Nota/Aclaración del Autor:
Primero que nada, buen día, tarde o noche tengas, estimado lector. Este espacio inicial (que espero sea breve; no prometo nada) está dedicado enteramente a lo que quiera comunicarte, y con eso dicho, quisiera hacer mención, o mejor y tal como antes dicho, aclarar, unas cuantas cosas sobre el escrito que vas a leer. Empecemos:
-Este es un fic original. En él podrás encontrar alguno que otro personaje que ya hayas visto en otro de mis escritos, sin embargo, he de decir que no cumplen el mismo rol, no necesariamente actúan o actuarán del mismo modo, y en resumidas cuentas, podrías considerarlos diferentes a las versiones que hayas visto antes. Con eso dicho, es posible que encuentres algún detallito, algún guiño o simplemente una referencia a sus contrapartes de otros fics.
-Esta es una historia que podría resultar dramática, y/o difícil de leer a momentos. Sin embargo, y sin querer dar nada a conocer aún, he de decir que no va a ser una historia plana. No esperes encontrar sólo drama, sólo felicidad, etc.
-La UCEP no existe; fue creada específicamente para este fic y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia (quizás un tanto voluntaria, en verdad). Así mismo, la enfermedad llamada "Fiebre Negra" no existe, y tal como la ya mencionada, fue creada para este fic.
-La película Bolt, así como sus personajes, no son de mi propiedad sino de Walt Disney Pictures y sus respectivos asociados.
Sin nada más que agregar, empecemos con el fic. ¡Espero verte pronto!
Capítulo 1: Ruptura
1)
La luz era tenue, difusa.
El sonido del metal venía a su mente como un recuerdo lejano, aunque muy claro a la vez, y le evocaba una imagen terrible: era frío, duro, implacable.
Impenetrable.
Un tintineo leve, y una puerta metálica de un grosor difícil de creer se abría en alguna parte.
Pasos.
Ellos volvían a entrar.
Y esta vez traían más instrumentos.
Todo esto lo vio y lo percibió durante uno de los tantos segundos de agonía que tenía tras cada cierto rato bajo el agua. Estaba agotado, extenuado.
Pero quería vivir. Y este anhelo era lo que, de hecho, le había impedido rendirse cuando el reloj de la sala había marcado ya dos horas. Dos horas de observación, de lucha feroz y de "selección".
Esa palabra lo confundía. "Selección". ¿Qué era una selección? ¿Y para qué serviría?, se preguntó mientras sus patas volvían a ceder y él volvía a sumergirse en el agua, arrastrado por la bola de hierro firmemente atada a una de sus patas traseras.
Le costaba respirar.
Le costaba luchar contra el peso impasible del cuerpo que lo arrastraba sin piedad hacia el fondo, hacia la oscuridad.
"Hacia mi muerte" le susurró su mente, y la idea hizo que volviera a sentirse aterrado. Volvió a la lucha, porque estaba tragando de esa agua y estaba ahogándose. Sus fuerzas no existían ya; sólo su voluntad era lo que lo obligaba a poner en marcha su cuerpo para tomar una profunda bocanada de aire antes de ser sumergido una vez más. Y pese a sus ansias de vivir, a su miedo de ir a lo profundo, sentía que cada vez que volvía a sumergirse estaba un paso más cerca de su fin.
Podía no tener conciencia de lo que sucedía fuera del estanque de pruebas, y podía no tener conciencia de lo que había fuera de la sala de laboratorio donde estaba siendo torturado y usado como conejillo de indias, pero sí tenía conciencia clara sobre una cosa: él no podía vivir bajo el agua. No podía respirar y su pecho protestaba, sus pulmones protestaban, sus ojos, con los que escrutaba de un modo desesperado la luz que parecía llamarlo, que parecía salvarlo y a la vez acentuar la oscuridad bajo él, tampoco estaban siendo amables con él. Pero habían aguantado. Sí, habían aguantado la presión constante tal como él había aguantado donde tantos otros no habían podido hacerlo, donde otros habían caído rendidos por el cansancio y la desesperanza y habían sido engullidos por la oscuridad al fondo del estanque, sólo para ser retirados de ahí y desechados, por no ser aptos. Por no haber aprobado la "selección". Smithy había ido a parar al tanque, y no había vuelto. También Buck y Church. Los primeros dos le pedían a él que los llamara por esos nombres, nombres que, según ellos, otras "personas" les habían dado antes de llegar allí. Church, por su parte, había nacido en el laboratorio, y no sabía de otros humanos que los que allí habían. Y nunca supo de otros tampoco, porque a sus cuatro años de vida, y pese a haber resistido varias pruebas, no pudo resistir las tres horas necesarias en el tanque. Lo cierto es que nadie había podido lograr la hazaña, y si Strider hubiese muerto aquel día, ahogado como tantos de sus compañeros, el humano de bata azul habría dado la orden de que siguieran adelante y experimentaran con todos los perros, sacándolos tras comprobar cuánto duraban en el tanque hasta empezar a agonizar.
Pero Strider lo logró.
Y desde el instante en que lo sacaron del tanque, su vida no volvería a ser la misma.
2)
Apenas podía mantenerse despierto mientras era trasladado al pabellón del centro, sujeto mediante correas que apretaban con una fuerza desmedida sus patas contra el frío acero que componía la camilla. Lo habían sacado del tanque con un cuidado que nunca había experimentado sino hasta ese momento, y lo atribuía a una esperanza renovada pero, sin que él lo supiera, inútil.
La esperanza de que lo dejarían en paz.
De que lo llevarían a ver el mundo de afuera. Y sin poder evitarlo, sonreía débilmente mientras los científicos hacían girar la camilla por el pasillo frío y húmedo, con unas paredes de roca tan negra como el carbón, y una tenue iluminación que dependía solamente de unas pocas lámparas que colgaban del techo, y que, de vez en cuando, temblaban.
El mundo de afuera tenía que ser mejor, se decía mientras miraba de reojo a quienes lo conducían hacia una nueva puerta, oxidada y con una rejilla a la altura de los ojos de los humanos. No se molestaron en abrirla primero, sino que golpearon directamente la puerta con la camilla para desplazarla, lo que hizo al perro dar un quejido de dolor y sorpresa. ¿Por qué no había luz tras esa puerta? ¿Por qué volvía a llegar a un cuarto idéntico a todos los demás, de roca, sellado, y con ese desagradable aroma que estaba por doquier, pero que nunca había podido identificar? ¿No había él aprobado la selección? Ciertamente le había costado, y pese a que la imagen borrosa que podía interpretar a través del agua del tanque se le antojaba cada vez más lejana, sentía una herida profunda en su pata, causada por la bola de acero que lo arrastraba hasta el fondo con una insistencia terrible e implacable, insuperable para tantos. El dolor se manifestaba mediante punzadas que le hacían arder palpitantemente la carne al aire allí donde el grillete había estado, y no estaba en todos sus sentidos por la sensación de asfixia que aún no se iba del todo.
-Esperen, ¿a dónde vamos? ¿No podemos ir afuera? ¡Yo lo hice, lo logré! ¡Pasé la selección! .-Exclamaba el perro, presa de la sorpresa y la ansiedad. Aún podía sentir el agua en su hocico, aquella agua con un sabor tan desagradable, y que hace unos minutos podía haberle causado la muerte. –Quiero salir de aquí. Quiero irme. Tengo que irme. –Oír lo que estaba diciendo le hizo guardar silencio una vez lo hubo procesado, y comprendió con sorpresa que se hallaba pensando, por primera vez en muchísimo tiempo (o quizás desde que tenía memoria), en la idea de salir. De huir del laboratorio en que era prisionero.
Pero, ¿cómo podría hacerlo? ¿Había él visto alguna vez algo diferente que las paredes de roca, las jaulas, las inyecciones… y el tanque? No podía recordarlo, y pese a todo, tenía la convicción de que había algo afuera. De algún modo que no lograba hacer encajar en su memoria, sabía que los humanos salían de vez en cuando. Y lo sabía porque… ¿por qué lo sabía? De pronto, una chispa iluminó su mente, y todo tuvo sentido.
Porque los había oído.
Ellos lo ignoraban cuando les hablaba, sin importar si les hablara amablemente o si incluso les gritara, en cuyo caso solía ser acallado a golpes o con la vara.
Y es que el can comprendió sólo tiempo después que los humanos no podían entender lo que él decía, aunque él sí les entendiera.
En cualquier caso, los había oído hablar del mundo de afuera, y en especial últimamente, pasaba bastante seguido que un humano con vestimenta extraña y manchada, y con lo que parecía una cubeta en la cabeza, venía a hablar con los de bata, les contaba a gritos que afuera las cosas estaban cambiando. No era siempre el mismo humano, por supuesto, pero constantemente las operaciones de los de bata eran interrumpidas por la llegada de estos Mensajeros Manchados, que se veían más nerviosos en cada visita hacia el último tiempo. Muchas veces, Strider no entendía a qué se referían, pero intuía que eran malas noticias por el semblante de los Mensajeros.
Y por algún motivo que no sabría explicar, también empezó a relacionar los temblores del techo y de las lámparas con las "malas noticias" que solían traer los Manchados.
3)
El doctor Schmidt entró a paso irregular, mal peinado, y sudando al vestidor de la UCEP, abotonando su bata con manos temblorosas. Strauss lo inspeccionó con la mirada, y no tardó más de un segundo en comprender que las cosas habían pasado de mal a peor arriba. Por algún motivo –y esto lo sintió casi como una burla, o una ironía demasiado cruel e injusta- justo hace unos momentos se le había puesto al corriente respecto a los avances del sujeto canino 96, también conocido como Strider, un husky siberiano que había sido el primero en resistir las tres horas en el tanque de agua y toxinas en el cuarto contiguo. Desgraciadamente, la buena noticia llegaba en el peor momento, pues el presupuesto que les había sido tan generosamente destinado había empezado a amainar, a hacerse cada vez menos significativo, y no se había visto con buenos ojos que, por un error de Bauker, hubieran tenido que desperdiciar muchísima agua tras el último can que había fracasado en la prueba de las tres horas. De modo que el siberiano había aguantado en agua algo más pura de lo normal, a lo que Strauss tácitamente atribuía parte importante del éxito del perro. Bauker, por su parte, había resuelto desquitar su ira con el perro si éste se ahogaba, reanimándolo mediante shocks eléctricos (no era la primera vez que procedían de éste modo) para torturarlo antes de liberarlo de su desgracia. Cuando Schmidt le preguntó ese día el motivo de su odio hacia ese sujeto de pruebas en particular, Bauker había respondido con tono simplón y casi burlesco, aunque a la vez bastante auténtico en lo que quería demostrar:
-Porque el muy desgraciado es ruso, por eso.
Pero fuera de la casi broma de su colega aquel día, no se habían atrevido a sonreír durante la jornada entera. No había ánimo de bromas, y es que Von Verschuer no les favorecía tanto como al principio.
-Entiendo lo que quieren hacer, doctor, y sé cuán importante es lo que tienen entre manos. Pero tal como entiendo su propósito, espero de usted y su equipo que entienda que el costo de las inyecciones, los materiales, los químicos que han pedido, están yendo más allá de nuestra capacidad de pago. Además, usted es científico, y no debería verme obligado a mencionar que las enfermedades y los virus que les inoculan a esos perros y gatos no se obtienen de debajo de las piedras. Esperábamos (él y yo) resultados más rápidos en su investigación, y aunque me comunica a menudo que están habiendo progresos, me temo que empezamos a dudar del verdadero éxito que tienen sus experimentos. De modo que por el momento, usted y su equipo han de arreglarse con los instrumentos del último cargamento.
La carta había irritado a Schmidt, que había estado a punto de responderle a su superior llenando hojas y hojas de insultos que de hecho escribió para desahogar su ira, pero en lugar de enviarla, había entrado en razón en el último momento y se había deshecho de la infame misiva, quemándola en la chimenea de su casa y viéndola arder hasta las cenizas, vestido con una bata desteñida y sentado junto al fuego.
Sus experimentos, que sin duda algunos pocos tontos creerían horribles, iban en bien directo de la sociedad, de la humanidad en general. Nunca serían tan célebres como los de su colega Mengele, pero él esperaba ver su nombre en los periódicos alguna vez, ya fuese como descubridor de vacunas y remedios para los males más terribles que asolasen a la gente, o bien como inventor de nuevas armas biológicas que usar contra las fuerzas de los mal llamados "Aliados". Estaba absolutamente convencido de que sus experimentos e investigaciones no tenían nada de deplorable, y si alguna vez alguien lo hubiese cuestionado, él habría respondido sin vacilar:
-Y dígame, estimado señor o señora, cuando su familia enferme de fiebre tifoidea, peste o ántrax, ¿querrá que se experimente con sus hijos para descubrir una cura? ¿O prefiere que yo haga mi trabajo y pueda salvar a sus hijos, a cambio de seres mucho menos importantes?
Sí, era un hecho. Él trabajaba por el bien de todos, por el bien mayor. Es lo que se decía cada noche antes de dormir, y la idea le sacaba una sonrisa.
Pero el doctor ya no sonreía más. El financiamiento estaba terminándose, el apoyo moral estaba terminándose, y gracias a las noticias que llegaban tanto desde fuera como desde el núcleo de la ciudad empezaban a entretejer en su mente una idea oscura y desesperanzadora: era posible, incluso probable, que hubiesen empezado a perder.
Y si eso sucedía, él habría fracasado.
Y todos esos animales de antes habrían muerto para nada.
Pero ahora había uno, por fin un avance, y pese a que ya era muy tarde, Schmidt albergó en su mente la idea de que Strider podría ser su última esperanza.
4)
Cuando ingresó en el pabellón, estaba decidido a experimentar lo suficiente con Strider para llegar a conseguir un arma biológica imbatible, algo que les diera la victoria de una vez por todas y a él, la oportunidad de su vida para obtener cuanto financiamiento quisiera. Y no sólo eso; luego quizás podría dar un gran salto y empezar a trabajar directamente con la división superior de medicina. Sí, él podía lograrlo. Podía hacer de ese husky siberiano de expresión aturdida y confusa la mejor herramienta que un hombre pudiese tener. No albergaba intención alguna de dejar pasar esa oportunidad de oro, de modo que ordenó a Bauker sujetar con más firmeza las patas del can y de ese modo se quedara totalmente quieto, para lo cual un buen sedante también haría el trabajo.
Por otra parte, la idea de escapar se había sujetado con una firmeza inamovible a la mente de Strider, y en el momento en que Schmidt había ingresado, con su bata azul, sus guantes de goma y sus gafas de montura antigua y oxidada, se había convencido a sí mismo de que podía lograrlo. Sus fuerzas no eran tantas como hubiese querido, claro, pero su voluntad lo exaltaba, lo arengaba. Afuera, él podía ir afuera. Sólo tenía que seguir el pasillo por el que entraban los Mensajeros Manchados al laboratorio, y muy probablemente llegaría a.. ¿a dónde, exactamente? No importaba. Estaría afuera, y una vez allí pensaría en su siguiente paso. Y es que ante sus ojos el mundo exterior, ese mundo extraño y que nunca lo había recibido, se alzaba como un misterio que lo llamaba y le mostraba centenares de imágenes alegres: afuera no habían jaulas ni humanos de bata, ni inyecciones dolorosas ni tanques de agua.
Afuera sería mejor.
De modo que paseó su mirada nerviosa pero decidida a lo largo de la habitación, encontrándose de pronto con una nueva imagen, una curiosa, una que había visto antes pero a menudo olvidaba.
Vio a un perro de buenas dimensiones, un perro de aspecto saludable. Un perro, a todas luces, diferente.
Sus ojos de un azul claro y brillante, profundos, parecieron devolverlo parcialmente a la realidad mientras se fortalecía más y más la idea del escape.
Su pelaje era de un plata limpio y bello, radiante, ajeno a la realidad en que vivía, de condiciones miserables y dolorosas. Pero compensando lo claro de su cuerpo, también existía un importante sector de pelaje negro como la más oscura de las noches, y que abarcaba aproximadamente todo el lomo y parte del pecho y el cuello. Sus patas eran largas, fuertes, aunque sus uñas estuvieran mal cortadas y cicatrizadas. No era tan malo.
Al menos no lo suficiente para hacerlo desistir.
-Comenzaremos con 200 miligramos del suero B-12, luego proseguimos con Metocarbamol y benzodiacepina. Luego vamos a probar con el placebo y posteriormente inyectaremos una dosis elevada de FN-01.
FN-01 era el código con el que se referían a la Fiebre Negra, una enfermedad causada por el virus de mismo nombre. Quienes la padecían sufrían efectos tan diversos que eran prácticamente aleatorios, aunque la mayoría de los contagiados solían tener un diagnóstico final inevitable: la muerte a los pocos días desde el contagio. Era la enfermedad con la que menos habían tratado, y el entusiasmo de Schmidt para con ella tenía sus razones: era incurable. Al menos hasta el momento, claro, y él probaría suerte con el perro para comprobar si podía generar anticuerpos a la enfermedad, o si podían ellos mismos revertirla mediante algún otro procedimiento químico o quirúrgico.
-Entendido. Bien, vamos a empezar. –Dijo Strauss con su tono agudo y algo flemático, preparando las soluciones e inyecciones, al mismo tiempo que Strider intentaba, disimuladamente, soltar una de sus patas.
Quince minutos después de haber empezado el procedimiento, un soldado llamado Klaus se dirigía corriendo a toda velocidad hacia el laboratorio subterráneo, trasponiendo la puerta para avisar a los científicos que salieran cuanto antes de allí.
En sus ansias y su desesperación, dejó la puerta abierta.
Y esto sería algo que pronto, Strider usaría para ir, por primera vez, al mundo de afuera.
5)
Los relajantes musculares no estaban surtiendo el efecto que los doctores querían, y pese a que no lo manifestó en voz alta, a Bauker le parecía que el can estaba resistiendo de un modo irrealmente bien a los virus que estaban inyectándole. Esos virus mataban humanos. Y por un instante, le pareció posible que, si Strider se ponía inquieto, los mordería. Los mordería y les transmitiría los mismos virus que estaban inoculándole.
De pronto, sintió miedo. No estaba ya tan seguro de querer estar ahí, con ese perro, y es que los ojos que tenía no le inspiraban confianza. De un momento a otro, había pasado de ser un can más, con la misma mirada estúpida y confundida, aterrada, a parecer observar cada movimiento del doctor, siguiéndolo con la mirada, con unos ojos cada vez más grandes y vacíos. Habría deseado que le pusieron un bozal, pero el último que tenían lo había hecho pedazos un doberman llamado Ringo, tras lo cual había sido sacrificado mediante una inyección.
Inyección que sin duda voy a ponerle a este desgraciado si no se duerme ya. –Se dijo Bauker.
Pero Strider no se dormía. Y no tenía bozal, por mucho que tuviera una soga atada bajo la camilla y alrededor del cuello, era peligroso proceder así; la soga no era un bozal, por mucho que a Bauker le hubiese gustado que así fuera.
-Bien, toma nota, Herb. Hora de segunda inyección, 11:20 AM. –Strauss obedeció, apuntándolo en el cuadernillo de investigación y experimentación que siempre se hallaba en aquella sala. En los últimos quince días, había tenido que anotar el deceso de treinta y cuatro animales entre perros y gatos, sólo un poco más arriba que donde apuntaba ahora el paso a paso del proceso con el siberiano.
-¿Crees que van a dejar la ciudad? ¿Que el frente los rodee? –Preguntó Bauker, sólo para decir algo y obligarse al mismo tiempo de dejar de mirar la expresión enloquecida del can. Quería verdaderamente que su colega respondiera, pero éste no lo hizo.
Y no porque no sepa. Simplemente no quiere responderme. No quiere… aceptarlo. –Estos eran los pensamientos que plagaban la mente del doctor desde hacía unos días, pero la situación no era mala como él pensaba; era muchísimo peor.
-Vamos a proceder con el tercer relajante. El sujeto presenta signos de irritación en los ojos y pulso acelerado.
Strider había sufrido una caída importante. Estaba analizando al humano frente a él, aquel llamado Bauker, cuando un malestar general y profundo se abrió paso entre su organismo. Sus ojos tenían un ardor grave y persistente, y se vio obligado a cerrarlos con fuerza, lagrimeando. Esto supuso sólo un leve alivio, pues pronto lo invadió un dolor de cabeza agudo y desconcertante en naturaleza. Había venido de súbito, por mucho que las inyecciones le habían brindado poco o incluso nulo dolor. En cierto sentido, eso había sido mejor, pues había podido mantener la concentración hasta que empezaron los dolores. Una de sus patas estaba temblando incontrolablemente, y pese a que no lo vio, pudo sentir cómo uno de los humanos de bata se la liberaba, sólo para tirar de la correa más fuerte, aplicando mucha más presión sobre su pata, que emitió un leve chasquido al chocar de nuevo contra la camilla. El dolor amainó durante unos segundos, pero eso fue todo lo que Strider necesitó para urdir un plan.
Aún no lo sabía, pero una de sus cualidades era su inteligencia, y pronto tendría que empezar a valerse de ella.
-Está temblando mucho, Hans. Sostenle bien esa pata, ¿quieres? –Dijo Schmidt con un tono más duro de lo que pretendía, lo que le valió que Bauker lo fulminara con la mirada, para luego asentir y acercarse al perro.
-A ver, ¡quédate quieto! –Espetó el doctor, aflojando la correa que sostenía una de las patas delanteras de Strider que temblaba fuertemente.
No tuvo forma de saber que el mismo perro estaba fingiendo espasmos en esa pata, y procedió a tirar de la correa en el momento en que el siberiano apartaba su pata con una rapidez imposible de prever. El doctor, presa de la sorpresa, se quedó mirando la correa solitaria con una expresión estúpida, que se tornó en un repentino horror cuando Strider abrió sus ojos de golpe, lanzando su pata con todas sus fuerzas contra el abdomen de Bauker. Este profirió un grito de sorpresa y terror en el momento en que la pata del animal se introducía con fuerza entre su bata, haciendo volar por los aires dos de los finos botones que el doctor le había encomendado a su esposa.
En ese momento, pasó por la mente de Bauker que Strider iba a rasguñarlo, a infectarlo de fiebre negra, de peste y de todo aquello que habían introducido en su cuerpo, pero no fue así; el can había recogido su pata y tirado de su bata con fuerza, consiguiendo hacer que el humano perdiera el equilibrio y se precipitara sobre la camilla. En esto, Schmidt, que salió de su estupefacción tan pronto como se había adentrado en ella, ya tenía en su mano una inyección de sedantes lo suficientemente fuertes para dormir a un elefante, y se disponía a usarla cuando Bauker golpeó con ambas rodillas la parte baja de la camilla, haciéndola volcar.
Mientras caía, Strider tuvo una breve visión de la mano de Schmidt, siguiéndolo en su trayecto hacia el suelo y empuñando una inyección.
Va a matarme. Como a Smithy y Buck . Igual que a Church. –Le dijo una voz mental al can.
Y de inmediato una segunda voz, que también provenía de su mente, de sí mismo.
No, no voy a dejar que me mates. A mí no.
Strider vaciló un ínfimo instante sobre a cuál de esas voces escuchar.
Y con un movimiento excepcionalmente rápido, sujetó con sus mandíbulas la manga de la bata de Bauker, jalándolo hacia él.
Había decidido escuchar a la segunda voz.
Este es el fin del primer capítulo, y si has llegado hasta aquí y tienes dudas, déjame decirte que es normal. Gracias por tu tiempo y espero en verdad que este primer capítulo no te haya resultado demasiado difícil de leer. Ahora, si una de tus dudas concierne a Bolt y sus amigos, déjame decirte que, en efecto, jugarán su papel en la historia, y no sería extraño si los ves en el siguiente capítulo. Fuera de eso, agradecería mucho tu apoyo y/u opinión respecto a este escrito que recién comienza mediante un review o bien un mensaje privado/personal/directo (PM), especialmente porque soy completamente nuevo en este tipo de escrito y me gustaría saber qué hago bien, qué hago mal, qué podría mejorar, entre otros.
Espero subir el siguiente capítulo pronto, y sin nada más que agregar, me despido deseándole a todos lo mejor. Un saludo afectuoso de Xixh4n-Cris.
¡Hasta pronto! PD: No he dejado de lado mi otro escrito, como ya dije antes, y espero actualizarlo pronto también. Recuerden, estas dos historias son paralelas, y no se afectan entre sí.
