Saint Seiya.

El Origen del Mito.

Batalla contra los Dioses.

Volumen primero.

1.- El Origen.

Todo comenzó después de que Zeus destronara a su padre Cronos para luego convertirse en el rey absoluto de los dioses. Obligó a su padre a vomitar a sus hermanos, aunque, una vez comidos, estos no morían, pues eran dioses, y continuaron creciendo aún en el estómago de su padre. El varón primogénito del matrimonio entre Cronos y Rea fue Hades, el primero comido por su padre. Una vez destronado y vencido por su hijo menor Zeus, este se proclama rey de los dioses, pero no se olvida que Hades es el mayor de todos, así que por derecho le corresponde el trono de Cronos, sin embargo, la estirpe no se olvida tampoco que fue su hermano menor quien los salvó, y de no haber sido por él, aún estarían en el estómago del titán. Así que Zeus organiza un sorteo. Con toda la intención de volverse el nuevo soberano, él toma un pequeño montón de pajas con el puño, llama a Hades y a Poseidón, dice que quien tome la paja más pequeña, será el nuevo rey. Poseidón fue el primero, tomó la paja que era el promedio de largo que las demás y se queda con el mar, un reino medio entre dos mundos. Hades, toma la paja más larga, lo que indicaría que su territorio era el Inframundo. Zeus, por supuesto saca la paja más pequeña, y así se vuelve el dios de dioses. Pero Hades honorablemente aceptó su destino, y sin rechistar ni quejarse se retiró a su nuevo gobierno, el otro mundo, y toma posición en el trono como el señor del Inframundo. Como tiene que haber un orden y estructura con todas las almas de los muertos, es por tanto, el único dios que no habita ni reside en el Olimpo, el único que puede guardar un equilibrio entre la vida y la muerte. Más sin embargo, después de tanto reflexionar, pudo comprender que su hermano menor le había jugado una trampa: todas las pajas menos una eran igual de largas, cuando Zeus sacó la suya, se aseguró de romperla a la mitad para que pareciera que su paja era la más pequeña de todas. Sin embargo, el movimiento lo hizo tan corto y rápido que ninguno de los otros dos se dio cuenta. Encolerizado, Hades juró venganza contra su hermano menor por haberle arrebatado el trono que a él, por derecho, le correspondía. Así que liberó a los titanes junto con los gigantes que se encontraban presos en lo más profundo del Tártaro. Les prometió las mejores tierras del Olimpo como recompensa si le ayudaban a derrocar a Zeus para poder convertirse en el rey que por derecho, le había sido negado. Pero para entonces, Zeus ya había engendrado numerosos hijos e hijas con diferentes parejas para hacerse de ejércitos aliados y así poder vencer a Hades, sabiendo que tarde o temprano, se daría cuenta de la treta que le hubo jugado. Así, nació una tercera batalla entre dioses, siendo después de tanto tiempo, Zeus el vencedor, quien junto con sus hijos y aliados, volvieron a encerrar al enemigo en el Tártaro. Mientras que Hades, obligado a retirarse a su reino el Inframundo, juró una terrible venganza contra su hermano menor, derrocarlo y quedarse en su lugar.

Cierta ocasión en el Olimpo, en el último día de cosecha, el mismo día de la boda de Tetis, tan sólo quedaba una manzana dorada en el Árbol de la Vida (regalo a Hera en su boda con Zeus), cuyos frutos le otorgaban juventud eterna a todo aquél que los comiera, era el único de su especie y podía florecer tan solo en el Olimpo, su consumo era estrictamente restringido solo a los dioses, quienes nunca envejecían gracias a él. Afrodita, Hera y Atenea se disputaron el único fruto que le quedaba al árbol al caer al suelo después de la cosecha. Eris sugirió que la ganadora de semejante regalo debiera ser la diosa más hermosa. Así que estas, aconsejadas por Zeus con la intención de acabar con la trifulca, bajaron a la Tierra para encontrar a un candidato neutral que designara a la merecedora de tal premio, dado que los dioses, no querían involucrarse y apelar a la cólera y los celos de ellas. Sin mucho esperar, divisaron a lo lejos a un viajero que iba pasando, un hombre joven que se hizo llamar Paris, un mortal a quien ellas le preguntaron qué diosa era la más bella, y por tanto, la merecedora de tal fruto. No sin antes hacer gala de sus encantos, cada una le prometió al joven sus dones. Hera le dijo que si la escogía a ella, lo haría el hombre más poderoso, el rey absoluto del mundo conocido. Atenea le dijo que si la escogía a ella, le obsequiaría el don de la sabiduría absoluta, un tesoro ambicionado por los hombres. Afrodita por su parte, le prometió el amor eterno de la mujer más hermosa de todas, y sería envidiado por todos los hombres mortales. Después de meditarlo no por mucho tiempo, Paris decidió que la merecedora de la manzana dorada era Afrodita, no sin levantar los celos de las otras dos. Y ella, como lo prometió, le obsequió el amor de la mujer más bella; Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta. Paris, príncipe de Troya, se roba a Helena y la esconde en su nación, originando así una de las guerras más grandiosas del mundo antiguo mitológico.

Palas Atenea, con un profundo pesar en el corazón, sintiéndose culpable y horrorizada por los hechos sucedidos en la tierra causados por los actos que ella y sus congéneres habían provocado guiadas por la ambición, la envidia y los celos, bajó a su Santuario, el Partenón, en la ciudad de Atenas, encarnada en su propio cuerpo, sin poseer ni usar uno ajeno. Allí se quedó a vigilar la tierra, cuidando que si alguna otra guerra o batalla se desarrollaba, esta no sería ni en su nombre ni por su causa, dando órdenes directas a sus seguidores que, nunca participarían en un conflicto tan sangriento como Troya, y que sólo servirían para proteger a los hombres, y a ella. De entre los sobrevivientes de la guerra de Troya, Atenea tomó a tres guerreros y los volvió sus protegidos; Aquiles, Odiseo (Ulises), y Heracles (Hércules), siendo este último el único que no participó en esta cruenta batalla. Ella, la diosa, era quien los protegía. Tal honor ellos lo habían ganado gracias al valor mostrado en cada pelea ganada, luchando por el honor y la justicia, y más allá que otra cosa, sacrificándose para proteger a los habitantes de su nación y su pueblo.

No mucho tiempo después de que Atenea había bajado a la tierra, volvió al Olimpo temporalmente, envestida y completamente armada con casco, lanza y escudo, dejando al mando al patriarca. Después volvió ella en un carruaje dorado tirado por caballos alados y trayendo consigo muchas cajas de metal. Había un nuevo decreto: Estando en el Olimpo fue con Hefestos, dios del fuego, herrero de los dioses, y le pidió que le hiciera nuevas armas. Él le forjó armaduras, todas y cada una de ellas representadas por las ochenta y ocho constelaciones de la bóveda celestial y compuestas por el mismo material tomado de sus estrellas principales, así como el soplo de vida que él les otorgó gracias a un baño de la sangre de Atenea, lo que las convertía en divinos regalos de los dioses. Éstas solo serían usadas por los soldados y guerreros más aptos elegidos por la misma diosa, si juraban fidelidad a ella y su causa. Mas esto no sería suficiente, pues cada guerrero portaría una armadura de acuerdo a su constelación protectora designada de acuerdo al día de su nacimiento, además de sus habilidades en combate y el arte de la guerra. Más que nada, sería la armadura quien elegiría al guerrero que la portaría, armaduras forjadas de acuerdo a los valores e intereses que defendía Atenea. Eran ellos llamados por los demás hombres "los Santos o Caballeros que vigilaban el Santuario del Partenón en Atenas". Cada guerrero con un rango designado, los más bajos eran los caballeros de Bronce, luego seguían los de plata. Por último, los caballeros dorados eran representados por las doce constelaciones del Zodiaco. Doce generales al frente del ejército de Atenea, eran los más cercanos a la diosa y vivían para protegerla y cuidarla. Estos tres rangos representaban a las tres edades por las que hasta ese momento había pasado la humanidad. Los habitantes de las ciudades y aldeas cercanas al Santuario, constantemente iban y venían a él para pedir a la estatua de la diosa (todos sabían que la verdadera había bajado, pero no se exhibía ante los mortales, quienes se conformaban con pedir a su estatua), rezar y rendirle culto para el bienestar de la familia, buena fortuna, cosechas, además de protección, etcétera. Así que, conmovida por las constantes súplicas de los mortales, Atenea decidió ya no excluirse a ser sólo la diosa de la sabiduría y las artes inteligentes, también estaba comprometida a las demás peticiones para las buenas voluntades y causas justas. Y declaró ante sus caballeros que, así como velaban por su seguridad, así debían pelear para proteger a los hombres comunes, a todos aquellos que pedían por el bien y tenían la esperanza de una vida mejor y su paz.

Una noche de verano, mientras Atenea paseaba por los jardines de su santuario, observó que del cielo caía una estrella fugaz hacia donde ella se encontraba. De la luz caída unos metros a su frente, surgió una figura conocida, era su padre Zeus quien la visitaba. Después de darle la bienvenida, siguieron paseando entre los jardines mientras él le decía la causa de su descenso y consiguiente entrevista. Quería que su hija volviera con él al Olimpo.

- Todos te extrañamos, en especial tus hermanos Ares, Apolo, Artemisa, todos quieren que vuelvas.

- Padre, yo también los extraño, como no tienes una idea. Pero lamento declinar a tu petición. No puedo aceptar volver al Olimpo.

- Atenea, la menor y la más querida de mis hijas. Esta no es forma de vivir de una diosa, menos aún entre mortales. Ellos no aprecian la bendición que con tu divina presencia les has otorgado.

- Por supuesto que ellos están conscientes y lo saben. La prueba está en sus peticiones a mí.

- ¿Peticiones? ¿A qué? ¿A que no muera un hijo, un padre, una madre, o un hermano? Son mortales, y algún día tendrán que morir. Ya sea hoy o mañana, tarde o temprano, tendrán que aceptar su destino. En cambio los dioses, somos eternos, jóvenes, bellos e inmortales.

- Ellos nunca lo han olvidado. Y porque es mañana probable que mueran, esto los hace apreciar la vida más que nosotros los dioses.

- Y todavía tienen el descaro de desperdiciar este regalo siendo que es solo su culpa. Las guerras que han ocasionado, la sangre derramada, las huellas del sufrimiento que tras su paso han dejado a otros inocentes.

- Eso no es verdad. Fue culpa nuestra. De Afrodita, Hera y mía, todo lo que ha pasado…

- Y tú eres la única aquí que quiere reponerlo.

- Si ellas no lo hacen, ese es su problema.

- Entiendo que te sientas culpable por lo que pasó en Troya. Pero, ¿no crees que sea egoísta de tu parte habitar entre ellos sólo por culpa?

- Te equivocas padre. No es por culpa solamente. Es el cariño que he desarrollado por ellos.

- ¿Cariño? ¿Y ellos qué pueden saber sobre eso? ¿Acaso te han visto llorar, rezar y sufrir por su causa como lo he hecho yo? Por ejemplo, Paris fue un estúpido al no considerar los hechos. Afrodita le concedió el amor de la mujer más hermosa. Y al enterarse de que ya era esposa de un rey, se le impuso una prueba y la oportunidad de hacer lo correcto, a ambos. Y en vez de eso deciden huir como cobardes y esconderse, involucrando a gente inocente entre sus líos. Y al defenderse alegando que fue culpa de ustedes tres, no puede llamársele otra cosa que una excusa para justificar sus actos imprudentes. Aunque algunas veces sean nuestras marionetas y nos divirtamos con ellos, aunque no nos guste tenemos que aceptar que piensan, y saben lo que hacen, y no les importa hacer guerras en nuestro nombre aun cuando algunas veces no se los hallamos pedido.

- ¿Cómo puedes hablar así de los hombres? Con todo respeto padre pero, ¿no fuiste tú mismo quien tuvo hijos con infinidad de mujeres mortales? Acaso no las amaste con toda la pasión de la que fuiste capaz, a todas y cada una de ellas?

- Eso es diferente…

- ¿Diferente en qué? ¿En que no era la misma mortal, tal vez?

- ¡No te permito que me hables de esa manera! – Una gran luz dorada empezó a emanar del divino dios. La energía que desprendía hizo levantar sus cabellos. – Atenea, ¡te has vuelto una insolente desde que vives entre los humanos! - .

En ese momento, ella se acercó a su padre. Y mirándolo fijamente, tomó sus manos entre las suyas, las levantó hasta su pecho, y las besó prolongadamente. Zeus, con la vista puesta en su hija, apartó una de sus manos para delicadamente con ella levantar su mentón. Lágrimas piadosas corrían por las mejillas de la diosa. Conmovido, con sus dedos el padre secó estas de la hija. Tomando entre sus manos el bello y joven rostro, Zeus dijo: - Me parte el corazón verte sufrir así. Vuelve con nosotros. Hija mía, ¿acaso no me amas?

-Por supuesto que sí te amo padre. Con todo el corazón. – Lentamente cerró los ojos, y mientras daba un largo suspiro, se arrodilló ante el gran dios, pero este no soltaba su rostro, y, temiendo que pudiera derrumbarse, la obligó a mirar siempre arriba. – Pero no puedo volver, ahora no. Di mi palabra de diosa que estaría con ellos. Y lo he hecho. – Juntó sus manos en forma de súplica a su padre. – Por favor, te pido que me permitas quedarme, debo estar aquí.

El gran rey se arrodilló imitando la postura frente a Atenea, sus manos soltaron el rostro y tomaron los hombros. - ¿Quieres protegerlos? Lo entiendo pero, ¿Por qué aquí? Podrías hacerlo desde el Olimpo, tu hogar, entre tus semejantes.

-No puedo. – Dijo ella una vez más. – No quiero, he observado su desarrollo desde los quince años que estoy aquí, y junto con ellos, yo he madurado, ya no soy la de antes. El regresar al Olimpo, por lo menos ahora, sería el equivalente a dejarlos en la deriva y abandonarlos.

De repente, la mirada de Zeus adoptó un brillo extraño, con gesto sereno, e imitando al que momentos antes hiciera Atenea, tomó sus manos entre las suyas y ambos se levantaron del suelo. Ya completamente erguidos, siempre uno frente al otro y orgullosos como dignos dioses. Ya no más confortador y piadoso, sino más bien como un Zeus de rostro serio y sereno, declaró: - ¿En verdad los amas, a todos y cada uno de los mortales de esta tierra por igual? – Ella clavó la mirada al suelo, bajó los párpados y su cabeza lentamente, como si fuera a asentir, pero justo en el momento en que iba a levantar el rostro, Zeus siguió su diálogo.- ¿O es acaso, que amas a unos más que a otros?

- ¿Qué? – Levantando bruscamente el rostro, la diosa sólo abrió los ojos un poco más de lo normal.

- ¿O tal vez, tu preferencia se inclina, a unos cuantos… hombres?

- ¡Por supuesto que no! – Se había soltado de las manos de él, dio media vuelta, dándole la espalda, como si no quisiera mirarle a los ojos, levantando la mirada al cielo. – Esas son tonterías. Sólo a ti podría ocurrírsele algo tan absurdo.

- Atenea, la menor de mis hijas. Eres una diosa en su totalidad. Pero, y sin embargo, a pesar de todo, tu cuerpo humano es el de una mujer. Frágil, delicado, bello. Hermoso como debe ser. Hay sangre corriendo por tus venas bombeando a un corazón que puede ser herido en cualquier momento…

- ¡Basta! – Una vez más la diosa dio media vuelta en dirección a su padre, llevaba el ceño fruncido. - ¡Sólo tú podrías convertir un acto tan noble como la protección, - levantó un dedo acusador, - en algo tan indigno con tus intrigas! Padre, no voy a negar que sí estoy prefiriendo más a unos hombres que a otros. No se debe más que a mis santos o caballeros. Pues ellos más que nadie arriesgan sus vidas para proteger a los inocentes, ciudades y pueblos enteros bajo mi custodia. Y aunque no lo creas, me duele cuando uno de ellos muere en batalla, porque yo los conozco, ellos viven para mí, y yo para ellos. Como un dios, tal vez nunca lo entiendas, hasta que alguna vez quieras conocer a los humanos y saber cómo son.

- ¡Atenea. No voy a escuchar tu sermón! – Zeus, el rey de los dioses estaba verdaderamente molesto. - ¡La hija no debe levantar la voz a su padre en ninguna circunstancia, aun cuando esta sea una diosa! – Volvió a emanar su luz divina solo por unos segundos, ya que, a pesar de lo dicho, aún conservaba la seriedad y un poco de paciencia. A pesar de su molestia, dijo tajantemente y con voz grave: - Te lo preguntaré por tercera y última vez; ¿Regresarás ahora al Olimpo conmigo o no? – Terminó por extender su mano.

- Padre, yo ya he elegido, ¿No lo entiendes? – Sus ojos, fijos en el rey brillaban con determinación en una mirada decisiva. – He decidido que no, no voy a acompañarte al Olimpo. Hice una promesa, yo debo, tengo que estar aquí para proteger a los humanos. – En su mirada, puesta en los ojos de su padre, brillaba más la determinación inquebrantable. – Aun cuando esto signifique, que yo, teniendo el último recurso, inclusive, sin pensarlo, renunciaría a mi inmortalidad con gusto para permanecer junto a ellos.

Había firmado la diosa su sentencia. Por unos segundos que parecieron horas, todo quedó en silencio. Ambas divinidades continuaron viéndose fijamente hasta que Zeus se atrevió a ser el primero en romper la atmósfera: - Bueno. Muy bien. Si así lo has querido, entonces, que así sea.

- ¿Qué? – A ella le desconcertó el tono extraño del dios al hablar. - ¿Qué quieres decir?

- Esto quiere decir,- . Su voz retumbó por el espacio, entre las rocas y los jardines. - ¡Palas Atenea! – De nuevo esa luz emanó del dios, solo que esta vez, era blanca y mucho más intensa. La energía despedida, le hiso levantar sus cabellos y elevarse en el aire. – Como no quieres entender razones, no me dejas otra alternativa. – Ella no pudo hacer otra cosa más que observarlo desde el piso. – Yo Zeus, divino rey absoluto de todos los dioses, he decidido que tú, - la señaló acusadoramente desde su posición privilegiada. – La diosa de la sabiduría, el conocimiento y las artes, ¡serás expulsada del Olimpo! No solo has desafiado a tu rey, también te atreves a desobedecer la voluntad de tu padre. Y por eso, deberás ser castigada. Ya que tanto amas a los humanos, te condeno a vivir entre ellos. A habitar como ellos, a sufrir como lo hacen ellos. E incluso, puede que hasta envejecer como ellos. Y es por esto que estoy seguro, te encantaría renunciar a tu inmortalidad con tal de liberarte lo antes posible de tu suplicio con la muerte. Pues no te será tan fácil. Porque, a pesar de todo, eres una diosa. Podría quitarte tu poder, despojarte de tu divinidad sagrada y así convertirte en una mortal, pero tu corta vida no alcanzaría para cumplir tu condena. Voy a dejarte así, tal como estás. Sin embargo, como aun así te empeñas en proteger a tus preciosos mortales, como la niña caprichosa que juega con su querida mascota, entonces tu castigo aumentará. – Sus ojos, con un brillo rojizo como de rayo, contenían una mirada que reflejaba fría cólera, su voz, retumbando como el trueno, avecinaba una tormenta. – Yo, Zeus, te sentencio a ti Palas Atenea, a que a partir de ahora, además de encargarte de la sabiduría, el conocimiento y las artes, además de la guerra, al igual que tu hermano Ares, serás nombrada como la divina protectora de la Tierra, por mí. Obtendrás el puesto que alguna vez tuvieron Gea, Démeter, e incluso Selene. Por castigo divino, ahora sí es tu obligación proteger a los humanos, hasta el fin de los tiempos, a sufrir igual. No, más que ellos.

Y con esto, el rey divino, dios de dioses, desapareció tras una explosión de luz, dejando todo tan intacto como antes de su visita, como si nada hubiese pasado entre los jardines del Partenón. Justo en ese momento, comenzó a llover. La leyenda dice que eran las lágrimas de los dioses, lamentando la suerte de su hermana. Otros cuentan que era el llanto de la propia Atenea, quien se quedó arrodillada en el piso con la cabeza gacha, sin que sus manos tuviesen otro apoyo más que el de su cetro sagrado Niké, lo único que evitaba que se derrumbara por completo. Allí se quedó a que la lluvia mojara todo su cuerpo.

Largo rato sin moverse había pasado, hasta que sintió la delicada tela de un manto que cayó sobre ella cubriéndole del agua junto con unas manos que le ayudaban a levantarse. El Patriarca del Santuario quien, había escuchado la conversación de principio a fin, escondido entre los árboles y las columnas, acompañó a la diosa hasta sus aposentos para consolarla.

Durante tres días y tres noches ella lloró amargamente, no tanto porque la expulsaran del Olimpo, ni mucho menos porque tuviera que sufrir lo mismo que los humanos. Era más bien, el rechazo de su padre sobre su decisión lo que la lastimaba. Al final, decidió con gran determinación que se despojaría de su nombre de nacimiento, Palas Atenea, vínculo con los dioses del Olimpo, y adoptaría aquél con el que los mortales la habían designado cariñosamente; Athena, en señal de la penitencia que con gusto se impuso para llegar a ser la diosa de la tierra, divina protectora de la guerra.

Su primera orden como Athena fue a dar a conocer entre sus guerreros la causa de tal cambio radical, el porqué de su tristeza y el diálogo y orden de Zeus, dios de dioses, por boca y voz del patriarca.

Sin embargo, el acto de haberse despojado de su nombre divino, Zeus lo tomó como rebeldía y una afrenta personal. A pesar de haberla expulsado del Olimpo, ella era su hija favorita, y la quería devuelta a su lado a como diera lugar, y era obvio que las cosas no se iban a quedar así. Así que resueltamente bajó al Inframundo, a los Campos Elíseos a visitar el trono de su hermano Hades.

- Matar a Athena.- Sentenció Zeus. – Solo así se liberará de su cuerpo humano, y en su estado puro de divinidad, regresará al Olimpo.

- Pero tú la has expulsado, ¿no es así? -. Hades se reclinó sobre su trono, con las piernas cruzadas y los dedos entrelazados, sus ojos, serenos y profundamente vacíos miraron a los de su hermano con atención. - ¿Cómo es que volverá?

- Bueno, es una diosa. Una vez liberados de su forma terrenal, no hay otro lugar existente donde puedan ir los dioses más que al Olimpo, hayan sido expulsados de este o no, ni siquiera yo podría evitarlo, lo sabes.

- Así que, planeas romper tus propias reglas para tus fines, como es tu costumbre, ¿no es verdad?

- Eso no es asunto tuyo. – En esos momentos era fácil molestar al rey del Olimpo. – Además, tienes que ayudarme.

- ¿Y por qué habría de hacerlo? Tú me asignaste este lugar. Si lo abandono, el equilibrio se rompería junto con el universo.

- ¡Tonterías! Tú esposa Perséfone, es también la reina de los Infiernos. Ella podría gobernar sin ningún problema el Inframundo. Además, - dijo por lo bajo, Zeus se acercó más al trono de su hermano, y rodeándolo, se colocó tras el respaldo, se inclinó para alcanzar el oído de Hades, y le susurró: - Hay algo que te conviene. Mata a Athena, y a cambio, te otorgaré su Santuario, junto con la ciudad de Atenas y las villas cercanas que están bajo su cuidado. Ya en tu poder, aunque se conviertan en parte del Inframundo, seguirán teniendo una fuerte conexión con la tierra del exterior. Allí fundarás uno de tus templos, tendrás el control absoluto sobre este mundo y el de arriba. Ese lugar será un portal en el que solo tú podrás entrar y salir a tu antojo. Y quién sabe, solo tal vez, podrías llegar al Olimpo, ¿no?- En ese momento, Zeus notó un pequeño destello en los ojos de Hades, y notó como, casi imperceptiblemente, sus manos apretaban los brazos del trono. – Eso es lo que quieres, ¿verdad?, salir. Sé que extrañas la cálida luz del sol.- Por fin se enderezó y terminó de rodear el trono hasta quedar frente a él, mientras escuchaba como su hermano daba un pequeño suspiro.

- Está bien Zeus, sabes cuál es mi debilidad.- Contestó Hades mientras se levantaba y quedaba justo frente a él. Sus labios reflejaban una amplia sonrisa nada desagradable. – Te apoyaré en esto, haré lo que me pides, pero con una condición. Lo quiero a mi modo. Mataré a Athena. Pero quiero hacerlo teniendo un control absoluto desde ahora.

- ¿Sólo eso? – levantó las cejas. – Muy bien, hazlo, si quieres toma tu espada sagrada, atraviesa con ella su corazón, su cuerpo, degüéllala, córtale la cabeza, has lo que debas, no me importa, solo quiero que muera y vuelva al Olimpo.

- Muy bien, ya está entonces. – Y diciendo esto, tras cerrar el trato, Zeus se retiró entre las sombras seguido de una explosión de luz clara, indicación de que ya había ascendido.

- ¡Hipnos, Thanatos! –. Ordenó Hades.

- Mi señor. – Ambos dioses aparecieron de la nada dando una profunda reverencia mientras lo que se parecía al sol reflejaba el brillo de sus armaduras.

- Sé que han escuchado todo. El Gran Zeus lo sabe. Ya lo oyeron. Reúnan a mi ejército, Los Ciento Ocho Espectros, que vayan al Santuario del Partenón y que me traigan la cabeza de Athena.

- Sí. Como usted ordene. – Ambos se desvanecieron mientras Hades se retiraba a los aposentos donde se encontraba Perséfone. Sin desvanecer su sonrisa, se preguntaba cómo es que su hermano menor podría ser el rey de los dioses siendo tan ingenuo. Pues, utilizando a Athena, podría llegar al Olimpo, enfrentarlo y destronarlo, convirtiéndose así, en el nuevo rey, ocupando el trono que por derecho, y en un principio era suyo, gobernando él y su esposa hasta el fin de los tiempos. Así dio comienzo una Guerra Santa que involucraba ya a los seres humanos y los dioses.