni dijo nada, sino que siguió avanzando hasta situarse al lado de la muchacha, y buscó con la mirada a su medio hermano. Lo que vio le sorprendió, aunque se cuidó de no demostrarlo. El estúpido de su hermano estaba atrapado entre las llamas, inconsciente y en su forma humana. Y estaba en grave peligro.

No supo por qué, pero su corazón se encogió. No entendió a qué se debía aquella sensación tan extraña, pero algo en su interior le decía que tenía que salvar a su hermano, al igual que lo hacía cada vez que Rin estaba en peligro.

Sin decir nada, se internó en el castillo ante los asombrados ojos de los compañeros de su hermano. No se inmutaba ni un ápice, pero le estaba costando un poco hacerse paso hasta su hermano, debido a todos los escombros que encontraba a su paso y al cuidado que debía tener si no quería que toda la estructura se derrumbase sobre sus cabezas.

Tardó bastante tiempo en llegar a la sala en la que se encontraba el muchacho inconsciente. Por fortuna, éste aún respiraba, aunque dificultosamente. Pero las llamas lamían parte de su cuerpo, así que Sesshomaru no perdió más tiempo y trató de levantar la columna. Era bastante pesada, pero después de dos intentos, consiguió apartarla de encima del cuerpo de su hermano. Lo cogió sin mucha delicadeza y dio un gran salto hacia el exterior del recinto, antes de que éste se derrumbara por completo con un estruendoso ruido de madera entrechocándose y cayendo pesadamente al suelo.

Llegó junto a los amigos de su hermano, que lo miraban con agradecimiento y claramente reconfortados.

Dejó a su hermano en manos de Kagome, que le agradeció el haberle salvado la vida al muchacho, con lágrimas de agradecimiento en los ojos.

El taiyoukai no dijo nada, manteniéndose en su posición imperturbable y serena, pero le dirigió una disimulada mirada preocupada a su hermano. No tenía muy buen aspecto, pero el demonio ya no podía hacer nada más por él.

Sin una sola palabra, el gran Sesshomaru se perdió en la oscuridad de la noche, dejando a todos los presentes con la boca abierta.

Kagome abrazó con fuerza al inconsciente Inuyasha, acariciando su cabello negro.

- Oh, Inuyasha... Gracias a Dios que estás vivo...- sollozaba, hablando con un hilo de voz.

Shippo se acercó corriendo a la pareja, e inmediatamente se aferró con fuerza al muchacho, llorando.

- Inuyasha... Me asustaste, tonto- hipó.

Todos los demás se relajaron al ver esta escena. Finalmente, el muchacho estaba a salvo de un peligro inminente.

- Hay que ocuparse de él- señaló de pronto el señor del castillo, refiriéndose a Inuyasha.- Su vida aún corre peligro, hay que dejar que le vea un médico.

Miroku asintió lentamente.

- Sí, claro...- respondió, dándose cuenta de que el hombre tenía razón.

Él y Sango se acercaron a Kagome, que aún sujetaba el cuerpo del chico, acariciándole la mejilla con ternura.

Desde luego, les había sorprendido la forma de actuar de Sesshomaru. ¿Sería posible que apreciase la vida de su hermano, después de todo?

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Hola!! Antes que nada, espero que les haya gustado. En un principio, se trata de un One-shot, pero si ustedes quieren que continúe la historia, por mí no habrá problema. Todo depende de ustedes. Me dicen si les ha gustado, y si quieren que lo continúe.

Un besazo a tods, se me cuidan.

Atte: Erazal