-No hay leche-
-Pues ves a comprar-
John se giró hacia su compañero de piso con cierta sensación de de-ja-vu. Suspirando con resignación, buscó un papel donde anotar la lista de la compra. Dejandola pegada con un basto imán a la nevera y tomando su taza de café, salió de la cocina, hasta llegar al centro del salón, siempre en penumbras. Una montaña de libros en inestable equilibrio atrapó por un momento su atención, para después ignorarla sin más. Sherlock estaba inclinado sobre su portatil, escribiendo con sus finos y pálidos dedos. A Watson le gustaba observarle en esos momentos, en los que -ignorando esos impactantes ojos claros- Sherlock parecía casi normal. A pesar de que Sherlock no era normal.
Sus mechones negros caian rebeldes sobre su frente, las sombras convertían su rostro en una peligrosa tentación; su piel tersa, sin imperfecciones, pálida, recordaba a una figura de mármol frío y blanco. El entrecejo fruncido; los labios apretados. Sherlock Holmes era como un ángel oscuro y frio, llegado al mundo para arrasar las voluntades más ferreas con una simple mirada de esos ojos azules, cristalinos, creados para sumergirse en ellos como quien se precipita a un rio de aguas puras, conociendo que las piedras de éste le recibirán antes de que tenga tiempo de prepararse para el golpe que sabe que llegará.
Un trueno lejano trajo a Watson de vuelta a la realidad; seguía parado en medio de ese sombrío salón, con la mirada clavada en su tormento. Y Sherlock le devolvia la mirada, en silencio, quizás creyendo a Watson sumergido en uno de sus borrosos recuerdos sobre la guerra. Nada más lejos de la realidad. John había salido de una guerra para caer en otra, mucho más sutíl y más peligrosa; una guerra contra su corazón y sus sentimientos, contra su cuerpo y sus deseos, contra su mente y contra lo que siempre había creido ser. Ahora se veia sumergido en un remolino de confusas reacciones y situaciones, donde Sherlock era, como siempre, juez y parte.
El café se había enfriado. Sherlock se había puesto en pie, y caminaba hacia él sin apartar ni un maldito segundo la mirada, manteniendo a John preso de esos ojos que aparecian en sus sueños, cada vez con mayor frecuencia. No protestó cuando el detective asesor le quitó la taza de sus manos, ni cuando estuvo tan cerca que pudo aspirar el suave perfume masculino que desprendia el cuerpo de su compañero. No era la primera vez que estaban tan cerca, ni la primera vez que Sherlock le miraba así, como si pudiera conocer todos y cada uno de sus más sucios deseos, como si leyera su mente como si se tratara de un libro, abierto y desnudo en sus manos, bajo esos dedos finos que ahora se enredaban en su ropa, y lo arrastraban nuevamente a los labios de su tormento. Y John se dejó arrastrar, como siempre, igual que se había dejado arrastrar por él desde el primer momento que le había visto.
Los mordiscos, los gemidos, los susurros y jadeos, los dedos entrelazados, las uñas clavadas en la espalda, las piernas enredadas en la cintura, el sudor, los latidos, los suspiros, el calor, el miedo, el 'no me dejes' y el 'di mi nombre', la culpa, el dolor, el placer, el 'bésame', el 'te necesito', el sabor, el olor, el amor..
Y después, Sherlock besaria sus parpados, y susurraría 'Watson, mi Watson..', y John sería propiedad eterna de aquel ángel oscuro, que tenia en sus manos su corazón, su alma, y su vida.
