Capítulo 1: Milagros inesperados.

-Pokemon no me pertenece, le pertenece a Satoshi Tajiri.

La historia de Ash y Serena.

Acaba de amanecer, y estoy sentado junto a una ventana empañada por el aliento de toda una vida. Esta mañana soy un auténtico espectáculo: dos camisas, unos pantalones de paño de abrigo, una bufanda enrollada dos veces alrededor del cuello y metida dentro de un suéter grueso que me tejió mi hija para mi cumpleaños, hace ya tres décadas. El termostato de la calefacción está al máximo y he puesto una pequeña estufa a mi espalda. Silba, ruge y escupe aire caliente como uno de los dragones de Lance, y sin embargo mi cuerpo tiembla con un frío que no desaparecerá nunca, un frío que ha tardado ochenta años en gestarse. Ochenta años, pienso a veces, y aunque llevo mi edad con resignación, no puedo creer que no haya conducido un coche desde los tiempos en que Bonnie gano su primera liga pokémon. Me pregunto si a toda la gente de mi edad le pasará lo mismo.

¿Mi vida? No es fácil de describir. No ha sido la experiencia vertiginosa y espectacular que hubiera deseado luego de cumplir mis metas, pero tampoco he vivido oculto bajo tierra, como un diglett. Supongo que podría compararse con la Bolsa; relativamente estable, con más momentos buenos que malos y una tendencia general al alza. Un buen negocio, un negocio afortunado, y sé por experiencia que no hay mucha gente que pueda decir lo mismo. Pero no me interpreten mal. No soy especial; de eso estoy seguro. Soy un hombre corriente, con pensamientos corrientes, que ha llevado una vida corriente, aunque llena de aventuras. No me dedicarán ningún monumento y mi nombre pronto pasará al olvido, pero he amado a otra persona con toda el alma, y eso, para mí, es más que suficiente. Para los románticos, esta será una historia de amor; para los escépticos, una tragedia. Para mí es una mezcla de ambas cosas, e independientemente de la impresión que les cause al final, nadie podrá negar que ha determinado gran parte de mi vida y señalado mi camino. No tengo quejas de ese camino ni de los sitios adonde me ha llevado; puede que tenga quejas suficientes para llenar una carpa de circo en otros planos, pero el camino que he elegido ha sido el mejor y jamás lo cambiaría por otro.

Por desgracia, con el tiempo no resulta sencillo seguir el rumbo fijado. El camino es tan recto como siempre, pero ahora está salpicado de las rocas y piedrecillas acumuladas en el transcurso de una vida. Hasta hace tres años habría sido fácil sortearlas, pero hoy es imposible. La enfermedad se ha apoderado de mi cuerpo; ya no soy fuerte ni estoy sano, y paso el tiempo como un globo viejo: lánguido, flojo y cada vez más blando.

Toso y miro el reloj por el rabillo del ojo. Es hora de salir. Me levanto del sillón situado junto a la ventana y cruzo la habitación arrastrando los pies, deteniéndome ante el escritorio para tomar el cuaderno que he leído centenares de veces. Ni siquiera lo miro. Me lo pongo debajo del brazo y sigo andando hacia el sitio adonde quiero ir.

Camino sobre las baldosas blancas salpicadas de gris. Como mi pelo y como el de la mayoría de los que viven aquí, aunque esta mañana soy el único en el vestíbulo. Están en sus habitaciones, con la sola compañía de la televisión, pero ellos, como yo, están acostumbrados. Con el tiempo, uno se acostumbra a cualquier cosa.

Oigo un llanto ahogado a lo lejos y sé perfectamente de dónde procede. Las enfermeras Joey me ven; nos sonreímos y nos saludamos. Son amigas mías y charlamos a menudo, aunque estoy seguro de que especulan sobre mí y sobre las cosas que hago cada día. Oigo que murmuran a mi paso:

—Ahí va otra vez —dicen—. Ojalá hoy salga bien. Pero no me dicen nada en la cara. Estoy convencido de que piensan que me molestaría hablar de ello a una hora tan temprana y, conociéndome, quizá tengan razón.

Un minuto después llego a la habitación. Como de costumbre, han dejado la puerta abierta. Hay otras dos enfermeras dentro y también me sonríen.

—Buenos días —saludan alegremente, y dedico un minuto a preguntarles por los niños, el colegio de aquí de Alola y las vacaciones que se aproximan.

Durante otro minuto hablamos del llanto. Al parecer, no lo han notado. Ya no les afecta; y debo confesar que a mí me pasa otro tanto.

Me siento en el sillón, que ha adquirido la forma de mi cuerpo. Casi han terminado; ella está vestida, pero sigue llorando. Sé que callará en cuanto se vayan. El ajetreo de la mañana siempre la perturba y hoy no es una excepción. Finalmente, las enfermeras retiran el biombo y se marchan. Las dos me tocan y me sonríen al pasar por mi lado. Me pregunto qué significan esos gestos.

Un segundo después la miro, pero ella no me devuelve la mirada. Lo entiendo, porque no me reconoce. Para ella soy un extraño. Me doy vuelta, inclino la cabeza y rezo en silencio, pidiendo la fuerza que sé que voy a necesitar. Siempre he sido un firme creyente en Arceus y en el poder de la oración, aunque, para ser sincero, mi fe me ha llevado a plantearme una lista de interrogantes para los que exigiré respuestas después de la muerte.

Ya estoy preparado. Me pongo los anteojos y saco una lupa del bolsillo. La dejo un instante en la mesa mientras abro el cuaderno. Tengo que chuparme el dedo dos veces para abrir la gastada tapa. Pongo la lupa en posición.

Antes de empezar a leer, siempre hay un momento de vacilación en que me pregunto: ¿pasará hoy? No lo sé; nunca lo sé de antemano, y en el fondo me es igual. Es la esperanza lo que me impulsa a seguir; no hay garantías, como si se tratara de una apuesta. Pueden llamarme soñador, ingenuo, o cualquier cosa por el estilo, pero estoy convencido de que todo es posible.

Sé que las probabilidades y la ciencia están en mi contra. Pero también sé que la ciencia no es infalible; la experiencia me lo ha demostrado. Por eso creo que los milagros, por inexplicables o increíbles que parezcan, existen y pueden contradecir el orden natural de las cosas. De modo que una vez más, como todos los días, empiezo a leer el cuaderno en voz alta para que ella me oiga, con la esperanza de que el milagro que ha llegado a dominar mi vida vuelva a triunfar. Y quizá, sólo quizá, lo haga.

-a-

A principios de octubre de unos años que ya parecen muy lejanos, Ash Ketchum contemplaba la puesta de sol desde el zaguán de su casa de estilo colonial. Le gustaba sentarse allí al atardecer, después de trabajar durante gran parte del día en la escuela de la isla, y dejar vagar sus pensamientos. Era su forma de relajarse, una rutina que había aprendido durante su estancia en Alola.

Le gustaba sobre todo mirar los árboles y su reflejo en el rio. Los árboles de la exótica región son hermosos en otoño; verdes, amarillos, rojos, naranjas y todas las tonalidades intermedias. Sus colores resplandecen a la luz del sol. Por centésima vez, Ash Ketchum se preguntó si los antiguos propietarios de la casa pasarían las tardes allí, pensando en las mismas cosas.

La casa, construida en aún más lejos en el tiempo, era una de las más antiguas y grandes de Melemele. Originariamente, la vivienda principal de una plantación; Ash la había comprado poco después de su graduación, invirtiendo una pequeña fortuna y los últimos once meses en repararla. Unas semanas antes, un periodista del diario local había escrito un artículo sobre ella, diciendo que era una de las mejores restauraciones que había visto. Y no se equivocaba respecto de la casa. El resto de la finca era otra historia, y allí pasaba Ash la mayor parte del día.

La casa se alzaba sobre un terreno de seis hectáreas, a orillas del río, y Ash estaba reparando la valla de madera que rodeaba los otros tres lados de la finca, comprobando que no hubiera pokémon de tipo bicho o que la madera no estuviera podrida y reemplazando postes donde era necesario. Todavía quedaba mucho por hacer, sobre todo en el oeste, y poco antes, mientras guardaba las herramientas, Ash se había recordado que tendría que encargar más madera. Entró en la casa, bebió un vaso de té helado y se duchó. Siempre se duchaba al atardecer, cuando el agua lo libraba de la suciedad y también del cansancio.

Después se peinó el cabello a como el sabia, se puso unos vaqueros descoloridos y una camisa azul de mangas largas, se sirvió otro vaso de té y salió al porche donde estaba sentado ahora, donde se sentaba todos los días a la misma hora.

Estiró los brazos por encima de la cabeza, luego hacia los lados, rotando los hombros. Se sentía bien, limpio y fresco. Estaba agotado, y sabía que al día siguiente le dolerían los músculos, pero se alegraba de haber hecho casi todo lo que se había propuesto.

Tomó la guitarra, recordando a pikachu, y pensó en lo mucho que lo echaba de menos. Rasgueó una vez, ajustó la tensión de un par de cuerdas y volvió a rasguear. Sonaba bien, de modo que empezó a tocar una música suave, tranquila. Tarareó unos instantes, y comenzó a cantar mientras la noche se cerraba sobre él. Tocó y cantó hasta que el sol desapareció y el cielo se tiñó de negro.

Poco después de las siete dejó la guitarra, se apoyó sobre el respaldo de la silla y comenzó a mecerse. Por pura costumbre, alzó la vista y miró a Orion, la Osa Mayor, Géminis y la Estrella Polar, que parpadeaban en el cielo otoñal.

Comenzó a hacer cuentas mentalmente, pero enseguida se detuvo. Sabía que había gastado casi todos sus ahorros en la casa y que pronto tendría que buscar un empleo, pero apartó ese pensamiento de su mente y decidió disfrutar de los meses que faltaban para terminar la restauración sin preocuparse por eso. Las cosas saldrían bien; lo sabía, siempre era así. Además, pensar en el dinero lo aburría. Había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, de las cosas que no pueden comprarse, y le costaba entender a la gente que veía la vida de otro modo. Otra cualidad que había heredado de su padre.

Lycanroc diurno, uno de sus pokémon más fieles, se acercó, le olfateó la mano y se tendió a sus pies.

—Hola, chico, ¿cómo estás? — le preguntó dándole una palmada en la cabeza, y el pokémon perro gimió suavemente, mirándolo con sus ojos redondos y tiernos. Había perdido una pata en un accidente, pero todavía se movía bastante bien y le hacía compañía en las noches tranquilas como aquella.

Ash tenía treinta y un años, no demasiados, pero los suficientes para sentirse solo sin su primer pokémon. No había salido con nadie desde que empezó la reconstrucción de la casa, pues sus amigas de esa región estaban en sus asuntos por otras regiones, sobretodo Lillie. Sin embargo, algo se interponía entre él y las mujeres que se le acercaban, algo que no estaba seguro de poder cambiar aunque quisiera. Y a veces, poco antes de dormirse, se preguntaba si estaría condenado a vivir solo hasta el final de sus días.

La tarde pasó, cálida, agradable. Atento al canto de los pokémones voladores y al rumor de las hojas, Ash pensó que los sonidos de la naturaleza eran más reales y despertaban más emociones que los de los coches o los aviones. La naturaleza da más de lo que quita, y sus sonidos evocan la esencia del ser humano. Durante sus viajes, sobre todo después de un combate, había pensado muchas veces en aquellos sonidos simples.

Terminó el té, entró en la casa, tomó un libro y encendió la luz del porche antes de volver a salir. Se sentó otra vez y miró el libro viejo, con la cubierta rota y las páginas manchadas de barro y agua. Era Hojas de hierba de Walt Whitman, y se lo había llevado con él a la escuela.

Sacudió la cubierta para quitarle el polvo. Luego abrió el libro en una página al azar y leyó: Esta es tu hora, oh alma, tu libre vuelo hacia lo inefable,

Lejos de los libros, lejos del arte, abolido el día, concluida la lección,

Emerges, silenciosa, contemplativa, a meditar en los temas que más amas,

La noche, el sueño, la muerte y las estrellas.

Sonrió para sí. Por alguna razón, Whitman siempre le recordaba a Pueblo Paleta. Aunque estando fuera probablemente de manera permanente, Pueblo Paleta seguía siendo su hogar, y allí conocía a mucha gente, a casi todos de sus épocas de niño. No era de extrañar. Como en tantos pueblos de Kanto, los habitantes de Pueblo Paleta no cambiaban, simplemente envejecían.

En la actualidad, su mejor amigo era Kiawe, su compañero de colegio unos años mayor que vivía un poco más cerca de la escuela. Se habían conocido un par de horas después que Ash llegara a la escuela de la región, cuando Kiawe se presentó con un imponente Charizard para ayudarle contra el equipo maligno de turno, intercambiando anécdotas poco despues.

Ahora Kiawe lo visitaba un par de noches a la semana, casi siempre a eso de las ocho. Con cuatro hijos y doce nietos en casa, necesitaba escapar de vez en cuando, y Ash lo entendía. Kiawe solía llevar su armónica consigo, y después de charlar un rato, interpretaban algunas canciones juntos. A veces tocaban durante horas.

Había llegado a considerar a Kiawe como un miembro de la familia. En realidad, tras la muerte de su madre, ocurrida un año antes, estaba solo en el mundo. Era hijo único; su padre había muerto de cáncer cuando él tenía dos años, y él nunca se había casado, aunque en una ocasión quiso hacerlo.

Una vez había estado enamorado; de eso estaba seguro. Sólo una vez, una única vez, mucho tiempo atrás, aunque no lo sabía. Y aquella experiencia lo marcó para siempre. El amor perfecto deja huella, y el suyo había sido perfecto.

Las nubes de la costa comenzaron a desplazarse lentamente por el cielo del atardecer, tiñéndose de plata con el reflejo de la Luna. Mientras se cerraban sobre él, Ash echó la cabeza hacia atrás y la apoyó sobre el respaldo de la mecedora. Sus piernas se movían mecánicamente, manteniendo un ritmo constante, y como tantas otras veces, evocó un cálido atardecer como ése, catorce años antes.

Todo había empezado poco después de su graduación, la primera noche del festival de Melemele. El pueblo entero estaba en la calle, disfrutando de la barbacoa y los juegos de azar. Era una noche húmeda; por alguna razón, recordaba claramente ese detalle. Había llegado solo, y mientras se abría paso entre la multitud, buscando a algún conocido, vio a Chris y a Lana, dos amigos de esta región, charlando con una chica que él conocía muy bien. Recordó el latir de su corazón cuando observo esos hermosos cabellos color miel que la chica había dejado crecer, y que cuando finalmente se unió al grupo, lo había mirado con unos ojos brumosos que todavía lo obsesionaban.

—Hola —dijo Serena simplemente y le tendió la mano—. Chris me ha hablado mucho de ti.

Un comienzo vulgar que sin duda habría olvidado si se hubiera tratado de cualquier otra persona. Pero cuando le estrechó la mano y vio esos impresionantes ojos color azul, supo de inmediato que podría pasarse el resto de su vida buscando una mujer semejante y no encontrarla nunca. Tan extraordinaria, tan perfecta le pareció mientras la brisa estival soplaba entre los árboles. Una lástima que no lo haya notado durante su travesía en Kalos hasta el momento de su despedida.

A partir de ese momento, fue como si lo arrastrara un viento huracanado. Ella le comento que pasaría el verano en Melemele con su madre porque su representante le había conseguido un gran espectáculo en Alola, y aunque él se limitó a asentir con la cabeza, la mirada de la chica hizo que su silencio pareciera apropiado. Lana rió, porque intuía lo que estaba pasando, y Chris sugirió que compraran unas gaseosas y se quedaran en el festival hasta que la gente se marchara y los puestos cerraran.

Se vieron al día siguiente, y al siguiente, y pronto se hicieron inseparables, aún más que en Kalos, si eso era posible. Todas las mañanas, excepto los domingos, cuando él tenía que ir ayudar a Lillie con su madre, Ash terminaba sus tareas lo antes posible, e iba directamente al centro del pueblo, donde ella lo esperaba. Dado que la chica acababa de llegar y nunca había estado mucho tiempo en un pueblo pequeño más allá de Kalos, se pasaban el día haciendo cosas completamente nuevas para ella y que el no le pudo enseñar en Kalos. Ash le enseñó a enganchar el cebo al anzuelo y a pescar en los lagos cercanos e incluso en el amplio mar, y la llevó a explorar las zonas más alejadas de Pueblo Lilii. Paseaban en canoa, contemplaban las tormentas eléctricas de verano, y muy pronto fue como si se conocieran de toda la vida; aunque realmente se podría decir que así fue.

Pero también Ash aprendió cosas nuevas. Durante el baile del pueblo, en el granero del tabacal, ella le enseñó a bailar el vals y el charlestón, y aunque al principio él se movía con torpeza, la paciencia de la joven finalmente dio frutos y bailaron juntos hasta la última pieza. Después Ash la acompañó a casa, y cuando se despidieron en el porche, la besó por primera vez desde esa despedida en el aeropuerto, preguntándose por qué había esperado tanto. Poco después la trajo a esta casa, le enseñó las ruinas y le dijo que algún día la compraría y la repararía. Pasaron muchas horas juntos hablando de sus sueños; aunque ambos ya los sabían por todo lo compartido en Kalos —los de él, de conocer aún más el mundo y tal vez, solo tal vez, volver a ser el mejor; los de ella, de dedicarse al arte—, y en una húmeda noche de agosto, los dos perdieron la virginidad. Tres semanas después, cuando ella se marchó, se llevó consigo el resto del verano y una parte de él. A primera hora de una lluviosa mañana, Ash la miró partir con unos ojos que no habían dormido en toda la noche, y volvió a casa a hacer las maletas; él no se interpondría en sus sueños, tenía que dejarla ir. Pasó la semana siguiente a solas en los Jardines de Melemele.

Ash se peinó con los dedos y miró el reloj. Las ocho y doce minutos. Se levantó, caminó hasta la parte delantera de la casa y miró a la carretera. No había señales de Kiawe, y supuso que no acudiría. Volvió al porche trasero y se sentó en la mecedora.

Recordó que había hablado de ella con Kiawe. Cuando la mencionó por primera vez después de su partida, Kiawe rió y sacudió la cabeza.

—Conque ese es el fantasma del que has estado huyendo —dijo—. Ya sabes, el fantasma, el recuerdo. Te he visto trabajar día y noche, esclavizarte sin concederte un respiro. La gente se comporta así por tres razones: porque está loca, es idiota, o quiere olvidar. En tu caso, yo sabía que intentabas olvidar algo. Lo que no sabía era qué.

Pensó en las palabras de su amigo. Tenía razón, desde luego. Para Ash, Pueblo Lilii era un pueblo encantado. Encantado por el fantasma de su recuerdo. Cada vez que pasaba por el centro del pueblo, el lugar que habían recorrido tantas veces juntos, la veía allí. Sentada en un banco o de pie junto a las rejas de la entrada, siempre sonriendo, con el cabello color miel sobre los hombros y los ojos del color que se había vuelto una obsesión para él. Por las noches, cuando se sentaba a tocar la guitarra en el porche, la imaginaba a su lado, escuchando en silencio las canciones de la infancia.

La misma sensación lo invadía cada vez que iba al negocio de Chris, o al Masonic Theatre, o simplemente en cualquier lugar que ambos recorrieron. Dondequiera que mirara, veía su imagen o veía cosas que la devolvían a la vida.

Sabía que era extraño. Ash se había hecho un hombre en Pueblo Lilii. Había pasado sus últimos años allí. Pero cuando pensaba en el pueblo, sólo parecía capaz de recordar el último verano, el verano que habían compartido. Los demás recuerdos eran sólo fragmentos, retazos inconexos de su estancia, y pocos, si alguno, evocaban sentimientos.

Una noche se lo contó a Kiawe, y su amigo no sólo lo había entendido, sino que fue el primero en explicarle el porqué. Sencillamente había dicho:

—Mi padre decía que el primer amor te cambia la vida para siempre, y por mucho que te empeñes, el sentimiento nunca muere del todo. La chica de la que hablas fue tu primer amor. Y hagas lo que hicieres, te acompañará siempre.

Ash sacudió la cabeza, y cuando la imagen de su antiguo amor empezó a desvanecerse, volvió a Whitman. Leyó durante una hora, alzando la vista de vez en cuando para mirar a los pokémon que correteaban a orillas del río. A las nueve y media cerró el libro, subió al dormitorio y apuntó en su diario algunas observaciones personales y un recuento del trabajo hecho en la casa. Cuarenta minutos después, dormía. Licanroc subió la escalera, olfateó el cuerpo dormido de Ash y dio unas cuantas vueltas alrededor antes de acurrucarse a los pies de la cama.

Esa misma noche, poco antes, y a muchos kilómetros de distancia, ella se sentó sola, con una pierna cruzada debajo del muslo, en el columpio del porche de la casa de su madres. El asiento estaba ligeramente húmedo; acababa de caer un fuerte chaparrón de gotas punzantes, pero las nubes se alejaban y miró más allá de ellas, a las estrellas, preguntándose si su decisión sería acertada. Había dudado durante días —y seguía dudando esa noche—, pero sabía que si dejaba escapar esa oportunidad, jamás podría perdonárselo.

Alain ignoraba la auténtica razón del viaje previsto para el día siguiente. Hacía una semana, ella había insinuado que quería ir a echar un vistazo en algunos negocios de antigüedades en Alola.

—Sólo estaré fuera un par de días —había dicho—. Necesito tomarme un descanso de los preparativos de la boda.

No le gustaba mentirle, pero sabía que no podía decirle la verdad. Su escapada no tenía nada que ver con él, y no hubiera sido justo pedirle que la entendiera.

El viaje desde Kalos fue tranquilo, duró algo más de tres horas, y llegó poco antes de las once. Se inscribió en un pequeño hotel del centro, subió a su habitación y deshizo la valija. Colgó los vestidos en el armario y puso todo lo demás en los cajones. Almorzó rápidamente, pidió información a la camarera sobre los negocios de antigüedades más cercanos y dedicó las horas siguientes a las compras. A las cuatro y media regresó a su habitación.

Se sentó en el borde de la cama y telefoneó a Alain. Él no tenía mucho tiempo para hablar, pues debía estar con el alto mando a las cuatro, pero antes de despedirse, ella le dio el número del hotel y prometió llamarlo al día siguiente. Perfecto, pensó mientras colgaba el auricular. Una conversación de rutina, nada fuera de lo corriente. Nada que despertara sospechas.

Lo conocía desde hace ya algún tiempo; de hecho él había sido quien derrotara a Ash en la final. Se habían visto por primera vez desde la catástrofe de Kalos hace 6 años, cuando Kalos iniciaba con su auge en las bellas artes y combates pokémon. Cuando Alain, con su natural encanto, se presentó a sí mismo durante una fiesta de Navidad, le pareció justo lo que necesitaba: alguien con fe en el futuro y un sentido del humor capaz de ahuyentar todos sus temores.

Era atractivo, inteligente y decidido, el mejor entrenador de la región y unos años mayor que ella, cuya pasión por los pokémon lo llevaba a ganar muchos combates y a hacerse un nombre en la profesión. Ella comprendía su obsesión por el éxito, pues tanto su representante como la mayoría de los hombres de su círculo social la compartían. Alain tenía una educación idéntica dada por Ciprés, y en la sociedad clasista de Kalos, su nombre y los logros eran la condición más importante para el matrimonio. En muchos casos, eran la única condición.

Aunque ella se rebelaba secretamente contra esa norma desde la infancia, y había salido con varios hombres que, en el mejor de los casos, podían ser calificados de advenedizos, se sentía atraída por el carácter afable de Alain y poco a poco había llegado a quererlo. A pesar de las muchas horas que dedicaba al trabajo, era bueno con ella. Era un caballero, maduro y responsable, y durante los momentos más difíciles de su trabajo, cuando ella necesitaba a alguien que la abrazara, Alain nunca le falló. Con él se sentía segura y amada, y por eso había aceptado su proposición de matrimonio.

Esos recuerdos la hicieron sentir culpable por estar allí, y comprendió que debería hacer la valija y marcharse de inmediato, antes que cambiara de idea. Ya lo había hecho una vez, mucho tiempo antes, y estaba segura de que si volvía a marcharse, jamás se atrevería a regresar. Tomó el bolso, titubeó un momento, y se dirigió a la puerta. Pero la casualidad la había empujado allí, así que dejó el bolso, sabiendo que si renunciara a sus planes, siempre se preguntaría qué habría pasado si se hubiera quedado. Y esa incógnita no la dejaría vivir en paz.

Entró en el baño y abrió la canilla de la bañera. Después de comprobar la temperatura del agua, regresó a la habitación y fue hacia la cómoda, quitándose los aros de oro en el camino. Abrió el estuche del maquillaje, sacó una afeitadora y una pastilla de jabón y se desnudó frente al espejo.

Una vez desnuda, contempló su imagen. Desde jovencita había oído decir que era preciosa. Su cuerpo era firme y proporcionado, con los pechos suavemente redondeados, el vientre plano, las piernas delgadas. Había heredado de su madre los pómulos prominentes y la piel tersa, pero su mejor atributo era sólo suyo. Como siempre decía Alain, tenía unos ojos como "las olas del mar".

Volvió al baño con la afeitadora y el jabón, cerró la canilla, dejó una toalla a mano, y se metió con cuidado en la bañera.

Se sumergió en el agua, disfrutando de su efecto relajante. El día había sido largo y tenía la espalda tensa, pero se alegraba de haber acabado tan pronto con las compras. Debía volver a Kalos con algo tangible, y las compras efectuadas cumplirían ese cometido. Se dijo que debía informarse sobre otros negocios de la zona de Melemele, pero de inmediato pensó que no sería necesario. Alain nunca dudaría de su palabra.

Tomó el jabón, se enjabonó y empezó a afeitarse las piernas. Mientras tanto, pensó en su madre y representante, y en lo que dirían de su conducta. Sin duda la condenarían, en especial su madre. Ella jamás había aprobado lo ocurrido durante el verano pasado allí, y mucho menos aprobaría esa escapada, por más explicaciones que le diera.

Permaneció un rato más en la bañera, y finalmente salió y se secó. Abrió el armario, buscó un vestido y optó por uno amarillo largo, ligeramente escotado, acorde con la moda del sur. Se lo puso y dio un par de vueltas frente al espejo. La favorecía, le daba un aspecto muy femenino, pero a último momento cambió de idea y volvió a colgarlo en la percha.

Se decidió por un modelo menos elegante y provocativo. El vestido, de color azul cielo, abotonado en la delantera y con puntillas, no era tan bonito como el primero, pero le confería un aire que le pareció más apropiado.

Apenas se maquilló; sólo un toque de sombra y rímel para destacar los ojos. Luego un poco de perfume, no demasiado. Se puso un par de aros de argolla y se calzó las mismas sandalias sin tacón que llevaba antes. Se cepilló el cabello rubio, lo recogió y se miró al espejo. No, pensó, era demasiado; y volvió a soltárselo. Mejor así.

Cuando hubo terminado, retrocedió unos pasos y se examinó. Estaba bien, ni demasiado arreglada ni demasiado informal. No quería excederse. Al fin y al cabo, no sabía con qué se iba a encontrar. Había pasado mucho tiempo —quizá demasiado— y podían haber ocurrido muchas cosas, incluso algunas en las que prefería no pensar.

Bajó la vista, comprobó que le temblaban las manos y se rió de sí misma. Era curioso; nunca se ponía tan nerviosa. Al igual que Alain, siempre se mostraba como una persona segura, incluso de pequeña. Recordaba que ocasionalmente esa actitud le había causado problemas, sobre todo cuando salía con chicos, porque intimidaba a la mayoría de los jóvenes de su edad.

Tomó el bolso, las llaves del coche y finalmente la de la habitación. La giró en la mano un par de veces, pensando. Si has sido capaz de llegar hasta aquí, no te rindas ahora. Se dirigió a la puerta, pero antes de llegar retrocedió y volvió a sentarse en la cama. Miró el reloj. Sabía que debía marcharse pronto —quería llegar antes que oscureciera—, pero necesitaba un poco más de tiempo.

— ¡Maldita sea! — murmuró—, ¿qué hago aquí? No debería haber venido. No hay ninguna razón. — Pero una vez que lo dijo, supo que no era así. Tenía sus motivos. Al menos encontraría la respuesta que buscaba.

Revolvió en el bolso hasta que encontró un recorte de diario doblado. Lo sacó despacio, casi con reverencia, con cuidado de no rasgar el papel. Lo desplegó y lo miró fijamente unos instantes.

—Es por esto —dijo por fin—, esta es la razón.

Ash se levantó a las cinco y, fiel a su costumbre, dio un paseo en canoa por el río. Cuando volvió,

se puso la ropa de trabajo, calentó unas galletas del día anterior, agregó un par de manzanas y acompañó el desayuno con dos tazas de café.

Trabajó otra vez en la valla, reparando la mayoría de las estacas que lo necesitaban. La temperatura —más de veintiséis grados— era insólita para la época, y a mediodía estaba tan acalorado y cansado, que se alegró de poder tomarse un descanso.

Decidió comer a orillas del río porque los Magikarp estaban saltando. Le gustaba verlos saltar tres o cuatro veces y flotar en el aire antes de desaparecer en el agua salobre. Por alguna razón, siempre se alegraba de que el instinto de los pokémon hubiera permanecido inmutable durante miles, quizá cientos de miles, de años.

A veces se preguntaba si los instintos del ser humano habían cambiado en ese tiempo, y siempre llegaba a la conclusión de que no. Por lo menos en los aspectos más básicos y primitivos. Le constaba que el hombre siempre había sido agresivo, ansioso por dominar, por controlar el mundo y todo lo que se encontraba en él.

Dio por concluida la jornada de trabajo poco después de las tres y caminó hasta un pequeño cobertizo situado cerca del desembarcadero. Entró, sacó la caña de pescar, y un par de cebos, luego salió al desembarcadero, enganchó el cebo al anzuelo y lanzó el sedal.

Siempre que salía a pescar, acababa reflexionando sobre su vida, y esa vez no fue una excepción. Recordó que tras la muerte de su padre había vivido en una docena de cosas diferentes.

Aunque era de temperamento tranquilo, su larga experiencia cargando pesos durante sus viajes le ayudó a destacarse en los deportes, y sus logros deportivos le dieron popularidad. Disfrutaba con los partidos de fútbol y las competiciones de atletismo, pero aunque la mayoría de sus compañeros de equipo pasaban juntos también el tiempo libre, Ash rara vez se reunía con ellos. Algunos de sus amigos lo consideraban arrogante, pero la mayoría simplemente pensaba que era más maduro que sus contemporáneos. Tuvo algunos escarceos amorosos en el instituto, Lillie fue una de ellos, pero ninguna chica dejó huellas en él. Salvo una. Y esa llegó muy temprano en su vida y también después de la graduación.

Serena. Su Serena.

Recordó que después del festival había hablado de Serena con Lulú, y que su amiga se había reído de él. Luego le hizo dos predicciones: la primera, que se enamorarían; la segunda, que la relación no prosperaría.

Percibió un ligero tirón en el sedal y deseó que se tratara de un pokémon distinto a Magikarp, pero el movimiento cesó, y tras enrollar el sedal y comprobar que el cebo seguía allí, volvió a lanzar…

Las dos predicciones de Lulú resultaron acertadas. La mayoría de las veces, Serena tenía que mentir a su madre y representante para verlo. No porque Ash no les cayera bien, sino porque ahora era otra clase social, era de media clase, y no querían que su hija se tomara en serio a un chico como él.

—Me da igual lo que piensen mis padres, te quiero y siempre te querré —aseguraba Serena—. Encontraremos la forma de estar juntos.

Pero al final no pudieron. A principios de septiembre, acabada la cosecha de tabaco, ella no tuvo más remedio que volver a Kalos con su familia.

—Sólo ha terminado el verano, Serena, nuestra relación no —había dicho Ash la mañana en que ella se marchó—. Nunca terminará.

Pero lo hizo. Por razones que Ash nunca comprendería, Serena no respondió a ninguna de las cartas que le envió.

Poco después decidió marcharse de Melemele para quitársela de la cabeza, pero también porque corrían los tiempos de la Depresión, y resultaba casi imposible ganarse la vida allí, más que nada porque aún no había un puesto seguro en la escuela para él. Primero fue a Akala y trabajó seis meses en un astillero, hasta que lo despidieron; luego se trasladó a Ula-Ula, donde, según decían, la situación económica era mejor.

Finalmente comenzó a trabajar en una chatarrería, separando el metal del resto de los desperdicios. El propietario, un judío llamado Morris Goldman, un paranoico que luego de lo de los Ultraentes estaba convencido de una guerra contra seres de otras dimensiones.

Su larga experiencia lo había preparado para esa clase de tareas, y trabajaba duro. No sólo porque así conseguía olvidar a Serena durante el día, sino también porque estaba convencido de que era su deber. Su madre siempre le había dicho: "Entrega un día de trabajo por un día de paga. De lo contrario, estarás robando". Esa actitud complacía a su jefe.

—Lástima que no seas judío —decía Goldman—, en todo lo demás eres un muchacho excelente. — Era el mejor cumplido que podía hacer Goldman.

Seguía pensando en Serena, sobre todo por las noches. Le escribía una vez al mes, pero nunca recibió respuesta. Por fin envió la última carta y se obligó a aceptar el hecho de que jamás compartirían nada más que aquel verano juntos.

No obstante, ella seguía presente. Tres años después de la última carta, viajó a Kalos con la esperanza de encontrarla. Fue a su casa, descubrió que se había mudado, y después de consultar a los vecinos, telefoneó a JRJ. La empleada que atendió el teléfono era nueva y no reconoció el apellido, pero echó un vistazo a los ficheros de personal, sin ningún resultado. Aquella fue la primera y única vez que Ash la buscó.

Continuó trabajando para Goldman durante los ocho años siguientes. Al principio, era uno más de los doce empleados, pero con el tiempo la empresa prosperó y consiguió un ascenso. Años más tarde dominaba el negocio y estaba al mando de todas las operaciones, desde el control de las transacciones a la supervisión de un equipo de treinta personas. La chatarrería se había convertido en el mayor negocio de compra y venta de metales de la región de Alola.

En aquellos tiempos salió con varias mujeres. Tuvo una relación seria con Lana. Aunque el noviazgo duró dos años, nunca llegó a sentir por ella lo mismo que por Serena.

Pero tampoco la olvidó. La chica era unos años menor que él, y le había enseñado las maneras de complacer a una mujer, los sitios donde tocar y besar, los puntos donde demorarse, las palabras que debía susurrar. A veces se pasaban el día entero en la cama, abrazados, haciendo el amor de la forma más satisfactoria para ambos.

Ella sabía que no estarían juntos para siempre. Hacia el final de la relación, se lo había dicho:

—Ojalá pudiera darte lo que buscas, pero no soy ella. Es como si no estuvieras conmigo. Tu mente está con ella. — Ash quiso negarlo, pero ella no le creyó—. Soy una mujer, sé mucho de estas cosas. A veces, cuando me miras, sé que ves a Serena. Es como si esperaras que ella apareciera por arte de magia y te llevara lejos de todo esto…

Un mes después, la chica fue a verlo al trabajo y le dijo que había conocido a otro. Ash lo entendió. Se separaron como amigos, y al año siguiente ella le envió una postal diciéndole que se había casado; para su sorpresa fue Chris el afortunado. Poco volvió a saber de ella desde entonces.

Mientras estuvo en Ula-Ula, visitaba a su madre una vez al año, para Navidad. Pescaban, charlaban y de vez en cuando hacían una escapada a la costa y acampaban en las afueras de ciudad verde, por el bosque.

En diciembre del siguiente año, su jefe le comento de una enfermedad terminal que tenía. Cinco semanas más tarde murió. Días después recibió una carta de Goldman dándole las gracias por su trabajo, y adjuntando un documento que le daba derecho a un pequeño porcentaje de la chatarrería en caso de que ésta se vendiera alguna vez.

"No podría haberlo conseguido sin ti", decía la carta. "A pesar de no ser judío, eres el mejor empleado que he tenido."

Tres años después, el negocio se había vendido, y Ash recibió un cheque por casi setenta mil pokédólares. Inexplicablemente, el hecho no lo conmovió.

Una semana después regresó a Melemele y compró la casa. Recordaba que más tarde había llevado a su madre a verla contándole sus planes y señalando las reformas que se proponía hacer. Su madre estaba débil, tosía y respiraba agitadamente. Ash se inquietó, pero la anciana le aseguró que no debía preocuparse, que sólo tenía gripe.

Antes que transcurriera un mes, murió de neumonía y fue enterrada junto a su esposo en el cementerio local de pueblo paleta, donde tambien descansaban los restos de Oak. Ash le llevaba flores con regularidad cada que viajaba a Kanto y de vez en cuando le dejaba una nota. Todas las noches dedicaba un momento a recordarla y luego rezaba una oración por la mujer que le había enseñado todo lo importante de la vida.

Después de enrollar el sedal, guardó los aparejos de pesca y volvió a la casa. Su vecina, Martha Shaw, estaba allí para darle las gracias. Le llevaba unas galletas y tres hogazas de pan casero en reconocimiento por su ayuda. Su marido había muerto, dejándola con tres hijos y una ruinosa casa donde criarlos. Se acercaba el invierno, y la semana anterior Ash había pasado varios días en casa de Martha, reparando el techo, cambiando los vidrios rotos de las ventanas, sellando los demás y arreglando la cocina de leña. Con suerte, sería suficiente para que salieran adelante.

Cuando Martha se marchó, Ash subió a su desvencijada camioneta Dodge y fue a ver a Kiawe. Siempre pasaba por allí cuando iba al negocio, porque la familia de su mejor amigo no tenía coche. Una de las hijas subió a la camioneta e hicieron compras en el almacén de comestibles Capers. Cuando llegó a casa, no guardó la compra de inmediato. Se duchó, tomó una cerveza y un libro y fue a sentarse en el porche.

Serena aún no lo podía creer, aunque tenía la prueba en las manos.

La había encontrado en el diario tres domingos antes, en casa de su madre. Había ido a la cocina a buscar una taza de café, y al regresar a la mesa, su madre le sonreía, enseñándole una pequeña fotografía.

—¿Te acuerdas de esto?

Le pasó el diario y, después de una primera mirada indiferente, algo en la fotografía captó su atención y la hizo fijarse mejor.

—No puede ser —murmuró. Su madre la miró con curiosidad, pero ella no le hizo caso. Se sentó y leyó el artículo en voz baja.

Recordaba vagamente que su madre se había sentado frente a ella, y que, cuando por fin dejó el diario, la miraba con la misma expresión de unos minutos antes.

—¿Te sientes bien? — preguntó su madre por encima de la taza de café—. Estás pálida.

No pudo responder de inmediato, y se percató de que le temblaban las manos. Entonces había empezado todo.

—Y aquí terminará, de una forma u otra —murmuró otra vez. Volvió a doblar el recorte y lo puso en su sitio, recordando que aquel día se había llevado el diario de casa de su madre para recortar el artículo. Había vuelto a leerlo por la noche, antes de acostarse, buscando un sentido a la coincidencia, y también a la mañana siguiente, para convencerse de que no se trataba de un sueño. Ahora, después de tres semanas de largas caminatas a solas, después de tres semanas de confusión, ese artículo la había empujado allí.

Cuando la interrogaban, atribuía su extraña conducta al estrés. Era la excusa perfecta; todo el mundo lo entendía, incluido Alain, que por eso no había puesto ninguna objeción cuando ella dijo que necesitaba marcharse un par de días. La organización de la boda era causa de estrés para todos los interesados. Habían invitado a quinientas personas, entre ellas al gobernador, a un senador y al embajador del Perú. En su opinión, era demasiado, pero su compromiso acaparaba las páginas de sociedad de todas las publicaciones desde el día en que anunciaron la boda, seis meses antes. A veces tenía la tentación de huir con Alain y casarse en secreto, sin tanto alboroto. Pero sabía que él no lo aceptaría; como buen campeón de región, le encantaba ser el centro de atención.

Respiró hondo y volvió a ponerse de pie.

—Ahora o nunca —murmuró, tomó sus cosas y se dirigió a la puerta. Se detuvo un instante antes de abrirla y bajar al vestíbulo. El gerente del hotel le sonrió al pasar, y sintió sus ojos clavados en su espalda mientras salía en dirección al coche. Se sentó al volante, se echó un último vistazo en el retrovisor, puso el coche en marcha y giró a la derecha por la calle principal.

No la sorprendió la claridad con que recordaba las calles del pueblo. Aunque hacía años que no iba por allí, era un sitio pequeño y resultaba fácil orientarse. Después de cruzar el río por un anticuado puente levadizo, giró por un camino de grava e inició el último tramo del viaje.

El paisaje era hermoso, como siempre. A diferencia de la zona en donde residían actualmente, donde se había criado, el terreno era llano, pero tenía el mismo suelo fértil, húmedo, ideal para el cultivo del algodón y el tabaco. Esos dos cultivos y la madera eran la principal fuente de riqueza de esa parte de Melemele; y mientras se alejaba del pueblo, admiró la belleza que en un pasado lejano había atraído a esa región a los primeros colonos.

Para ella, nada había cambiado. La luz del sol se filtraba entre las ramas de los robles y los nogales de tres metros de altura, iluminando los colores del otoño.

Condujo despacio, mirando la casa, y cuando lo vio en el porche, con la vista fija en el coche, respiró hondo. Llevaba ropas informales. Desde esa distancia, se lo veía exactamente igual que entonces. Por un instante, con la luz del Sol a su espalda, su silueta pareció desdibujarse y fundirse con el paisaje.

El coche continuó avanzando lentamente y por fin se detuvo debajo de un roble que arrojaba su sombra sobre la parte delantera de la casa. Giró la llave del coche sin quitarle los ojos de encima, y el motor paró con un chasquido entrecortado.

Él salió del porche y se aproximó a ella, andando con aire despreocupado, pero se detuvo en seco al verla bajar del coche. Durante un largo instante no hicieron más que mirarse el uno al otro sin moverse.

Serena Yvone, treinta y un años, prometida para casarse, una mujer de la alta sociedad en busca de respuestas, y Ash Ketchum, treinta y un años, un soñador visitado por el fantasma que había llegado a dominar su vida.