Capitulo 1

No lamento nada de lo que he hecho hasta ahora. Si bien es cierto que hay cosas que me duele haberlas hecho, o que no me ha gustado hacerlas del todo, no me arrepiento de haberlas llevado a cabo. Y creedme, he vivido muchos años. Tantos que, por un mero hecho de probabilidades, debería haber al menos un par de ellas por las que sentirme culpable. Pero todos mis actos me han conducido hasta lo que hoy en día soy, y todos los pasos que he dado han tenido como meta una única cosa: matar a Katerina Petrova.

¿Y por qué esto es así? Permitidme antes que me presente.

Mi nombre es Evelyn Malzieu. Nací en el año 1844, en Mystic Falls, Virginia. Mi familia tenía bastante dinero, nuestra economía no era boyante pero aún así no nos faltó jamás un buen número de personas en el servicio de la casa, comida o ropa cara. Junto a otras familias, nos enorgullecíamos de ser parte de los fundadores del pueblo. Mi padre, Jack Malzieu, provenía de una familia francesa que, años atrás, había emigrado en busca de abrir nuevos horizontes en la empresa familiar. Poseían tierras en Europa, viñedos, y pensaron que expandirse en un nuevo continente traería más dinero todavía a la fortuna familiar. Conoció a mi madre cuando esta era aún una niña, y se enamoró perdidamente de ella. Tras esperar unos años, pudieron casarse y buscaron un nuevo territorio en el que poder asentarse y formar una familia. Y así es como llegaron a lo que hoy en día es el pueblo de Mystic Falls.

Me crié jugando en los bosques que rodeaban la gran casa en la que nací. Mi padre se sentía enormemente orgulloso de todos sus hijos, y quizás delate falta de humildad por mi parte al decir que siempre pensé que yo era su favorita. Mi madre siempre atendía con mayor premura a mis tres hermanas menores, elegantes, dulces, delicadas… femeninas. Pero yo no era así. Prefería pasar el día al aire libre con James, mi hermano mayor. Soñar con nuevos mundos por descubrir, leer a escondidas libros que nos habían prohibido leer y me permitían volar hacia sitios desconocidos, correr, saltar en el barro, bañarme en el gran lago con el que colindaba mi casa… Esa era para mí la felicidad. Y recuerdo bien como mi padre sonreía beneplácitamente hacia donde yo estaba mientras asentía y escuchaba a mi madre quejarse sobre como nunca encontrarían un buen marido para mí. Pero todo daba igual, porque yo sabía que él lo aprobaba, que me quería, y eso me daba alas.

Pasaron los años, mi padre enfermó y se encontraba demasiado débil para salir a pasear conmigo, por lo que quedé bajo la atenta supervisión de mi madre, la cual me tenía por su proyecto más difícil. Acababa de cumplir 15 años y no dejaba de repetir que, si no cambiaba mi actitud, acabaría sin casarme, sola y desamparada. Y yo no dejaba de pensar que eso solo me facilitaría más la huida para poder perseguir mi sueño, recorrer África.

Pero amaba a mi padre, y no soportaba la idea de verlo tan débil atendiendo las continuas quejas por mi comportamiento que mi madre le hacía llegar, por lo que, con el paso de los meses, cedí ante sus peticiones y me puse en sus manos para convertirme en una señorita.

Aprendí a tocar el piano, cantar, dibujar, leía los libros que me recomendaba y me encargaba de que los criados hicieran bien su trabajo. Tuve una tutora que me enseñó a mantener una conversación de manera correcta y educada, a cuidar mis ademanes, caminar de manera grácil y ligera. Compró los mejores vestidos para mí, y me enseñaron a bailar usando los zapatos de la época. Cambié todo lo que yo había sido para que así, padre pudiera estar tranquilo. Y pareció funcionar durante un tiempo, porque los dos sabíamos que esa no era yo, que solo había enterrado mis sueños hondo, muy hondo, y que eso me había quitado la capacidad para volar.

Al cabo de unos meses, James se marchó, dejándome sola en una casa en la que solo podía relacionarme con unas mujeres que no me entendían, y con un padre al que ya no podía acudir en busca de consuelo.

Recuerdo varias fiestas a las que acudíamos los fines de semana para socializar con el resto de las familias fundadoras. Perdonad mi vanidad al decir que fueron varios los jóvenes que se acercaron a mí con intención de conquistarme, pero ninguno era de mi interés. Al menos hasta una fiesta que se celebró poco después de que yo hubiera cumplido 17 años.

No entiendo como hasta el momento no había reparado en el. Su manera de hablar, de caminar, su fragancia. Los Salvatore eran conocidos de mi familia, pero jamás habían tenido una relación con nosotros como la que teníamos con otros como los Lockwood o los Forbe.

Recuerdo que simplemente se acercó y me tendió la mano invitándome a bailar, y yo no pude resistir la influencia que sus ojos, de un azul frio y cristalino, tenían en mí.

Damon se convirtió en mi vía de escape, una luz al final del largo túnel que habían resultado para mí estos últimos años. Me acompañaba a dar largos paseos por el bosque, hablábamos sobre libros que a los dos nos habían gustado y como a él también le gustaría conocer África. Pero lo más importante de todo es que me permitía ser yo misma. Encontré en el lo que había perdido y estaba buscando, una figura que me aceptara por lo que soy. Y así, me enamoré de él. Sin previo aviso, fue algo repentino. Sacudió todo mi mundo e hizo que todas las mañanas me levantara ilusionada por el nuevo día. Y él me correspondía.

Por supuesto, no faltó tiempo para que mi madre se diera cuenta de esto y comenzara a hablar de lo que planeaba hacer con mi futuro y si pensaba casarme con él. Y es irónico, porque lo que hasta el momento no se me había pasado por la cabeza, se me antojó la idea más maravillosa del mundo. Conociendo a Damon, estaba segura de que podría vivir otras cosas, explorar lo desconocido, no como hasta el momento había pensado que lo haría, pero sí entrar en un mundo nuevo.

Viví esos momentos esperanzada, emocionada ante la idea de que quizás, Damon y yo si pudiéramos vivir juntos para siempre.

Y entonces, el día de mi 20 cumpleaños, todo cambió.