Sin título
Capítulo 1
Puedes buscar en todos los directorios telefónicos del país; el apellido Uchiha no figura en ninguno de ellos. Puedes buscar todas las partidas de nacimiento: el único Uchiha Sasuke nacido en el último siglo debe tener más de setenta años. Y si intentas localizar a algún maldito Uchiha te dirán que todos están muertos.
Si su nombre era verdadero lo dudo; si alguna vez le importé como me dio a entender lo dudo de igual manera; y si volveré a verlo algún día, francamente, no lo sé.
Lo único que sé de él es cómo era. El color de su pelo, el tono de su piel, la calidez de sus manos, la forma de sus labios. El color de sus ojos.
Poco me dejó saber sobre su interior. Poco más que su orgullo y frialdad dejó que palpara. Parecía un hombre salido de otra época cuando lo conocí. Y pareció más desorientado que nadie la última noche que pasamos juntos.
Noches, tan sólo noches. Jamás pude verle el rostro de día. Jamás alcanzó la luz del sol a tocar sus pupilas. No delante de mis ojos.
Lo conocí como se conoce a casi todo el mundo: sin querer, sin proponerlo, sin que nadie me avisara. Era tan tarde aquella noche que ni los gatos pardos andaban ya rebuscando en las basuras. No recuerdo la hora con certeza, pero sé que la luna estaba alta y brillaba con vigor.
Cuando entré en el local, solamente había un hombre dentro, peleando con una máquina de sacar tabaco. Yo tenía hambre, era nuevo en la ciudad y estaba perdido, así que, decidido a pedir ayuda al camarero con respecto al alojamiento y, de paso, esperando comer algo, entré y me senté en el primer taburete que vi.
No me fijé en un principio en el hombre de la máquina de tabaco, me limité a pedir unos fideos y me quedé tranquilo, esperando. Antes de que llegara mi comida, un fétido aliento a alcohol rancio y cigarrillos llegó desde mi derecha. Una voz grave y vacilante me hablaba con palabras atropelladas.
En un principio no lo entendí, no estaba muy acostumbrado a que me hablaran tan rápido en chino, así que lo miré y le pedí que repitiera lo que había dicho.
–¿Eres japonés? –masticó lentamente. Me miraba con ojos enrojecidos, sosteniéndose a un taburete para no perder el equilibrio. Estaba borracho, con lo cual me extrañó que reconociera mi acento.
–Lo soy –contesté con desconfianza.
–Dije que si me prestas unas monedas –repitió despacio, pero esta vez habló en un perfecto japonés como el que hablan en la capital, mi ciudad.
Ante aquello no pude evitar una sonrisa. Recuerdo que se me ocurrió pensar en lo pequeño que era el mundo mientras seguí observando al hombre, de pelo negro y largo, ojos oscuros, labios finos y piel pálida. Era alto, más alto que yo, y yo sobrepasaba la media.
–Sí –le contesté. Saqué mi cartera, una que parece una rana y que tengo desde que era un crío. Le di unas cuantas monedas y él volvió a la máquina de tabaco, sin dar las gracias ni volver a abrir la boca.
Cuando regresó se sentó a mi lado, depositó el dinero que le había sobrado delante de mí y sacó un cigarro para comenzar a fumar en silencio, con la cabeza agachada.
Llegaron mis fideos, descubrí que había un hotel de segunda cerca y comí con rapidez. Cuando hube terminado miré al hombre que aún seguía sentado junto a mí, fumándose el quinto cigarro, tal vez.
–Eres japonés, ¿no? –pregunté–. ¿Qué te trae por Hong Kong?
Se tomó su tiempo para contestar, como si se hubiese detenido a analizar cada una de mis palabras. Cuando me miró, sus ojos estaban teñidos de ironía. No contestó; preguntó.
–¿Y a ti?
Sin reparar en su falta de educación, pues muchas veces carezco de ella, contesté alegremente. Quería ser director de cine. Soñaba con ser un director independiente, algo alejado de Hollywood y sus alfombras rojas, pero a la vez alguien grande. Quería ser como los aclamados directores de la quinta generación de cineastas chinos.
Hablamos, bebí, me acuerdo de ello, y al final me quedé dormido sobre la barra del bar. El camarero me despertó para echarme cuando el alba estaba por llamar a la puerta. No había rastro del chico de la máquina de tabaco. Ni siquiera sabía su nombre, no recordaba con certeza si me lo había dicho.
Me alojé en el hotel cerca del bar durante los siguientes días, mientras me dedicaba a buscar alquiler y un trabajo. Volvía cada noche al local para comer fideos. Era un sitio diminuto, casi escondido en una callejuela poco iluminada con olor a orina en la mayoría de las equinas. Pequeño pero agradable, solitario pero cálido.
Al cabo de dos noches era como si conociese al camarero de toda la vida. Era un joven llamado Sai, que siempre sonreía, pero era más escalofriante y extraño que cualquier ser que hubiese conocido con anterioridad.
Tras una semana encontré trabajo, pero no casa. El hotel era barato. Bastante sucio, he de decir, pero económico, y al menos tenía ducha. Fui a celebrarlo con Sai, pues era mi único conocido en toda la gran ciudad.
Grande fue mi sorpresa cuando entré en el bar. Había un taburete ocupado por un hombre de pelo negro y lacio. En una radio detrás de la barra sonaba una vieja canción china de la posguerra. De la pequeña cocina de Sai salía vapor y el hombre fumaba en silencio.
Me acerqué y lo saludé al tiempo que me sentaba. Sonreí cuando me miró, y le pregunté si se acordaba de mí. Me observó con desconcierto y después me ignoró. Sorprendido, traté de refrescarle la memoria contándole sobre la primera vez que nos habíamos encontrado, pero me interrumpió hablando en chino, diciendo que no entendía mi idioma.
Fruncí el ceño molesto. Tenía buena memoria, el tipo me estaba tomando el pelo. A regañadientes pedí disculpas y dejé caer los codos sobre la barra. Sai apareció con su eterna sonrisa y, en cierta manera, aquello me animó e hizo que olvidara al tipo que tenía a mi derecha.
En cierto momento lo invité a una copa; yo ya llevaba unas cuantas encima, así que mi humor era inmejorable. No dijo nada con respecto a mi petición, sencillamente se levantó de su taburete y se encaminó hacia la puerta. Miré a Sai y me encogí de hombros. Él sonreía con la vista fija en la entrada.
–Uzumaki –escuché entonces. La voz provenía de la salida. Volví mi rostro y vi que el chico moreno estaba parado con la cabeza ladeada, mirándome.– ¿Y si la tomamos en otro sitio?
Hablaba japonés, como la primera noche. Sonreía irónicamente, como lo había hecho entonces. Aunque confuso, accedí a irme con él, me despedí de Sai y nos fuimos. Al cabo de algún tiempo me encontré vomitando en su cuarto de baño. El alcohol me había mareado, y estaba seguro de que había comido algo en mal estado durante el día.
Me tumbé sobre su cama y permanecí sin moverme durante unos minutos para que el estómago se calmara. Su techo estaba lleno de manchas de humedad. Había apagado la luz y encendido una lamparilla de mesa. Por la ventana entraba un poco de claridad cada vez que pasaba un coche cerca. En algún piso cercano un hombre y una mujer discutían. Se escuchaban golpes. Estaba demasiado mareado para saber del todo lo que ocurría, pero supuse que él la estaba pegando.
–No sé tu nombre –se me ocurrió de repente. Lo busqué con la mirada, pero no lo vi. La luz de su cocina estaba encendida.
Me levanté con pesadez y penetré en la estancia. Olía a tabaco, pero estaba limpia. Él estaba de pie junto a la ventana con un cenicero en una mano y un pitillo en la otra. Se volvió cuando entré.
–Decía que no sé tu nombre.
–No hace falta –susurró. Apagó su cigarro y dejó el cenicero sobre la mesa.
–¿Cómo que no hace falta?
Fruncí el ceño. Cuando bebo es mejor no tocarme la moral, como a cualquiera, supongo, o mi buen humor se va tan rápido como aparece.
–Ya es tarde, te acompañaré a tu casa.
Pasó por mi lado, fue a su dormitorio, se puso las zapatillas y se enfundó en un abrigo negro.
–¡Pero si acabamos de llegar! –chillé apareciendo en la habitación, moviendo los brazos como un loco.– Y además eres tú quien me ha traído, ¿ahora me despachas y ni siquiera me dices cómo te llamas?
Me miró con advertencia, cogió mi abrigo de la cama y me lo tiró a los brazos. Lo cogí y me lo puse a regañadientes. Fuera luces, bajamos las escaleras del portal despacio.
–Dime tu maldito nombre –exigí ya en la calle, mirándolo con la cara agria que se me había quedado desde la cocina de su casa.
–¿Para qué sirven los nombres?
–Para llamar a la gente –contesté desesperado como la cosa más obvia del mundo.
Sonrió socarrón y no dijo nada. Miraba al frente y caminaba con las manos en los bolsillos serio, silencioso. A dos calles de hotel se paró.
–El hotel está cerca, puedes ir solo desde aquí –dijo.
Se dio la vuelta y se marchó por donde habíamos venido. Lo seguí con la mirada unos segundos, desconcertado. Me sentía fuera de lugar, así que arrugué el gesto, metí las manos en los bolsillos con rabia y me di la vuelta, esperando no volver a ver a aquel desgraciado en mi vida.
…
Es un poco extraño, tal vez, pero me gusta la luz que está teniendo. Sí, igual me he basado demasiado en las películas chinas que he estado viendo últimamente, no tiene remedio.
Espero que guste. Y si no, pues críticas, que me encanta recibirlas, aunque casi no lo haga.
