28 de octubre de 1953. Madrid, España.
España. A pesar de haber vivido allí por siglos, no es como si le tuviera un cariño extraordinario. Un país que intentaba cambiar y evolucionar, pero nunca llegaba a crecer. Tuvo una ligera prosperidad, arrebatada tan rápido como había llegado. Una verdadera pena. Eso era para mí España: una pena.
Aún así, había decidido irme a vivir allí. Temporalmente, claro está. Mi tierra había quedado atrás, en pos de su mejora tras la estrepitosa Segunda Guerra Mundial. Valiente mierda de guerra, he de decir. Valientes seis años de mierda de guerra. Estoy harto de tanta guerra. Nosotros, los países, teóricamente existimos para los ciudadanos; para darles una identidad y que tengan un hogar al que volver. Pero en ese hogar ya no había nada. Europa quedó completamente destruida. Al pensar en toda la devastación que hubo a lo largo de estos seis años, me pregunto a mí mismo cómo es posible que sigamos vivos. Polonia, Rusia, Alemania, Francia, Bélgica, Inglaterra… Quedaron hechos un desastre. Y qué decir del momento de la derrota… Ahí no éramos países; éramos humanos. Al único de los países al que no vi con esa mirada tan vejada y tan llena de ira era Alemania, para mi desgracia. Mostraba sus ojos cristalinos tranquilos y sosegados, casi aguados por unas posibles ganar de llorar. Pienso que se encontraba aliviado al ver que todo este suplicio había terminado. Un fin del que me huelo que comenzará algo nuevo e inesperado.
En 1953 nos estábamos recuperando, y mi hermano Veneciano (como persona, y no como país) seguía estando preocupado por el resto de países europeos, sobre todo por Alemania y España. Sentía que mi hermano tenía dos astillas clavadas en el pecho y eran ellos, o algo así. A veces no le entiendo, por mucho que sea mi hermano. Pero le quiero, así que no tuve más remedio que hacerle caso e irme a vivir con España por un tiempo. Veneciano se quedó en casa, a pesar de mis continuas súplicas de que se fuera conmigo. Él, con su recurrente tranquilidad, me dijo que tenía que quedarse para ayudar a la nueva República Italiana. Resulta extraño verle tan responsable para con su pueblo.
Alemania se encontraba dividida. Tanto él como su hermano Prusia se vieron separados por acuerdos entre los Aliados. Alemania estaba siendo controlada por Estados Unidos, Francia e Inglaterra; mientras que Prusia lo estaba siendo por Rusia. Un alto precio que debían pagar. No sabía mucho más de ellos porque le había dejado el tema del contacto a cargo a mi hermano por ser nuestros aliados en la guerra. Tampoco es que me quitase el sueño no saber si el patatedesco de Alemania o el escandaloso de Prusia se encontraran bien, o que sus jefes estuvieran planeando construir un muro de tres metros que atravesara toda la capital. Me la traen al pairo.
A España no le había visto desde 1941, cuando se reunieron nuestros jefes en Bordighera, un tiempo después de su propia guerra civil. Aquella vez estaba diferente. Recordaba de España su eterna sonrisa de bucanero donde se entreveían unos brillantes dientes que fácilmente hacían competencia con el mismo Sol; una piel morena y aterciopelada que lucía canela; y su vivaz pelo corto achocolatado. En esa ocasión su tez estaba pálida, no canela; su eterna sonrisa finalmente murió; y su pelo, antes vivaracho y colorido estaba apelmazado y sin vida. Pero, sin duda, lo más triste eran sus ojos. Sus ojos antes eran dos brillantes esmeraldas robadas de un cofre, que te devoraban nada más ponerte en su trayectoria. Pero lo que vi allí fueron dos piedras, más grises que verdes, que miraban con desasosiego y continuamente al suelo. Lo más desalentador fue cuando le había preguntado a ese imbécil qué le había pasado, y se limitaba a contestar con una dificultosa sonrisa: "No es nada, no te preocupes, Roma". Menudo idiota que es por preocuparme más.
Pisé Madrid una mañana de octubre. Una liviana capa de hojas secas había cubierto las calles de la capital española. Tras unos fatigosos días en barco y en tren, había llegado a duras penas. Seguía presente en la atmósfera un sentimiento de intranquilidad. Se notaba en las miradas de los viandantes, en las pisadas de mis zapatos sobre la calzada, e incluso en el aire que se respiraba con dificultad. Tras media hora andando desde Atocha, llegué a la residencia de ese bobalicón. A excepción de su jefe que vivía en las afueras de la capital, el país personificado vivía en una residencia que antes era un monasterio allá por 1561. Mi antigua casa. He de confesar que la echaba un pelín de menos. Un pelín, he dicho. Y a la casa, no a él. La añoranza no me permitía ponerme melodramático, así que avancé con decisión y llamé al gran portón. España abrió la puerta, para mi sorpresa y la suya. Después de tanto tiempo, estaba ahí. Le estaba viendo.
Seguía igual de harapiento como siempre. Vestía una camisa holgada de color blanco, que poco le resguardaba de ese frío otoñal. A juego llevaba unos pantalones y unos mocasines negros, pero ambas prendas estaban casi a punto de romperse. España me miraba muy sorprendido, con sus ojos resplandeciendo acompañados de un leve sonrojo en sus pálidas y tiesas mejillas. De repente, articuló unas palabras:
—Ro-Romano, ¿qué haces aquí? —lo dijo soltando una leve sonrisa de entusiasmo.
—He venido a pedirte azúcar. —Ya empezaba a cabrearme, y solo acabábamos de vernos. Dios me asista.
—Oh, pues precisamente me la he terminado hace un rato. ¿No te importa azúcar mor…?
—Bien, sigues igual de retrasado mental que siempre. —Entré sin permiso mientras el idiota me seguía viendo como un espejismo desde la puerta—. ¿No ves la maleta, stronzo? Me voy a quedar a vivir aquí por poco (puede que mucho) tiempo.
—¿Qué? P-pero, es que…
—No me jodas que no leíste la carta que te mandó mi hermano…—Apoyé mi mano en la cadera, aguantándome las ganas de propinarle un tortazo para espabilarle.
—¿Cómo? ¿Que mi querido Veneciano me mandó una carta? —Para mi desgracia, lo dijo más entusiasmado.
Al rato, estábamos España y yo sentados en un proyecto de sofá, del cual estoy seguro de que el suelo era mucho más cómodo. España leía con detenimiento la carta extraviada que había encontrado en su correspondencia (no la había revisado, el muy cazurro). Miraba el manuscrito con gran interés, como si creía que observando sus márgenes lograría descifrar algún código secreto que abriera un tesoro escondido detrás de un cuadro. Dos carraspeos profundos me bastaron para llamar su atención, a lo que me respondió disculpándose:
—Mea culpa por no haber leído esto antes. El jefe te ayudará en lo que sea, Roma, para que puedas vivir aquí conmigo. ¡Para eso soy tu jefe!— Sonrió de oreja a oreja, mientras hacía un extraño juramento con los dedos índice y pulgar en su corazón.
—¿Aún sigues con la tontería del jefe y el subordinado? Ay, la que me espera… —Derrotado, sentí cómo mi cuerpo se despatarraba a gusto en aquel hostil sofá marrón.
—Jajaja, mira que eres… —Acarició mi cabeza como si se tratara de un perrito, y esquivó con facilidad la mordida que le iba a dar a su maldita mano por intentar blasfemar mi rulo. Qué mala suerte.
Entonces, le miré. Al contrario que hacía ocho años, se le veía un poco más repuesto. Dirigí luego mi mirada al salón. La casa no había cambiado para nada, a excepción de algún que otro mueble nuevo. Igual pasaba con él. Sus ojos verdes se veían intactos, con esa opacidad notoria a pesar de mostrar alegría. Al tocarme el pelo momentos antes, había notado una ligera aspereza en su piel como la madera sin pulir, que serían callos de trabajar sin parar. España se levantó del sofá, y caminó sosegadamente hasta una de las ventanas de la sala. Se quedó pensativo por un gran tiempo. No llegué a decir nada ni tampoco mostrarme impresionado ante su expresión implícita.
—Siendo sincero, es mejor que no hubieras venido, Romano. No es por ti, es por todo lo que está pasando. —Apoyó uno de los brazos en el marco de la ventana e inclinó su espalda con pesar.
—¿Qué querías? No pensaba irme con ninguno de los Aliados, ni por asomo me hubieran acogido. Tampoco quería alejarme de Europa por mi hermano, que está solo en casa. —Me crucé de brazos, algo cabreado por su despreocupación—. Toda Europa está devastada, quedan muy pocos sitios a los que ir, cabeza hueca. Tú has sido uno de los pocos que no ha ido directamente a la guerra.
—Supongo que tienes razón. —Su mirada era de nuevo la triste y desolada. ¿Qué le había pasado? Sabía que su gobierno había instaurado un aislamiento económico y diplomático, pero nunca le había visto tan derrotado como ahora, ni siquiera en el pasado. No entendía por qué no me había explicado nada acerca de sus paradójicos problemas. Al fin y al cabo habíamos vivido juntos, había la suficiente confianza, ¿no? De alguna forma, me cabreaba su actitud. Fruncí el ceño, y me levanté airado.
—Me voy a dormir. Estoy cansado con tanto viaje.
—¿No quieres comer nada antes? —preguntó con sorpresa por mi repentina ida. Pasé de contestarle, no tenía el estómago para más mierdas dentro. Gracias a mi magnífica memoria fotográfica recordaba la extensa mansión, y pude llegar con facilidad al que era mi antiguo dormitorio. No sé si España era un vago o un melancólico, pero el caso es que la habitación estaba casi igual a como yo la recordaba. Tiré la maleta en un rincón, y revisé si la cama tenía sábanas. Y sí tenía, y recién puestas, además.
—¡Jefe precavido, vale por dos! —Era (cómo no) España, que me había seguido. Esta apoyado en el quicio de la puerta, sonriendo victorioso a saber por qué—. Las cambié ayer mismo mientras hacía limpieza en la casa —Se acercó a mí con paso alegre—. Romano, ¿recuerdas cuando fuiste una colonia?
El tono de esa pregunta era nostálgico y algo… ¿triste? Me enfadó más, y lancé un ligero bufido desde mi sitio.
—Cómo podría olvidarlo, con lo mal que lo pasé viviendo contigo —repliqué sin tapujos, a lo que el tontaina reaccionó con un sonoro suspiro de desaprobación.
—¡Qué cruel! Y pensar que de pequeño eras más mono… —comentó casi en risa gesticulando de manera ridícula.
—¿A quién llamas mono, desgraciado? ¡Vete a tomar por culo, che palle! —dije rabiando de furia, lanzando patadas al aire, inocente de mi ira. España huyó de mis patadas protegiéndose con la puerta del dormitorio. Sonrió de forma infantil, y susurró antes de irse del cuarto.
—En realidad, me alegro muchísimo de que te quedes, Romano.
Más enfadado que sorprendido, cerré la puerta de golpe y me tumbé en la cama de un fuerte salto. No quería ni desvestirme, puesto que el frío se había colado por las paredes de queso de la casa, y quitarse la ropa suponía morir. Me quedé pensando en qué mosca le había picado al chalado ese. Nuestra relación no podía ser una paternal como la que tuvieron otros países en su día. España siempre había mostrado un afecto típico de la relación país–colonia: me defendió cuando fui atacado, me rescató cuando estaba peligro, y me acogió cuando pudo hacerlo, como pasaba ahora. No había nada más. No sentía nada más… ¿Por qué?
¿Por qué me importaba verle sonreír?
