Ninguno de los personajes me pertenecen, todos ellos son creación y propiedad de Sunrise
Garou
Prólogo. Hambre
El ruido provenía desde más allá, desde el fondo de ese largo pasillo oscuro el cual sus sentidos no lograban alcanzar en su totalidad. Hacía años que no escuchaba un sonido diferente, unas suelas desconocidas en esas largas piedras alisadas por los años. Estaba bien, por ella estaba completamente bien.
Aunque, lamentablemente, no podría ponerse en condiciones para recibir a nadie; las cadenas que la mantenían unida a la pared restringían cualquier tipo de movimiento.
Aspiró profundamente, el aire húmedo se coló por la máscara de hierro que mantenía su quijada sujeta y en su lugar. Sus colmillos, demasiado blancos desde hacía ya mucho tiempo, se mantenían fuera del alcance de cualquier mano que se acercase lo suficiente a su rostro. Estaba incómoda, hambrienta, viviendo en un limbo dormitante donde el día y la noche habían perdido cualquier sentido. A veces incluso creía haber olvidado las facciones de su rostro y el sonido ronco de su voz arrastrada. Temía ya no conocer la extensión de sus brazos o los sonidos y olores del mundo exterior, temía no reconocer el saludo del viento cuando por fin se liberara de esa prisión eterna en que la mantenían. Temía no reconocer la mirada perdida de la mujer que la observaría en el reflejo, la mujer del espejo que no había saludado en veinte largos años. No debía extrañarle, de todas maneras, habían pasado veinte años desde la última vez que recibió visitas. Veinte largos años en esa prisión donde la dejaban agonizar de hambre y sueños de libertad. Había pateado los primeros cinco, intentando deshacerse de esas cadenas frías y pesadas que cortaban su libertad, había pateado, maldecido, gruñido, gritado, dado alaridos y llorado. Había querido rendirse y lanzarse de rodillas al suelo, tanteando en la lisa superficie de piedra por una punta lo suficientemente afilada para acabar con su vida de una buena vez, cortar el largo hilo de una existencia demasiado, demasiado, demasiado larga. Intentó dejarse caer y morir, sin sentir culpa o remordimiento por ello, pero eso también le estaba prohibido. Los grilletes que sujetaban sus muñecas le impedían siquiera arrodillarse en esa oscuridad.
No hay dioses a los cuales rezar entre estas paredes, pensó, sin mucho ánimo, removiendo ligeramente sus ataduras con un tintineo helado. Ni siquiera podía pedirle a la luna madre una muerte y digna. Luego de eso ya no importaba, se había dejado caer sin más en ese sopor, a la espera de la oportunidad que la llevaría lejos de allí. Un sopor que le había otorgado paciencia y pensamientos erráticos y meditabundos. Pensamientos que saltaban de tema en tema sin un hilo conductor, pensamientos tan reales que se traducían en sensaciones. Y mantenía los ojos abiertos en esa oscuridad, observando los primeros bosques que la vieron nacer, oliendo el fresco verde de barro cercano al arroyo que corría a sus pies cuando era niña en lugar del moho que crecía entre adoquín y adoquín del suelo de esa celda.
Sentía el suave correr del agua en su garganta, un agua qué parecía tejido de luz y viento, un líquido que se le hacía tan lejano y cercano. Solo a un mundo de distancia, solo a unos metros de distancia.
Si miraba hacia el techo de su celda podía imaginar la lluvia cayendo y el agua bañándola otra vez.
Y la sangre.
Cerraba los ojos al recordarla.
Tibia y viva, aún con la electricidad de las pulsaciones latiendo sordamente en ella. Cómo la extrañaba. A ella y a la caza. Casi podía sentir sus colmillos creciendo y sus piernas endureciéndose, preparándose para la cacería, los músculos ansiosos por ser utilizados.
Pero eran otros tiempos, que volverían en algún futuro incierto. Volverían distintos, cambiados, pero volverían con la dicha de la libertad salvaje. Ahora una persona se acercaba a su celda. Una visita inesperada pero anhelada. Un hombre, seguramente, por el peso de cada pisada, un hombre solo acercándose, sus pasos resonando en el eco irremediable de esas paredes angostas.
Quizás este era el momento que su cuerpo tanto había ansiado y el que, secretamente, su mente sin su permiso había imaginado.
Pasaron unos cinco o diez minutos más antes de que el dueño de esas pisadas apareciera a su vista, acostumbrada a la penumbra del lugar, tras las rejas que la separaban del resto del mundo. Un hombre alto y sobrio, una extraña mezcla de tranquilidad y certeza parecían rodearlo y desprenderse de sus hombros anchos. La mujer se limitó a observarlo, sin caer en las usuales jugarretas que gustaba hacerles a sus carceleros, única diversión con la que contaba en ese agujero asqueroso. El silencio siguió siendo la ley, mientras el recién llegado extraía un cigarrillo del fondo de sus bolsillos y lo encendía despreocupadamente, iluminando el largo y ancho pasillo más de lo que había visto en años. La morena entrecerró los ojos, la luz cegándola momentáneamente. ¿Si la llama de un encendedor es capaz de hacerme esto, qué vendrá después, cuando por fin sea libre bajo la luz del sol?
Se mantuvieron en silencio, uno pensante y la otra atrapada. Veinte años terminan desarrollando una paciencia increíble, veinte años de silencio en los que sólo podía suponer lo que sucedía en el mundo exterior. Los meses contados por el animal interior que llevaba adentro, agitado a cada luna llena que usaba para contar los meses.
La cuenta se hacía más corta cuando se realizaba en meses en lugar de días.
El cigarro iba consumido ya a la mitad cuando por fin se decidió a hablar, chasqueando la lengua a cada palabra, como si el acento que su lengua materna le imponía fuese muy fuerte para controlarlo en la lengua extranjera. Aún así, las palabras nacieron en una lengua que la mujer era capaz de comprender. En secreto agradeció al hombre hablar un idioma que le resultase tan familiar.
-Hace mucho nos preguntamos qué hacer contigo… y finalmente esa decisión ha recaído en mi -se paseó alrededor de ella, aún con el cigarro entre los labios, más centrado en sí mismo que en nada más. Su voz era profunda y viva, meditada, como si el control sobre ella fuera perfecto. La mujer levantó una ceja, algo sorprendida, hacia mucho que no la ignoraban de esa manera–. Ahora eres mi problema ¿qué se supone que haga contigo? ¿Eh? -Preguntas retóricas, siempre le habían molestado, el impulso por contestarlas nacía en su interior demasiado fuerte como para callarlo con facilidad. Solo un murmullo nació de su garganta, su boca cubierta por la máscara de hierro que enmudecía cualquier palabra incluso antes de que nacieran-, pero supongo que ha llegado el momento de volver a usarte… -terminó exhalando una bocanada de humo, fijando sus ojos dorados en ella, sin rastro alguno de miedo o vacilación-. ¿Sabes lo que se espera de ti? -inquirió, más un procedimiento formal que una pregunta real. Sabía perfectamente qué se esperaba de ella y también sabía que no podrían controlarla con facilidad una vez que la soltaran. Elevó una ceja, encuadrando la duda en su rostro ¿Qué podrían ofrecerle que la mantendría quieta y bajo sus órdenes?
La llave capturó su atención, borrando sus pensamientos a la vez que una punzante necesidad y deseo hirieron su costado. La llave de sus cadenas.
La llave a su libertad.
Ese pequeño objeto de metal que giraba en las manos grandes del hombre que ofrecía un trato.
—Estoy más que al tanto que no tienes interés alguno en cooperar con nosotros, pero eso nos trae sin cuidado, realmente, tenemos algo en lo que estamos seguros posees… cierto interés —cerró su puño, ocultando esa pequeña esperanza que había despertado su cuerpo. El animal interno gruñía ahora, desesperado por una bocanada del aire limpio y el viento fresco del que estaba privado, una bocanada de algo más que la humedad y el oxígeno estancado que esas frías mazmorras le entregaban. La mano con la llave volvió al bolsillo, segura lejos de la vista de la mujer más desesperada a momentos–. Dado que, por supuesto, no puedes responderme; déjame tener esta conversación unilateralmente -el hombre se rascó la barbilla, divertido ante la situación. Incluso desde esa oscuridad podía distinguir el movimiento casi imperceptible de sus cejas definidas y gruesas, el corte cuadrado de la mandíbula y unas patillas recortadas con precisión milimétrica. Todo el hombre en sí expresaba una extraña sensación de elegancia que no provenía de las ropas que usaba, sino que emanaba de él mismo, de la actitud que podía adivinarse de sus hombros ricos y su semblante serio. La mujer leyó en sus ojos dorados, o por lo menos alcanzó a leer brevemente, una decisión que rayaba en la certeza absoluta. No había brazo que dar a torcer. Una extraña mezcla de simpatía y deseos de despedazarlo nacieron en su interior, retorciéndole las cuerdas vocales por los deseos de hablar. A pesar de toda la seriedad que el joven hombre emanaba existía un espacio para la irreverencia, incluso un par de miradas casi despectivas que nacían desde el rabillo del ojo. La encadenada casi apreciaba que se le diera una segunda oportunidad sin tener que abrirse paso matando a todo quién se le pusiera por delante, pero los deseos de arrancarle el corazón rompiéndole las costillas en el proceso no dejaba de asaltarla, un deseo de borrarle ese fantasma de sonrisa que adornaba sus labios finos. Un deseo de demostrarle cual era su real posición frente a ella. No le gustaba que alguien adoptara el papel de depredador ante ella, cuando eran ellos, el resto, quienes eran sus presas, sus suaves e incautas presas. El hombre rubio inició un ligero paseo enfrente de ella, sopesando dos situaciones con ambos brazos, jugando a ser una balanza humana a medida que exponía la situación–. Te aseguro no serás mal representada por mí.
»Puedes no aceptar el trato y quedarte aquí, encerrada en esta mazmorra, pasillo, celda o cómo quieras llamarlo, esperando el momento o la oportunidad remota de escapar y matarnos a todos, clamando una venganza y una sed de sangre irreconciliable con cualquier trato —su mano izquierda se extendió, los dedos abiertos y la llave olvidada ya en el bolsillo —Puedes librarte de todos nosotros y luego hacer lo que se antoje de tu jodida vida, buscando quizás lo que teníamos para ofrecerte— se detuvo frente a ella, ahora sacando su mano derecha del interior de su chaqueta, un bolsillo interno en ella destelló brevemente al moverse, mostrando una hoja oculta en él —O, por otro lado, puedes aliarte con nosotros y seguir nuestras ordenes por un tiempo… digamos unos cuantos años —calculó, con un gesto despreciativo, restándole peso a los años que no perdonaban–. No mucho, la verdad, para ti el tiempo vale casi nada comparado con el nuestro —con ambos brazos extendidos frente a él le mostró la situación, simulando sopesar cada mano mientras sus cejas jugaban con una duda ficticia—. Si trabajas para nosotros te entregaremos eso que te fue arrebatado, puedes estar segura de ello, además de todas las comodidades que desees y presas a las cuales destrozar —una sonrisa se escapó del control de su rostro, demostrando cuánto disfrutaba de esa ficticia conversación—. ¿Pero cómo puedes asegurarte de que cumpliremos el trato? ¿Cómo podemos asegurarnos de que cumplirás el trato? Bueno… para eso hemos diseñado esto —de sus bolsillos, que ahora le parecían mágicos, extrajo un pequeño dispositivo de metal, una bala minúscula que emitía cierto brillo azulado, como si una pequeña luciérnaga hubiera errado su camino y hubiera quedado atrapada en esa cárcel de metal, tal como ella lo había hecho hacía años atrás—, ¿qué es? Oh, mi querida compañera, es un rastreador bomba, entrega la información exacta de tu paradero a nosotros y… —otro pequeño dispositivo apareció en sus manos, como un truco de magia callejero lo hizo bailar entre sus nudillos, desde un extremo al otro de su mano— este otro pequeño te dirá nuestra posición exacta. La carga explosiva no es suficiente para matarte, sólo para dejarte inconsciente por unos cuantos minutos… lo suficiente para sacarte del estado berserker en el que caes en ocasiones… y este otro no tiene carga alguna, pero seamos claros: ¿para qué asesinarnos a distancia cuando puedes tener el placer de hacernos pedazos con tus propias manos? —Guardó ambos dispositivos otra vez en uno de sus bolsillos, los ojos dorados centellando. El silencio volvió a ser rey en el lugar, el hombre brindándole unos segundos para que pensara. No los necesitaba, había tomado su decisión hacía mucho ¿Qué más podía hacer? La promesa de libertad y de volver a tener su preciada posesión entre manos la motivaría a cualquier cosa.
—¿Entonces? ¿Tenemos un trato? —inquirió, por fin entregándole el turno de palabra en toda esa conversación. Apretó sus puños, helados y atrapados en esas cadenas que parecían eternas. Se estiró levemente, todo lo que la permitía su prisión. Llevaba veinte años ahí, de pie, esperando. Su espalda pegada a la pared de adoquines fríos y sus ojos abiertos a una oscuridad reinante. Era su momento de salir de ahí.
Dejó escapar una larga exhalación, un suspiro que sonó levemente a rugido al pasar a través de los barrotes de su máscara de hierro. Lo miró a los ojos, el cigarrillo aún colgando de su boca, olvidado, casi consumido, la única luz difuminándose lentamente, extinguiéndose. El hombre ahora esperaba ansioso, casi podía leer tras sus pupilas enigmáticas, casi podía ver la resolución de sus propios ojos reflejados en los de él. Asintió, sellando el pacto. Trabajaría para ellos y volvería a caminar bajo el sol.
Volvería a comer lo que se le antojara, a sentir el suelo bajo sus pies cuando ella caminara por voluntad propia, a sentir los pulmones llenos de aire tibio o de gélido hielo azotado por los vientos.
A sentirse viva otra vez.
El hombre sonrió, realizando una leve reverencia a manera de gratitud. —Ahora, sólo quedan dos formalidades —declaró, revelando el bolsillo interno que antes había vislumbrado, extrayendo la hoja larga y plateada de ella—. Dolerá solo unos momentos… o al menos eso me dijeron- comentó, nuevamente tranquilo y con un dejo de diversión en su voz, antes de realizar un rápido y limpio corte en su abdomen. La mujer jadeó, el dolor se sentía real, afilado, frio y cortante, pero, al mismo tiempo, se sentía bien. Se sentía bien volver a sentir. Antes de que la sangre iniciara su descenso insertó el pequeño artefacto de metal con luces azuladas, recogiendo la daga en el proceso y guardándola en una discreta funda que llevaba tras él, en la parte trasera de su cinturón. Dejó una de sus palmas en la herida, apretando con fuerza a medida que la regeneración iniciaba su recorrido, con suaves columnas de humo que marcaban el camino de una cicatriz reciente. Retiró la palma cuando el humo se detuvo, la herida cerrada y el dispositivo colocado exitosamente dentro de ella. Su mano viajó nuevamente, y por última vez, a su bolsillo, extrayendo la llave y utilizándola.
Utilizándola al fin, luego de tanto tiempo.
Dejó libre primero sus pies, débiles y torpes ante la libertad. Le siguieron ambos brazos y la mujer cayó de rodillas al suelo. Marcas rojas y sanguíneas cruzaban sus extremidades, recordatorios frescos de su prisión. No les dio importancia, estarían borrados dentro de nada, cuando su cuerpo iniciara otra vez la curación.
Finalmente fue su rostro, libre de esa máscara de metal que tintineaba al moverse, que mantenía toda su barbilla hasta su nariz inmovilizada. El hombre la retiró con cuidado, depositándola en el suelo al lado de ella. La piel blanca revelaba finas líneas rojas donde el metal ejercía presión en los huesos, imposibilitando el movimiento. Extendió y recogió sus dedos, a medida que abría y cerraba la boca en pruebas cada vez más osadas. Subió la mirada, encontrándose con su, ahora, jefe, esperando su reacción. Vacilante se puso de pie, probando cada músculo con una corriente eléctrica que le erizaba la piel y la embargaba en un sentimiento de felicidad.
Un temor no confesado, ni siquiera en su propio fuero interno, se esfumó cuando utilizó su voz luego de tantos años. Cuando su voz grave y algo arrastrada la hizo escupir un cuajo de sangre antes de volver a la normalidad. Antes de regresar por completo, demostrándole que no había perdido el don del idioma. Que ella seguía teniendo palabras y músculos para defenderse. Escupió de lado, deshaciéndose de ese sabor metálico que llenaba su boca. Limpió descuidadamente su nariz y sonrió, una sonrisa plagada de colmillos hambrientos.
-Estoy lista -afirmó, dando por terminada esa larga estadía en la prisión. El hombre sonrió, señalándole con la cabeza el camino que los sacaría de allí. A trastabillones se alejaron, hacia la nueva vida de violencia que iniciaba.
NdA: Estimado público, no tengo idea de qué estoy haciendo. Si deciden embarcarse en esta aventura conmigo, bienvenidos sean. Hasta el siguiente capítulo ¡Saludos!
NdA2. Agradecimientos especiales para mi beta, que se dio de cabeza en todos mis errores tipográficos.
