Nada de esto me pertenece. Yo sólo he intentado hacer un homenaje a Fred y George, que para eso hoy es su cumpleaños.


A las nueve y ocho minutos de la tarde

En una de las paredes de la vivienda hay un reloj.

Es un reloj de péndulo, que mide dos metros, que pese a tener ya muchos años sigue marcando la hora con la misma exquisita puntualidad que el día que se fabricó. Pero que desde hace catorce emite un tic tac mucho más apagado, amargo, triste. Porque la persona que tantas veces lo congeló, harta del sonido que no le dejaba dormir, dejó de hacerlo. Y la otra persona, la única que queda, pese a que también se irrita con el tic tac, sigue esperando que sea su compañero quien lo pare.

Junto al reloj, colgado en la pared, hay un calendario.

En realidad, son catorce calendarios. Uno por cada año que el reloj lleva marcando la hora con amargura. Todos los días transcurridos desde entonces están tachados. El dueño del piso, un hombre pelirrojo con una sola oreja y una omnipresente chispa de tristeza en la mirada, va cada tarde a las nueve y ocho minutos, y se queda ahí hasta las nueve y veinte. No importa si está contento, triste o enfadado; incluso cuando está enfermo acude sin falta a su cita para poner una cruz en la casilla. Da la impresión de que hacerlo lo ayuda a estar en paz consigo mismo.

Bajo los catorce calendarios colgados en la pared, hay una cómoda.

No tiene en su interior cubertería, ni ropa, ni nada que se le parezca. Tampoco es especialmente bonita. Huele, y así será por siempre, a quemado, y tiene las esquinas de las patas desgastadas, en parte por el tiempo, en parte porque las patas de la cómoda tienen un romance con los dedos de los pies de dos personas. Hace catorce años, todas las mañanas se escuchaba, cada vez que los dos inquilinos pasaban por ahí, un: "¡Ay!" seguido del en principio apaciguador: "Qué torpe eres, pareces Tonks, F… ¡Ay!". Y luego, carcajadas. Todo eso terminó hace poco menos de catorce años. El único que desde entonces se hace daño con la cómoda ya no ríe, sólo maldice en voz baja y sigue su camino.

La cómoda, por cierto, contiene recuerdos. Atrapados en fotografías, en jerséis, en cachivaches de todo tipo. En el primer intento de oreja extensible. En sus ideas más precoces. En una bengala que se quedó olvidada al fondo del cajón y que nunca llegó a prender.

Hoy es uno de abril de dos mil doce. Son las nueve y ocho minutos de la tarde de un Domingo de Ramos. El día de los Santos Inocentes en Gran Bretaña. Su cumpleaños. El de los dos habitantes de ese piso, tanto el que está ahí como el que se fue hace casi catorce años.

Siguiendo una rutina que convive con él desde la Batalla de Hogwarts, un hombre coge un rotulador rojo y tacha la casilla correspondiente a ese día. Se queda observando el trío conformado por el calendario, el reloj y la cómoda. Hacer eso cada día le duele. Pero a la vez lo ayuda a no perderse en divagaciones y ser consciente de que ha de estar en este mundo unos años más.

Lo único que es hoy distinto es el brillo en los ojos del hombre, más triste que de costumbre y con una chispa de algo que casi es desesperación. Y que habla a un ente invisible, o quizá inexistente en ese lugar. Le dice lo mismo que lleva diciéndole los últimos catorce años:

-Feliz cumpleaños a ti también, Fred.