El agua goteaba, clara y constante, sobre la piedra, modelándola año tras año, siglo tras siglo, lamiendo su superficie poco a poco, deslizándose sinuosa por los senderos que ella misma se trazaba. Tiempo atrás, quizás hacía varios miles de años, el agua, con su erosión constante, había abierto una pequeña caverna en el corazón de la piedra, una caverna sin entradas ni salidas, excepto las del agua y la humedad, no transitables excepto para seres microscópicos y la esencia de un mundo que hacía mucho que había dejado atrás.

Lo único interesante era esa esencia, el sabor del residuo que traía consigo, lo único que impedía que el Prisionero se zambullera totalmente en los recovecos de su mente, en las esquinas sombrías donde sabía que le aguardaba Locura. Pues en la esencia hallaba ecos de las vidas del mundo que había dejado atrás y esos ecos le daban esperanzas de que su llamada hubiera sido escuchada, y la esperanza mantenía a Locura en sus oscuros refugios, cerca, demasiado cerca tal vez, pero lo suficientemente alejada como para que sus garras no lo alcanzaran.

Ella había regresado al mundo que él había dejado atrás, podía sentirlo en la esencia, en las casi intuidas aunque dolorosas punzadas que experimentaba en su alma. La que le había encerrado en la Prisión en el corazón de la roca había vuelto. ¿Cómo había vuelto? ¿Con qué propósito? No había manera de saberlo, los ecos no llegaban a decirle tanto y, además, eran débiles y distantes. Aunque no lo suficiente para no impedir que se fundiera para siempre con la roca, olvidado en las brumas del tiempo, tal y como ella había esperado. Todavía había seres que creían en él Allá, el mundo en que él había vivido, soñado, luchado en un pasado ahora transformado en leyenda. Posiblemente "creer" no era la palabra más acertada. Tanto daba, era suficiente, aunque no tanto como para liberarlo de la Prisión de Piedra, ya no había nadie en el mundo que había dejado atrás que pudiera hacerlo.

Sin embargo, una gran oscuridad se cernía sobre el mundo que había dejado atrás. Usualmente habría hecho caso omiso de las señales que percibía en la esencia, este mundo estaba constantemente amenazado por la oscuridad y el desastre, en la mayoría de los casos por culpa de sus propios habitantes, así que el Prisionero se limitaba a esperar a descubrir cómo alguno de los múltiples campeones del mundo que había dejado atrás lo libraba de ellos, o cómo ellos vencían y devoraban una nueva porción del mundo. Esta vez, no obstante, la amenaza estaba relacionada con Ella y se sentía responsable. Debía haber hecho algo más para asegurarse de que no regresaría.

Por lo tanto, exprimiendo la poca esencia que había acumulado dentro de sí durante los siglos de aprisionamiento, lanzó una llamada de ayuda al Otro Lado.

La llamada fue respondida.

Sentado en su protegido estudio en las profundidades de la Capilla de Viena, sede central del poder tremere en todo el mundo, Etrius, miembro del Consejo Interior que dirigía el Clan, intentaba estudiar uno de sus grimorios sin demasiado éxito. Las noticias que le estaban llegando de alrededor del globo eran inquietantes, no tanto por los eventos mismos, sino por sus consecuencias futuras. Se estaban produciendo cambios en la economía mundial, cambios que, aunque probablemente no podían inquietar a los ignorantes mortales, hacían sospechar de una perturbación en el poder establecido —y tenía la seguridad de que no se trataba de los giovanni jugando a banqueros—. Otros datos hablaban de acontecimientos mucho menos sutiles y más peligrosos, como los de ataques de una poderosa facción de magos en la capital del Reino Unido.

Etrius había intentado informarse de la situación en la isla por medio de la capilla de Londres, pero lo que había recibido habían sido cinco informes distintos escritos por la misma persona de una manera casi ininteligible. Se recordó que debía hablar de este asunto con el anterior regente de la capilla. Quería saber a quién demonios habían dejado al cargo, que contaba cinco historias diferentes de hadas, monstruos y máquinas asesinas.

Con un suspiro, Etrius dejó de lado el grimorio al cual no estaba prestando apenas atención y paseó inquieto por su estudio. Presentía que grandes cambios se iban a producir y eso no le gustaba. Él era un vampiro, un ser atrapado en el tiempo, un ser que no cambiaba, y, por eso, los único cambios que gustaba de aceptar eran las usuales escaramuzas políticas que solían regir la sociedad vampírica. Esa era una de las razones por las que el Sabbath y, sobretodo, los anarquistas le desagradaban en extremo. Los consideraba unos salvajes irrespetuosos del antiguo equilibrio forjado por los ancianos vástagos.

El tremere observó las llamas que ardían en la chimenea, sumido en sus reflexiones. Un ruido de crujido de hojas le sacó de sus cavilaciones y, al girarse hacia su mesa, vio un hombre que leía los sucios informes medio ilegibles riendo entre dientes.

—Oh, ¿hola? —dijo el hombre saludándole con un gesto de cabeza, sin soltar los papeles.

¿Cómo demonios había llegado aquel hombre hasta su estudio? Poderosas runas y guardas lo protegían de cualquier clase de intrusión, de cualquier tipo de espionaje, pero ahí estaba aquel individuo vestido con un traje de pantalón y chaqueta pasado de moda en unos veinte años, con la corbata azul claro a juego con sus ojos. Al clavarse en su persona, Etrius estudió inquieto aquellos ojos. Eran grandes, no, enormes, casi saltones y relucían con un brillo que no provenía del fuego.

El rostro amplio, campechano y cubierto por una descuidada barba y bigote oscuros, se ensanchó en una sonrisa que no tenía nada de cuerda. Aquella cara le recordó a la de un psicópata del que había leído alguna vez.

—¿Cómo has entrado? —preguntó, calmado, preparando sus conjuros para destruir al instante al intruso.

El extraño de cara de loco volvió a estudiar las hojas que tenía entre las manos y, con una última risita, las dejó caer a la mesa.

—¿Sabes dónde están las llaves? —dijo el hombre con un fuerte acento que el tremere no situó inmediatamente.

—¿Llaves? ¿Qué...? —Un pensamiento inquietante le vino a la mente. ¡Aquel individuo venía a por la Llave que abría el refugio donde Tremere dormía!

Con un rugido furioso, Etrius descargó sus conjuros mortales sobre el osado que se atrevía a tanto. Ante su atónita sorpresa, no obstante, su magia se disipó al entrar en contacto con el extraño.

—¿Sabes dónde están las llaves? —repitió el hombre.

El vampiro utilizó sus más poderosos conjuros, su magia más destructiva contra el hombre, sin resultado. El fuego se apagaba, los rayos no llegaban a descargar, la sangre no bullía, nada afectaba a aquel hombre neciamente sonriente. Desesperado, hizo una llamada telepática a sus aprendices. Nadie acudió. Amplió su llamada a otros miembros de la capilla. Tampoco apareció ninguno.

—¿Sabes dónde están las llaves?

—¡Claro que lo sé, desgraciado! —rugió Etrius al borde del frenesí. Agarrando la Llave en un puño, señaló con un dedo tembloroso al extraño—. ¡Pero nunca tendrás la Llave! ¡Sólo yo puedo tenerla, nadie más! ¡Sólo yo...!

Antes de que acabara la frase, se oyó un sonido semejante al de descorchar una botella y tanto el enfurecido Etrius como el extraño desaparecieron en una nube de humo morado. Ésta ya se había disipado por completo cuando los aprendices y los colegas del vástago aparecieron, mirando por todo el estudio confundidos.

Cuatro figuras cubiertas con capuchas se encontraban sentadas alrededor de una mesa cuadrada metálica, hablando en voz baja entre ellas. De cuando en cuando, alguna de ellas se levantaba para susurrar algún secreto al oído de otra, quien asentía o negaba según fuera el caso.

Gradualmente, las conversaciones fueron apagándose, los susurros se convirtieron en murmullos apagados y los murmullos en silencio. Éste se posó sobre la sala como una sábana tensa. Los asistentes se miraron los unos a los otros, incómodos y preocupados, hasta que uno de ellos se levantó con brusquedad y se quitó la capucha y la túnica que llevaba puesta con un suspiro exasperado.

—¡Estoy harto de tanta tontería!

Bajo la túnica vestía un traje inmaculadamente blanco y gafas de sol que devolvía el reflejo de sus compañeros.

—Siéntate, Friedritz —le espetó uno de ellos con voz antinaturalmente metálica.

El aludido hizo tal y como se le decía, aunque no se abstuvo de responder:

—Quizás tú estés tranquilo, medio máquina, pero yo no confío en los Ingenieros.

—¿Acaso crees que yo lo hago? —Una risotada metálica llenó la sala. Paseó su mirada por entre los presentes para posarla finalmente en el hombre de blanco. Todos se removieron inquietos en sus asientos ante el frío escrutinio—. Ninguno de nosotros confía en ellos. ¿Cómo íbamos a hacerlo, si ni siquiera han quiero revelarnos la identidad de su famoso aliado? Quizás es que ni siquiera ellos la conocen, pero, por supuesto, no nos van a dejar conocer su debilidad.

»Tampoco han querido decirnos cual es su "arma definitiva", posiblemente porque lo mismo que sucede con su "aliado" puede aplicarse a su arma.

»Pero si confío en algo es en él —Señaló uno de los paneles que formaban las paredes—. Siempre tengo confianza en algo construido por nosotros.

—¡Bah! —resopló un tercero—. Podéis alardear lo que queráis de haber creado la combinación perfecta entre hombre y máquina, pero no creo que lo hayáis logrado sin nuestra ayuda.

El hombre máquina volvió a reír. Su risa se parecía a la de un viejo payaso de juguete a pilas desde el interior de un cubo de lata.

—¡Hemos aprendido durante todos estos años, gen...! —Se detuvo. Todos los asistentes echaron ojeadas inquietas a su alrededor. Luego, cuando estuvo seguro de que nadie ni nada se disponía a salir de un supuesto escondite, prosiguió—: Hemos aprendido. La carne falla cuando más se necesita... por eso ahora es una ínfima parte del soporte de la creación perfecta. No os hemos necesitado para nada, nuestra obra maestra...

—¿Obra maestra? ¡Ja! Estoy seguro de que...

Un fuerte portazo interrumpió la discusión. Una mujer de unos sesenta años se encontraba frente a la única entrada de la sala, estudiándolos atentamente, para luego acercarse a la mesa con zancadas firmes y seguras. Su porte era altivo, el de una persona acostumbrada a zanjar discusiones. Se sentó en la única silla libre de toda la estancia.

—Compañeros, la última fase ha finalizado. Por fin tenemos en nuestras manos el arma definitiva. —Su voz sonaba áspera y ronca.

—Sigo sin estar de acuerdo con tratar con seres extradimensionales —protestó otra de las asistentes.

—Sus objetivos son similares a los nuestros y, además —añadió con una mirada que barrió a cada uno de los presentes—, es el único capaz de enviar al Mark a su destino.

—A mí tampoco me gustan esos trapicheos con el tiempo... —masculló el que había estado discutiendo con el hombre máquina.

La mujer clavó sus ojos glaciales en él.

—Creo que estuvimos de acuerdo en que era la única solución para cambiar la situación insostenible a la que hemos llegado.

Los demás asintieron, aunque no dejaron de mostrar sus dudas.

—¿Y dónde está el "arma definitiva" con la que debemos armar a nuestro nuevo soldado? —preguntó el hombre-máquina.

La mujer abrió su mano izquierda, mostrándoles a todos lo que había ocultado en su puño cerrado.

—¿Eso? ¿Un simple anillo es el superarma?

—Es mucho más que un simple anillo. De hecho, su poder es tal que nunca podríais alcanzar a comprenderlo.

El hombre-máquina se levantó de golpe.

—Y ya que te prestas voluntario —dijo la mujer antes de que acertara a protestar—, te concedo el honor de ser quien arme con él al HM-Fénix.

El hombre se acercó a ella, visiblemente airado. Él y los suyos habían querido llamar HM-Omega a su soldado, pero los idiotas a los que la mujer representaba habían ignorado su proposición en favor del dichoso HM-Fénix, pues según ellos haría renacer de sus cenizas a todos ellos. Lo cierto es que el nombre no importaba demasiado, la mayoría lo llamaban "proyecto lata".

Sus miradas cargadas de enemistad se cruzaron por unos segundos, si bien, pasados estos, el hombre le arrebató el anillo y, acercándose a uno de los paneles de la pared, lo hizo deslizarse a un lado pulsando una apertura invisible.

Detrás del panel esperaba un ser mitad hombre, mitad máquina. Gran parte de su cuerpo paliducho estaba cubierto por un blindaje de aspecto gomoso y negro, así como la mitad de su cabeza. La otra mitad, la humana, estaba completamente calva a excepción de una fina franja de pelo blanco, y de un aparato situado donde debería haber estado la oreja izquierda emergía un fino haz de luz roja.

El hombre-máquina puso el anillo en el dedo anular de su mano artificial y ser retiró, por lo que pudiera pasar. Fuese lo que fuese lo que había imaginado que podría suceder, sus temores no se vieron realizados. El HM-Fénix abrió los ojos sin que hubiese sido activado todavía y, simplemente, desapareció.

—Bien, bien —murmuró la mujer frotándose las manos en un gesto de satisfacción—. Mis queridos colegas, nos espera un gran... presente.

Una extraña risa procedente de ningún lugar coreó sus palabras.

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