Capítulo 01

No todos los días se hacían un viaje de veintiocho horas y aún menos para ir a Australia. Se habían desplazado hasta Melbourne, allí habían cogido su equipo y en camiones se habían trasladado hasta las proximidades de Omeo. En la localidad se encontraba el Parque Nacional Alpino, que era muy popular en verano, o eso les habían contado mientras venían. Tiempo para charlar habían tenido. El parque contaba con una extensión de 6.474 kilómetros cuadrados, limitaba al este y al noreste con la frontera de Nueva Gales del Sur y por el otro lado limitaba con el Parque Nacional de Kosciuszko.

Ni habían podido pronunciar el nombre. Y mira que lo habían intentado veces...

Por fin, después de otro rato largo, vieron el destino al que se aproximaban. El humo se extendía como un gran manto, alzándose hacia el cielo y formando una nube negruzca que tapaba parcialmente la luz del sol. Aún así, hacía un calor terrible. Según la información que les había llegado, no habían bajado de los 30ºC en siete días y no había caído ni una sola gota, por supuesto. Aunque el riesgo de incendio era alto, no esperaban que ocurriera nada hasta que sucedió. El fuego se había propagado más rápido de lo que habían imaginado y pronto se convirtió en algo preocupante. Australia no tenía medios para controlar aquello y pidió ayuda internacional con urgencia.

Entonces fue cuando ellos entraron al tablero de juego. El gobierno de España se prestó voluntario para enviar refuerzos hacia allí y sin haber tenido tiempo ni de recibir agradecimiento de los australianos, ellos embarcaron hacia aquellas tierras del sur. Los camiones pararon y los bomberos españoles empezaron a recibir las órdenes de sus superiores, que habían hablado con los bomberos australianos para coordinarse. Tras eso, disponían de unos minutos para prepararse.

Antonio Fernández Carriedo, de 27 años de edad, se encontraba cerca del camión, inclinado hacia delante, aguantándose sólo con la pierna derecha. En esa posición, la pierna izquierda estaba flexionada y con sus manos arreglaba la bota para dejarla bien ajustada al pie y en una posición cómoda. Una vez entraran en ese infierno de llamas, no sería capaz de preocuparse por el vestuario ni una sola vez. Apretó el pie contra la piedra y así terminó de ajustar el calzado.

- Bien... -dijo con una sonrisa confiada tras incorporarse.

Todos llevaban el mismo uniforme: Pantalones naranjas con franjas rojas a los costados, una camisa blanca de tirantes cubriendo el torso y luego, encima, una chaqueta del mismo color y con los exactos adornos del pantalón. En los pies calzaban las botas gruesas y negras y en las manos portaban unos guantes del mismo color, también de gran peso y envergadura. Para culminarlo, un casco de color rojo con una visera les cubriría el rostro y les protegería de cualquier posible impacto.

Se movió para ponerse bien aquella especie de bandolera en la que cargaban un hacha, tenazas y algunas herramientas más con las que trabajaban. Se ajustó el caso en la cabeza, aún sin abrocharlo, y miró hacia un lado. Finalmente localizó a quien buscaba. Se trataba de Francis Bonnefoy, de 28 años de edad (se llevaban unos meses, nada más). Era un llamativo hombre de cabellos rubios, que llevaba recogidos, ojos azules y en su mentón se podía encontrar una barbita de dos días que se recortaba escrupulosamente cada dos días. Cualquiera que le viese podía deducir que aunque trabajaba para los Bomberos españoles, ese hombre no era de allí. Para sorpresa de muchos, Francis había nacido en España y se había criado en Granada.

- Ten cuidado y asegura que guardas bien esa melenita, me niego a que luego vengas a llorarme diciendo que se te ha chamuscado. -comentó Antonio con una sonrisilla. No había pasado ni un segundo cuando vio que le miraba con reproche. Le encantaba lo rápido que saltaba ante ese tipo de pullas.

- ¡Hah! ¡Más quisieras, Antonio! A ver si se te van a quemar a ti los pelos de las piernas por haberte puesto mal las botas. -le replicó con sorna. Ahora el que le miraba con reproche era el chico de cabellos castaños y ojos verdes.

Ninguno de sus compañeros les hizo caso, era el mismo cantar de siempre. Les gustaba hacer el paripé cuando estaban a punto de ir a sofocar las llamas. Parecían como esos niños pequeños que disfrutan molestando a sus hermanos por las tonterías más nimias, pero todos sabían que se tenían aprecio. No había que estar muy ciego para darse cuenta de ello. Además, todos lo sabían porque les contaron lo que había.

Esos dos pesados que no dejaban de criticar la manera en que el otro llevaba la ropa eran novios.

Nada de amigos, novios.

Además hacía meses que habían dado a conocer aquella información públicamente. Muchos lo habían sospechado, por las miradas que se dirigían o porque los dos se iban siempre juntos por la tarde y se esperaban, fuese la hora que fuese, si sabían que el otro no estaba fuera apagando fuegos. Cuando dieron la noticia, el jefe les dijo que mientras no afectara a su rendimiento en el trabajo, ninguno de ellos tenía nada que decir acerca de lo mucho que se acercaran fuera del parque de bomberos.

La situación en el Parque Nacional Alpino no era la mejor, de ahí que hubiesen solicitado ayuda a los países con los que no tenía malas relaciones. En primer lugar había un gran fuego que se había declarado prácticamente en el corazón del parque, por causas desconocidas hasta el momento. Las llamas se habían ido extendiendo hacia el norte, formando un patrón cada vez más ancho, con forma parecida a la de una pirámide aunque irregular. La decisión de su jefe había sido realizar un ataque indirecto a dicho fuego y crear la línea de contención a medio kilómetro de las llamas, que seguían en su avance hacia el norte. Lo complicado del asunto era que el perímetro del incendio era grande y el trabajo de la línea se hacía a contrarreloj en el norte para evitar que el fuego siguiese descontrolado por más tiempo.

Después, al suroeste, había otro frente activo a poca distancia. Creían que se había iniciado por algo de ceniza que había sido arrastrada por un sutil cambio de viento que asustó a todos. Lo malo es que el frente avanzaba hacia el norte también y amenazaba con unirse al foco principal. Por eso acabar la línea de contención del incendio principal era prioritario. Lo que no quedara aislado del incendio secundario, se atacaría directamente. Ese no era el que más les preocupaba.

Los bomberos españoles miraban el fuego con el corazón latiéndoles con nerviosismo. Antonio levantó la mano derecha, la cual aún no estaba enguantada, y dio un suave pellizco sobre el brazo del rubio de ojos azules que se encontraba a ese lado. Aunque no se miraron, como siempre, la respuesta fue un pellizco de las mismas características sobre su muslo. Era un gesto cariñoso, un "te quiero" silencioso ya que no querían incomodar a sus compañeros con palabras empalagosas. Ambos sabían que corrían riesgos, les parecía lo normal dedicarse alguno.

No es que se hubieran separado; un grupo de tres personas, en el que ellos dos también estaban, fueron los encargados de ir hacia el sur. Querían hacer la línea allí de manera directa, más próxima al fuego. Ese tipo de líneas se formaban echando los combustibles (hojas y arbustos) hacia las llamas y se despejaba para que el fuego no quemase más territorio. Tenían que estar más cerca para dibujarla, pero evitarían más daños sobre la vegetación. Cargados con lo necesario, los tres fueron hacia el sur, al costado izquierdo de la parte en la que el incendio se había generado a posteriori, la más fina. A una distancia de entre seiscientos metros y un kilómetro, se encontraban otros equipos con esa misma tarea. Ellos despejarían el suelo al máximo y esperarían a que las máquinas pesadas quitaran algunos árboles. Luego limpiarían de nuevo esa línea hasta asegurarse de que el fuego no la rebasaría fácilmente.

Uno nunca podía acostumbrarse del todo a la visión que tenían delante. Si el incendio impresionaba en la lejanía, desde donde se podían ver las columnas de humo negro alzarse como un manto de cuervos, de cerca impresionaba el triple. No era sólo el aire, más viciado ya que el fuego se encargaba de consumir el oxígeno y, por este mismo, se mantenía encendido, también se encontraban con esas lenguas de color rojizo que se levantaban con violencia y que parecían rugir mientras devoraban una hoja tras otra, arbusto tras arbusto, árbol tras árbol. Con lo que les costaba crecer y la facilidad con la que, una vez prendidos, ardían por completo hasta quedar convertidos en una cosa negruzca y apestosa que parecía de todo menos viva.

Por si los 31 grados que hacía cuando habían llegado a Melbourne les hubiera parecido poco, estar delante del incendio era algo peor. El fuego había incrementado aún más la temperatura ambiental y convertía aquel lugar en un sitio sofocante. Por debajo de las ropas podían sentir su cuerpo rodeado de una fina película de sudor que no podía apagar el calor al que se enfrentaban directamente. Pero lo bueno es que estaban bastante acostumbrados a aquellas temperaturas tan altas y tenían que estar tan atentos que no se distraían a secar con su brazo el sudor de la frente o el que se acumulaba sobre el labio superior, formando unas gotitas líquidas que en cualquier otra ocasión no hubiesen hecho más que molestarles. Con palas, Antonio, Francis y Daniel se encargaban de despejar todo lo que pudieran la línea. Hubiese sido una tarea más rápida de no ser porque el viento soplaba del sur, en dirección hacia el norte y arrastraba consigo hojarasca y otras cosas que en aquel momento eran más combustible para aquella danzante masa de llamas. Daniel llevaba a su espalda una pequeña bomba de agua con la que poder apagar incendios localizados, de reducido tamaño, y tenía que parar a hacer eso mismo constantemente por culpa del viento.

Harto de estar apartando hojas y más hojas y que éstas se pusieran donde querían porque sí, Francis se adentró en la línea y despejó un poco más, haciendo -o al menos intentándolo- la línea más grande. No entendía por qué había tantas hojas cuando no era otoño. Levantó la cabeza y vio que había un árbol grande, a saber cuántos años tenía, que había visto mejores días y que ahora se alzaba, seco y sin hojas algunas.

- De todos los sitios a los que podríamos haber ido, hemos tenido que ir a dar con el árbol que se ha muerto y ha dejado el suelo lleno de hojas. -se quejó el francés a pleno pulmón. Ante el crepitar y el ruido de los helicópteros que sobrevolaban la zona, corriendo serios peligros en ocasiones, si no gritaba no podría hacerse oír.

- ¡¿Quieres dejar de quejarte como si fueses una niñita y empezar a hacer algo de utilidad?! -espetó Daniel con la amabilidad que le caracterizaba cuando estaba en medio de un trabajo de esas características.

Francis ni se inmutó, era un amigo y sus arrebatos, comparados con los de cierto novio que estaba ocupado arrancando hierbajos y echándolos a las llamas, eran palabras cariñosas en la boca de un hombre con expresión de santo. El trabajo que tenían era a contrarreloj y aunque hablaban, a veces eran cosas que decían en voz alta y en ningún momento se escuchaban los unos a los otros. Antonio paró cuando se percató de que su radiotransmisor empezaba a hacer un ruido más fuerte de lo normal y se escuchaba la voz de su superior hablarles. Le costó agarrar con los guantes el trasto negro que estaba más caliente de lo normal; suerte que esos aparatos los hacían muy resistentes al calor.

- Aquí Antonio Fernández, encargado de la zona sur, le copio. -dijo mirando a su alrededor extrañado. Le parecía sentir el viento de frente cuando antes lo había notado en su nuca, constantemente.

- Fernández, r- -se produjo una fuerte interferencia que cortó la palabra y dejó la comunicación inservible hasta que de repente volvió a la normalidad- inmediatamente.

- Lo siento, señor, no he podido escuchar su mensaje. Repita, por favor. -dijo rápido Antonio. Si alguien encontraba en una orden de su superior la palabra "inmediatamente", era mejor enterarse de lo que había dicho y cumplirla al dedillo, sin tardar un solo segundo.

- ¡Le estoy diciendo que se alejen de allí inmediatamente! ¡Retírense! -exclamó en una voz ahora clara como el agua su superior.

Por un segundo, la confusión ante aquella orden tan escueta le distrajo, le dejó paralizado mientras el fuego crepitaba y escuchaba el ruido que sus compañeros hacían. Desgraciadamente, supo lo que ocurría al segundo siguiente, cuando aquel viento tan intenso pareció hacer un remolino y, de imprevisto, empezó a bufar en dirección contraria con mucha violencia, tanta que podían notar cómo pegaba sus ropas húmedas contra la piel que chorreaba. Un cambio de dirección en el peor de los momentos y lugares, de ahí que hubiesen intentado contactar con él, que se encontraba a cargo de los otros dos. Corrió hacia Daniel, que se encontraba a unos metros a su izquierda, tras haber guardado el radiotransmisor en el bolsillo correspondiente.

- ¡Vamos, Daniel, espabila! ¡Tenemos que retirarnos ya! -le gritó Antonio al llegar a su lado y tiró de él para que dejara la tarea que tenía entre manos.

- ¿Te han contactado? -le preguntó guardando lo que podía y siguiendo a Antonio.

- Claro que me han contactado. ¿No notas lo peligroso que se está poniendo esto? Tenemos que retroceder. ¡Francis! ¡Tenemos que retirarnos! -gritó a pleno pulmón hasta casi desgañitarse.

Pero Francis aún le quedaba un poco lejos y no le oía. Dio un par de pasos hacia aquellos arbustos que quemaban y empezaban a formar una barrera. ¿Por qué no miraba más a menudo a su alrededor? Mira que se lo tenía dicho. Escuchó un crujido, pero siguió avanzando.

- ¡Francis! ¡Salgamos de aquí, el fuego está empezando a cerrarse y nos va a atrapar! -exclamó Antonio.

El rubio se temía algo así pero hasta que su superior no le diera la orden, él permanecía haciendo su tarea como todo un profesional. Cuando se dio la vuelta pudo ver las llamas, cada vez creciendo más y ante todo aquel árbol. Se trataba del mismo que antes había visto sin hoja alguna y que ahora se precipitaba, como si fuese a cámara lenta, dirigiéndose imparable hacia Antonio, el cual caminaba hacia Francis sin percatarse de que así se metía más en la trayectoria del mismo.

- ¡Antonio! -chilló en un intento frustrado de avisarle, corriendo hacia él.

El español se detuvo, miró hacia su derecha y entonces vio, sin poder moverse para esquivarlo a tiempo, que el árbol iba a aplastarlo. Francis no dejaba de mirarle, preguntándose por qué demonios había escogido ese momento para quedarse helado y sin saber cómo reaccionar. También pudo oír el grito de Daniel y, de repente, escuchó el sonido más fuerte que había escuchado en su vida, el del árbol tocando el suelo. Incluso había retrocedido y se llevó la mano al casco porque tuvo la sensación de que se le iba a caer.

Con los ojos como platos, el rubio observaba el árbol, que pronto empezó a quemarse. ¿Estaba Antonio bajo ese árbol? ¿Estaba su querido español bajo kilos y kilos de madera que ahora estaba empezando a quemar? Debería hacer algo, ¿no? Aunque fuese inútil, tenía que mover ese árbol para sacarle. Pero en ese momento hasta le parecía verlo lejano, como si fuese una película, oscurecido y cada ruido como si estuviese enlatado. El estómago tenía un gran peso que se negaba a irse. Hasta que entonces, antes de poder moverse, escuchó a una voz al otro lado.

- ¡Francis! ¡¿Estás bien?! -escuchó que el hispano gritaba con el mismo desespero que antes. No, quizás incluso más. Esa vitalidad no era la de una persona aplastada, eso seguro.

- ¡Antonio, deja de intentar acercarte, las llamas están consumiendo el árbol y todos los arbustos! ¡Tenemos que retirarnos! -escuchó a Daniel decir- ¡No te he salvado de morir chafado para ahora dejar que te quemes por intentar atravesar este infierno!

- ¡Ya has oído a Daniel! -chilló el rubio- ¡Deja de hacer tonterías y apártate del árbol! ¡Es imposible sortearlo sin quemarte!

- ¡¿Es que eres subnormal?! -espetó sin dudarlo Antonio, sin una pizca de amor ni preocupación, sólo enfado. Francis sonrió resignado y derramó una lágrima de resignación que se secó con el guante derecho. Eso era lo más suave que su novio podía decirle cuando estaba realmente enfadado. Y ahora lo estaba, podía notarlo en cada poro de su piel, que estaba de gallina- ¿¡Tu brillante plan de mierda es que te deje ahí hasta que ardas!?

Sonrió con tristeza mirando hacia el suelo. No le gustaba nada tener que hacerle algo parecido a Antonio de nuevo, pero bajo ningún concepto quería que intentara saltar ese árbol. Escuchó a Daniel preguntarle si estaba herido, pero nada de Antonio. El español había inspirado hondo en un intento de relajarse. No podía ahora derrumbarse con la misma facilidad que un castillo de naipes, aún no estaba todo perdido y ya tendría que haber aprendido que no se le daba bien rendirse. Si no, seguro que el rubio no sería su novio.

- ¡Bien, Francis, escucha esto porque sólo te lo voy a repetir una vez! ¡Esta es una orden directa de tu superior y además de la persona más importante que es tu novio! ¡Tienes totalmente prohibido morirte! ¡Como te mueras, te odiaré hasta que mis venas dejen de tener sangre para tener veneno de lo mucho que de detestaré! ¡Más te vale no lograr eso!

¿Cómo se las apañaba para hacerle reír cuando se encontraba atrapado por el fuego en un terreno que desconocía y que estaba lleno de irregularidades, apunto de oscurecer? No lo sabía, y aún así lo consiguió. Negó con la cabeza antes de ponerse firme y contestar con voz autoritaria.

- ¡No, señor! ¡No pienso permitir que algo tan terrible te ocurra nunca!

- ¡Deberías ir hacia el noroeste, el fuego quizás no ha llegado aún a esas zonas, deberías encontrar un camino bastante despejado, que era la línea que intentábamos construir! ¡Quiero que la sigas como si fueses el puto Melchor y esa la estrella que te lleva a Oriente!

Menudas comparaciones hacía cuando se ponía nervioso...

- ¿¡Me has oído!?

- ¡Te he oído! ¡No te pongas como una fiera, tengo orejas! ¡Iré hacia el noroeste! ¡Tengo una brújula y buscaré la línea para encontrar un camino más despejado y que seguramente estará menos cubierto de llamas! ¡Apagaré la radio para que mantenga la batería y la iré encendiendo cada hora aproximadamente para preguntar cómo sigue el incendio y si he de cambiar de ruta!

- ¡Está bien! -le chilló Antonio. Le iba el corazón a toda velocidad. Como le pasara algo a Francis, no sabía si lo podría aguantar- ¡Te voy a sacar de ahí, te lo prometo! ¡Cueste lo que cueste! ¡Iré bordeando el fuego y si puedo entraré a buscarte!

Se hizo un silencio en el que ambos hicieron lo mismo, miraron hacia las llamas, hacia el rojo, el naranja, el amarillo, el verde, el negro... Tantos colores en tan poco espacio... No se veían a través del árbol porque las ramas eran más grandes de lo que habían parecido cuando estaba de pie. Encima ardían con violencia junto a los arbustos y todo se combinaba en una gran pira que les separaba. Aún así, siguieron con la vista clavada en aquello, deseando poder ver a la persona que había al otro lado, esperando que las llamas les dieran una tregua y les permitieran verse aunque fuese medio segundo. No ocurrió, no hubo tal descanso.

- ¡Te quiero! -gritaron prácticamente al unísono.

Fue ese el momento de hacer tripas corazón. Francis viró sobre sí mismo, haciendo resbalar las suelas de caucho en la tierra, y una vez de espaldas al árbol se dio prisa en dirigirse hacia el norte. El incendio era extenso y tenía que encontrar el punto en el que estuviera fuera de peligro. ¿Cuánto habría cambiado la situación por culpa del viento? Ni idea. Pero tenía que salir de allí por Antonio. El español tampoco esperó un segundo más. Iban a arreglar aquella situación, claro que sí. Habían salido de muchas antes. No pensaba rendirse mientras Francis aún vivía, mientras se movía y luchaba por regresar a su lado. Él pelearía por encontrarle, por abrazarle de nuevo y sentir su cuerpo contra el propio.

No había tiempo. Tendría que moverse rápido.


Antonio había pasado una temporada en Granada cuando era pequeño. Si le preguntaban, no es que tuviera recuerdos de aquella época. Era demasiado niño, no tenía ni tres años cuando sus padres se habían marchado a vivir a Sevilla por cuestiones de trabajo. Sus padres, no obstante, siempre tenían recuerdos del tema y solían sacarlos en los momentos más inoportunos. Eran historias de cómo empezó a caminar, cuál fue su primera palabra o la manera en que se quedaba mirando hacia ellos hasta ponerse bizco, literalmente. Recuerdos que entre familia cercana avergonzaba y no estaba mal, pero que delante de extraños o gente ajena a la familia se convertían en cuentos que le dejaban tenso y deseando que la tierra le tragase.

Se trataba de una lista extensa. Tenían material de sobras para dejarte con cara de tonto.

A pesar de contar con sólo doce años, Antonio sabía bien el significado de ponerse como un tomate y si replicaba, aún es que estaba en la "edad del pavo" y "ya se sabe, cada vez empiezan antes y se ponen insoportables". Le ponía de los nervios que culparan a un pavo de la vergüenza que le hacían pasar. El chico, porque aún no llegaba a adolescente, llevaba el pelo cortado a la moda de entonces, en la que los chavales llevaban el peinado cacerola. Su padre, sin ir más lejos, le cortó el cabello usando, literalmente, una cacerola. Todo esto en el balcón del sitio donde ahora vivían. Los vecinos no dejaban de mirar. ¿Alguien dijo vergüenza? El problema de ese peinado era que el pelo de Antonio era aún más inquieto que él y algún mechón se le ponía de punta, dándole un aspecto cómico. Estúpido remolino...

Intentó que su madre comprendiera que, quizás, si le veía usar un día su laca, no debería extrañarse tanto porque era un chico y tenía que guardar las apariencias y no parecer un extraterrestre. Su madre, Isabel, le había mirado seria durante segundos y finalmente no había podido reprimir una carcajada. Lo había intentado, eso lo prometía. Así que, dado que su orgullo no se lo permitía, Antonio se fue peinando como habitualmente y se chafaba los mechones rebeldes con agua. Lo que él no pensó fue que cuando se secaban, éstos volvían a su posición original.

Los ojos verdes de Antonio tenían pasión y estaban llenos de ambición, se notaba en su mirada cuándo algo le gustaba. Sus expresivos orbes le convertían en alguien fácil de leer, al menos cuando lo permitía. Y, para finalizar la descripción de sus puntos fuertes, no se podía uno olvidar de su sonrisa. El español tenía facilidad para realizar ese gesto a cualquier persona, conocida o no. Nunca denegaba una sonrisa a alguien si se encontraba de buen humor. Ya desde bien pequeño había sido un niño risueño que dejaba que la gente le cogiera en brazos sin sentir la falta de su madre como algo terrible.

Por lo demás, era un muchacho no demasiado alto, delgado y su cuerpo era flojo y sin músculos marcados. Alguna vez se quedaba viendo la lucha libre, esa interpretación que a su edad le parecía muy real, y entonces soñaba despierto imaginando que de mayor él tendría una musculación similar. Soñar era gratis después de todo.

Pues bien, el asunto de su infancia no era una historia aleatoria en la que pensar. En ese momento Antonio, cuando entró en clase y vio a sus nuevos compañeros, se fijó en uno y recordó una historia. Su madre le decía que en la guardería había tenido un amigo, de su edad, que era muy especial. Le contaba que era blanquito, como si lo hubiesen remojado en leche.

Y aquí siempre hacía un inciso y le decía que, quizás, lo que había pasado es que Antonio había nacido muy negro y que por eso el otro chico parecía tan clarito, a lo que él contestaba haciendo rodar su mirada.

Explicaba que a pesar de ser bebés, habían visto a ese chico, blanquito, ir a buscar a Antonio y los dos balbuceaban de aquel modo en el que los niños que no saben hablar lo hacen, ese en que parece que se entienden pero no usan ninguna palabra coherente. El niño, además de pálido, tenía su cabello corto, escaso en esa cabecita, del rubio más claro que podía recordar y se arremolinaba, según su madre, como si de un tupé falso se tratase. Para terminar, lo que acababa de cautivar de ese niño eran sus ojos azules, grandes, enmarcados por unas pestañas del mismo rubio, largas. Isabel había buscado en ese niño un pendiente para asegurarse de que no era en realidad una niña.

- Era más bonito que tú; y mira que tú lo eras bastante también... -siempre decía su madre. Antonio, cuando ya iba por este punto, estaba deseando que terminara de una maldita vez.

Pero claro, Antonio dejó pronto Granada y justo fue en ese instante en el que había regresado, a sus doce años.

Pues bien, entró en clase, miró a su alrededor y entonces vio a este chico, que resaltaba como si le hubiesen rodeado con un rotulador fluorescente. Era rubio y tenía los ojos azules. En su mente no era de extrañar que recordara ese cuento de su madre que en muchas ocasiones había llegado a creer que se inventaba con tal de llamar su atención. Supo que era un chico porque llevaba el pelo con el mismo corte que él (¿Qué? ¡Las chicas lo llevaban más largo, era un distintivo!), aunque sus puntas se le ondulaban sin remedio a pesar de tenerlas húmedas (¿Laca? No, agua como él). Aquellos ojos azules, como el mar, como el cielo, como los Pitufos, se fijaron en él y se puso nervioso porque no quería que empezaran a llamarle cotilla. Era un sobrenombre que se había ganado en Sevilla y no quería que se lo dieran otra vez. Se fue hasta el primer pupitre vacío y ahí siguió pensando en la historia. El chico se llamaba Francis Bonnefoy, o eso dijo al presentarse. Los demás le preguntaron que de dónde venía y les dejó a todos boquiabiertos cuando respondió:

- ¿Yo? Pues de Granáh. ¿D' ande quies que sea?

Cuando hablaba calmadamente, Francis usaba un correcto español que se escuchaba por lo general neutral. Pero cuando se enfadaba, indignaba o se ponía nervioso, le salía el acento granadino y dejaba a todos con un palmo de narices. Tenía tal pinta de extranjero que escuchar ese profundo acento dejaba sorprendido a cualquiera. El primer día no pudo evitar mirarle cuando le tocaba hablar delante de toda la clase y se le escapaban aquellas frases. Era la leche. A la hora del patio, Francis se le acercó, con aquel rostro fino ahora un poco arrugado y sus ojos entrecerrados.

- ¿Por qué me has mirado tanto en clase? -le preguntó con un perfecto español neutro.

- Yo no te he mirado en clase. -se apresuró a decir Antonio.

- Claro que me ha' mirao', loz ojos me funcionan. A ver si te piensas que estoy atontao'.

Ahí estaba de nuevo ese acento. Dios, le encantaba. Parecía tan extranjero, por el nombre seguro que francés, y en cambio luego se escuchaba tan español... Era tan diferente que le gustaba. Ni podía explicar el motivo, por eso negaría todo y no hablaría de más si no era en presencia de su abogado o, en su defecto, de sus padres. Y así estuvieron hasta el final de las clases de aquel día. Francis era tan pesado que le siguió hasta la salida del colegio. Isabel les miró, sonriendo contenta por ver que su hijo ya había hecho buenas migas con alguien.

- ¿Y quién es tu amiguito? -preguntó Isabel.

- No es mi amigo, es un pesado que no deja de perseguirme. -dijo Antonio sonriendo nerviosamente.

- Yo tampoco quiero ser su amigo, sobre todo porque se dedica a espiar a sus compañeros de clase como si fuese un acosador. -replicó muy digno el muchacho de cabellos rubios.

- ¡Vale, la has cagado! ¡Ahora te vas a enterar de lo que vale un peine, proyecto fallido de gabacho!

- ¡Niños! ¡Ya está bien! No voy a tolerar algo así delante de mis morros. Ahora mismo os vais a dar la mano y os vais a pedir perdón. -los dos miraron a la mujer incrédulos. No podía estar hablando en serio...- Venga. Estáis tardando.

Se miraron a los ojos como si fuesen grandes enemigos y entonces, a regañadientes, estrecharon la mano del otro. Sí, la apretaban más fuerte de lo que deberían, pero de eso Isabel no se daba cuenta. Sonrieron falsamente y se pidieron perdón, aunque los dos sabían que era mentira.

- Bueno, ¿y cómo te llamas? Puedes venir a casa si eres amigo de Antonio. Si me avisáis, puedo preparar pastel.

- ¡Mamá! ¡No invites a nadie sin antes preguntarme! ¡No quiero que venga! Aunque puedes hacer ese pastel igualmente...

- Lamento rechazar su oferta, señora, pero tengo mucho que estudiar. -Isabel miró a Francis como si hubiese dicho algo revelador- Mi nombre es Francis Bonnefoy.

- ¿Eh? -preguntó ella con una sonrisa, pero claramente desconcertada- ¿Francis Bonnefoy? -el chico asintió con la cabeza, sin saber por qué la mujer parecía tan extrañada- ¡Oh, Dios mío! ¡Antonio! ¡Es tu amigo de la guardería!

Los dos niños miraron a Isabel sin poder dar crédito a lo que sus oídos habían escuchado.


Daniel estaba ahora mismo realizando el trabajo más duro que había hecho en toda su vida. No se trataba de apagar fuego, ni talar pequeños árboles que empezaban a prender o escalar por una pendiente rocosa que ardía por el calor que había en el ambiente, no. La tarea era simple como el mecanismo de un chupete, pero llevarla a cabo era una tortura psicológica. Tener que controlar a Antonio hasta que el jefe del pelotón llegase era lo más complicado que una persona podía llegar a hacer. El español de ojos verdes era una persona pasional, como poco. Cuando se trataba de situaciones límite, él era el que más se atrevía a hacer cosas que otros considerarían suicida. Incluso Francis muchas veces se había quejado de ese comportamiento y le había estado riñendo durante un largo tiempo.

Pero Antonio no se dejaba disuadir con facilidad y parecía que le entraba por un oído y le salía por el otro, cosa que enfadaba aún más a Francis. Pero bueno, esos eran temas de pareja en los que él, ni nadie más en el departamento, no pinchaban ni cortaban. Que lo arreglasen como adultos maduros. Vale, sí, a Francis no le faltaba razón, pero no era muy cómodo escucharles discutir casi como si se tratase de un matrimonio que lleva unido ya largos años. Conocían los defectos del otro tan al dedillo que daba hasta miedo. Y lo que más les había chocado era el acento granadino de Francis, que ahora se ocultaba como un fugitivo de la ley. Antonio le había contado una vez que le daba vergüenza y que por eso lo había "suprimido" lo que había podido.

- Antonio, por vigésima vez, las llamas no estarán más bajas y seguro que no podrás saltar por encima de ese árbol tan grande. ¿En qué idioma tengo que decírtelo para que te entre en la cabeza tan grande que tienes, al parecer, de adorno?

- ¡Es que ni has ido a mirarlo! Y podrías al menos dejarme ir a bordear de una vez el puto incendio. No me hagas perder tiempo ahora. -replicó a disgusto. Quince minutos daban para perder la paciencia hasta que con ella se iba también el respeto y la educación. Es que no hablaban de alguien cualquiera, era Francis el que estaba entre las llamas.

- Lo que tienes es que esperar al señor González. Tú te llevas bien con él, ¿no? Le cuentas lo que ha ocurrido y que él tome una decisión. Seguro que puede echarte una mano en la tarea de rescatar a Bonnefoy. Yo mismo ayudaré.

- Esto no está bien... -dijo Antonio dando vueltas nerviosamente sobre el mismo trozo de pasto. Internamente se debatía entre desobedecer el consejo o derrumbarse un poco por la situación- Yo aquí parado y él corriendo como puede, intentando no respirar ese humo tóxico, para salvar su vida.

- Antonio, ¿crees que Francis estaría de acuerdo contigo en esa idea de saltar hacia las llamas sin pensarlo? Te aseguro ya que no. Le saldría el acento ese del que tanto se avergüenza. Lo que tienes que hacer es mantener la calma un poco más. Ya deben estar al llegar.

Así fue. En pocos minutos escucharon el ruido de un motor acercarse y vieron un jeep en el que un par de bomberos viajaban. No es que el automóvil fuese vacío, al contrario, si sólo iban dos era porque no había sitio físico para nadie más. Primero porque iba la mano derecha, el segundo al mando, Pedro. Pedro era otro espécimen como Francis, que nadie sabía cómo debían ser sus padres pero españoles seguro que no lo eran. Su cabello era rubio, corto, y sus ojos eran de un color azul tan apagado que parecía negro según la luminosidad del día. Cuando llegó su ficha, era un muchacho enclenque que no podía levantar ni dos pesas de cinco kilos. Entonces sólo Dios sabe lo que se le metió en esa cabezota suya y desapareció casi un mes. Todos creían que Pedro había abandonado y se había dedicado a algo más acorde con su personalidad, aparentemente tranquila. Entonces llegó revolucionado y grande. Y no es que estuviese exagerando, Pedro tenía ahora músculos que ni sabía que existían en su cuerpo.

Lo primero que había hecho había sido presumir de bíceps y es que casi doblaba al de Antonio tras su ausencia. Por poco no le entra una depresión. Él que tan duramente trabajaba en el gimnasio cuando su horario laboral se terminaba o tenía un rato en el que no disponía de nada para mantenerse ocupado... Era muy injusto.

Al lado de Pedro estaba su jefe, imponente como siempre, la piel tostada, los ojos marrones y el pelo corto de color negro. Él estaba más musculado que Pedro, pero desde siempre le recordaba de esta manera. Un día, en una cena de empresa, Antonio se atrevió a preguntarle a él, amparado por la protección de las cervezas que el hombre, el doble que él, se había bebido. Pues resultaba que le gustaba el culturismo y que desde jovencito había empezado a ejercitarse. Tampoco es que fuese un viejo, tenía 35 años y una forma física inmejorable. Los dos se bajaron del coche y se acercaron hasta estar delante.

- Edu... Gracias por haber venido tan rápido... -dijo Antonio mirándole como si fuese un animalillo desprotegido que acaba de ver a alguien grande que puede cubrirle las espaldas.

- Te tengo dicho que me llames Eduardo o por mi apellido, los nuevos bomberos van a pensar que pueden llamarme de esta manera y esto va a ser un pitorreo... -pero se notaba que Antonio no le estaba escuchando. Cuando le miraba de esa manera, como si fuese un cachorrillo, Eduardo no podía decirle nada. Le recordaba a su hermano menor, delicado, todo lo contrario que él, y le producía ese sentimiento de protección. No quería decir que cuando se merecía bronca no se las echara, ¿eh? No había que mezclar conceptos- ¿Cómo estás?

La mano de Eduardo le dio un par de palmaditas suaves para intentar apoyarle de alguna manera. No pensaba abrazarle, aunque sus ojos verdes parecían tener escrita esa petición por todas partes. Estaban trabajando y tenía que ser fuerte y autoritario. ¡El respeto! ¡Era algo que no podía perder o su faceta de líder se iba a la mierda!

- No te negaré que estoy histérico y que me dan ganas de echarme a las llamas para sacarle de ahí, pero me he portado hasta que vinieras, sabía que me darías un buen consejo... -dijo Antonio serio.

- ¡Pero serás mentiroso...! ¡Si te he tenido que agarrar tres veces de la chaqueta con malas maneras para que no te fueses!

Eduardo suspiró. Si tenía que creer la versión de Daniel o la de Antonio, sin duda creería la de Daniel. Había conocido mejor a ese español que ahora miraba al suelo avergonzado y sabía que podía ser más inquieto que las pulgas. Aunque ahora no era el momento de empezar a darle una charla sobre su falta de sangre fría en los momentos tensos del trabajo, el tiempo corría en contra y debían establecer ya los pasos que iban a seguir.

- Me han informado de que el fuego sigue abierto en el norte. La anchura ha aumentado, pero aún hay un camino por el que Francis podría escapar. No sé cuánto rato durará esto, claro. El tiempo está cambiando de repente cada dos por tres, quizás por el mismo incendio. Y, para rematarlo, en tres horas se habrá hecho de noche. Buscarle en esas condiciones será imposible y su vida estará sentenciada. Lamento hablar de esta manera pero tengo que ser claro contigo.

Aunque fuese difícil escuchar a alguien decir que la vida de Francis estaría sentenciada si se hacía de noche, Antonio sabía que era verdad. El aire se volvería más viciado, le costaría orientarse y sería peligroso. Prefería alguien que fuera realista a alguien que le engañara sólo por calmarle. Por eso Antonio confiaba en Eduardo y seguía sus órdenes sin dudarlo. Era un jefe que sabía ser autoritario pero, además, era un hombre que era sincero con sus subordinados.

- Comprendes que no puedo estar quieto hasta que se haga de noche, ¿verdad? -dijo con aire calmado el de ojos verdes. Sería sincero también con él, no le diría que estaría calmado para luego escaparse.

- Lo sé, lo tenía en cuenta. Nos conocemos de todos estos años que has estado trabajando en mi grupo y creo que puedo presumir un poco de saber lo que te pasa por la cabeza la mayor parte del tiempo. Por eso mismo el plan es el siguiente: seguiremos construyendo la línea de contención del norte por si el viento vuelve a cambiar. De este modo lograremos crear un trozo yermo por el que podrá escapar pase lo que pase. Siempre será mejor que si no despejamos el terreno. Tú puedes ir a buscar una manera de acceder al incendio. Vas a tener que ir a pie y quiero que estés siempre atento de tu radio, iré comprobando dónde estás e informándote de la situación.

- Bien. Me parece buena idea, saldré cuanto antes para no perder el tiempo.

- Espera, espera, espera... -le dijo agarrándole por la parte trasera de la chaqueta del uniforme de bombero. Pudo escuchar el bufido frustrado de Antonio, que ya deseaba correr por el bosque buscando la manera de acceder a ese terreno en el que Francis se encontraba atrapado.

- ¿Qué es lo que ocurre ahora? ¿No me lo habías dicho todo? -le preguntó el de ojos verdes.

- No, no te lo había dicho todo. Tienes totalmente prohibido meterte de manera irresponsable. Tienes que estar seguro de que no te metes para encontrarte de frente con las llamas y que de repente te gires y veas que no tienes salida. No voy a arriesgar tu vida también, Fernández. Suficientemente jodido me tiene que Bonnefoy esté ahí dentro.

- Está bien... -replicó Antonio con pesadez, como el niño que está siendo sermoneado por su madre.

- Te estoy diciendo esto muy en serio, Antonio. No quiero que te entre por una oreja y te salga por la otra. Deseo que se te grabe cada palabra en la mente. -le dijo agarrándole por los hombros- Si te pasa algo ahí, si te mueres, me cortarán los huevos y los colgarán como advertencia para los demás. No debería dejarte ir. Ya que yo estoy confiando en ti, quiero que tú hagas caso a mis consejos y a mis peticiones.

Los orbes verdes de Antonio, como esmeraldas, se quedaron fijos en él, analizando lo que le acababa de decir. A pesar de haber sido algo seco, sabía que lo hacía únicamente por su bien. Por un momento se había cegado en la idea de que era el único que se preocupaba por Francis y el único que sufría tanto. Sin duda ninguno se preocuparía tanto como él, pero eso no era motivo para que todos le perdonaran cada acto inconsciente que realizara.

- Te prometo que no entraré sin asegurarme de que tengo un camino por el que correr o que al menos puedo regresar por donde entro, Edu. Sé que la vida de Francis está en peligro, pero no voy a lanzarme si creo que es una muerte segura. Si por intentar salvarle muero yo, nunca me lo perdonaría. No quiero que se pase su vida odiándome. Quiero que estemos los dos juntos, ese es el objetivo que tengo en mente.

- De acuerdo, toma. -replicó Eduardo pasándole el transmisor que tenía al cinturón- Es un aparato más potente que el que vosotros lleváis. Podrás captar la señal desde mayor distancia. Además, su señal es fuerte y puede emitir a pesar de las condiciones climatológicas adversas que pudieran dificultar la comunicación. También creo que te servirá para hablar con Francis. Ahora vete. Te iré informando. Ten cuidado.

Antonio asintió con vigor y el casco se tambaleó sobre su cabeza. Tuvo que llevar la mano derecha y presionar el plástico contra su cabello para que no se resbalara y cayese. Se guardó el transmisor en un bolsillo y se ajustó el casco. Bajó la visera para que cubriera sus ojos y el rostro y entonces miró serio a Eduardo.

- Me voy.


Nuevo fic. Pueees bueno vamos a comentar por partes. En primer lugar hablar del título. Pega porque bueno, son bomberos así que algo referente al fuego no está mal, pero más que a su oficio a lo que el título hace referencia es a diversos factores de su vida: Por ejemplo la personalidad impulsiva de Antonio, con su pasión y otras cosas que irán pasando más adelante. En este me he decidido a no poner títulos.

¿Por qué este fic y no otro? Bueno, el anterior fue largo, tengo tres ahora mismo, sin contar el que estoy escribiendo. De esos cuatro, tres son largos, así que he querido cambiar con algo que será más corto. No os voy a adelantar cuántos capítulos serán, porque después empezáis a especular (lo sé porque yo lo haría xD) así que os dejaré con la intriga xD

Otra cosa sobre este capítulo. Por si no había quedado claro: Pedro es Pierre xD. Y, por otra parte, os presento a otro de mis OC que creé para otro de los fics que tengo pendiente. Eduardo es la personificación del toro de España, just for the lulz xD De ahí que sea tan protector con Antonio =u=

Espero que os guste y poder leer lo que opináis capítulo a capítulo (que pa los principios hay gente pero luego os esfumáis que da gusto xDDD)

Como normalmente, las actualizaciones serán los viernes (y si no puedo intentaré que sea otro día cercano de la semana)

Nos leemos.

Miruru.