Nada más escuchar tus desesperados quejidos de agonía me hace sentir extraña.
Tus continuos llantos penetran en las paredes de esta rústica mansión de la cual eres prisionera y princesa a la vez.
Suspiro, intentando aguantar la dicha que invade mi alma al ver tu rostro ensangrentado suplicando por libertad o incluso, cariño. Me perteneces y haré lo que se me plazca contigo.
Me burlo, siendo yo la espectadora de tu desesperada situación, gozando de cada segundo en el cual tu sufres; lo que provoca que me sienta como el público de las antiguas ciudades romanas, donde se les daba pan y entretención al pueblo para descentralizar problemas internos.
Adoro tu sufrimiento de manera casi inhumana.
Lo admito, me enamoré, pero no de ti, sino de lo que me otorgas con tus llantos y lamentaciones.
Yo, Rhode Camelot, estoy enamorada del sufrimiento ajeno, en especial el tuyo, mi muñeca de porcelana.
Es insensible decirlo, pero, al menos para una persona como yo, el amor o la atracción superficial hacia una persona puede resultar tan efímero como mirarse a un espejo.
Y es que, me es difícil aferrarme a mi ideología.
Porque sigues ahí.
Sigues vagando por los pasillos oscuros de tu mente, con la mirada perdida, como una doncella de finas facciones esperando a que su imaginario y guapo príncipe llegue en su ayuda a traerle una felicidad anónima y ultrajada por el paso de los años, los cuales pueden ser leídos con manchas de sangre y lágrimas que parecieran rozar el camino a la libertad.
Aquella libertad (Sí, aquella que siempre te hace sentir miserable cuando no te visito) es imposible. La que torturará tu cuerpo y alma seré yo por el resto de nuestros días y no dejaré que ningún vulgar exorcista arruine mi obra teatral. Al menos, no de momento.
Vuelvo a sonreír.
Eres adorable cuando logras distraerme de esta manera, Lenalee Lee.
