I.

Cucú

28 de diciembre de 2012

—¡MARIPILI!

Pilar abrió los ojos como platos y se encogió sobre sí misma al escuchar la gloriosa voz de su madre al otro lado de la puerta, en el piso superior, por la que se accedía al almacén. Acto seguido, las gafas de montura rectangular se le resbalaron por el puente de su chata nariz madrileña y la novela de espionaje (que había camuflado como buenamente había podido dentro del libro Historia Contemporánea 4.º ESO) se le escurrió de entre los dedos y cayó sobre la cabeza del pobre Capitán. El can profirió un agudo gemido de protesta y su dueña se mordió el labio, casi como si le hubiera dolido más a ella que a él. El perro, mezcla de samoyedo y pastor belga, que llevaba un rato dormido a sus pies, arrugó su morro lobuno y bostezó, abriendo la boca de par en par y exhibiendo los colmillos y su larga lengua escarlata. Acto seguido, sacudió su espeso pelaje negro antes de incorporarse e ir a buscar un rincón menos arriesgado para echar la siesta, a ser posible lejos de las insignes reinas del sótano: aquellas altísimas estanterías repletas de cajas de zapatos.

—Lo siento —farfulló Pilar mientras se agachaba a toda prisa para recoger el ejemplar de La estela del silencio que le había prestado Carmen, su mejor amiga y gran fan de la autora, una tal Almudena Pizarro. Lo escondió enseguida en la mochila del colegio, bien colocada en el respaldo de la silla de madera que su padre había bajado allí junto con el escritorio y el flexo, para que su primogénita de dieciséis años pudiera estudiar en sus ratos libres. A propósito, no era la hora de sustituir a su madre todavía en la tienda. ¿Qué querría?

—¡Maripili! —gritó de nuevo Julia, con un deje impaciente que su hija pasó por alto una vez más para poner en orden sus cosas antes de subir las escaleras y decir adiós a su paraíso de calma y silencio.

Sin embargo, Pilar sí frunció el ceño al oír por segunda vez el maldito diminutivo con el que siempre se referían a ella los miembros de su familia. Lo odiaba con toda el alma; era el legado de su abuelita Pili, al que el apodo le iba que ni pintado por su espíritu inquieto, alegre, impaciente, sociable y coqueto, como de colibrí: parecía una jovencita sacada de una de esas películas del año catampún chimpún en las que Pepa Flores se sacaba de la manga ritmillos de tom-tom-tómbola. Sin embargo, seria, austera, introvertida y reservada, el carácter de su nieta mayor no tenía nada que ver ni con el de ella ni con el dichoso nombre.

Cuando Pilar dejó atrás el almacén, dio a parar al estrecho pasillo de la trastienda, con su corcho y su mesa de barra atiborrada de cachivaches y papeles. Jorge y Carlitos jugaban con las varillas de plástico blanco de un par de zapatos de caballero Belén Gonzalo, a modo de espadas láser, con la voz del locutor de Onda 0 de sonido de fondo. Pilar puso los ojos en blanco y le arrebató una varilla a Carlitos, que gritó para protestar antes de de que ella saliera al encuentro de su madre en la tienda. La encontró agasajando a una cliente habitual y vecina de la calle Marcenado. En ese momento, le hablaba maravillas de unos mocasines Martinelli para su hijo, un niño de unos siete u ocho años enfundado en un plumas azul oscuro, que se escondía detrás de las faldas de la buena señora.

—...son estupendos —le aseguraba mientras le enseñaba el modelo en el escaparate—. ¡Y comodísimos! Mi Carlitos tiene unos iguales. ¿Quiere que se los probemos al niño? ¿Qué pie tiene?

Pilar, entretanto, se hizo paso detrás de la mesa de la caja registradora, escondió en uno de los cajones la varilla y se apoyó sobre el mostrador antes de perder la mirada en la calle más allá del vistoso escaparate. El expositor estaba adornado con las luces de Navidad y espumillón dorado, pero, además, lo recorrían las vías del famoso trenecito que su hermano Jorge montaba cada año a principios de diciembre; con sus vagones lleno de regalos (zapatos diminutos, en su mayoría), lo dirigía un muñeco Papá Noel y solía zigzaguear entre el tradicional Belén y las botas, tacones, náuticos, castellanos, manoletinas... Estaba allí para entretenimiento de todos los niños y curiosos del barrio, muchos de los cuales dejaban marcas de dedos en los cristales al pegarse al vidrio para ver bien las pequeñas nubes de humo que soltaba la locomotora roja a su paso. Julia mandaba siempre a su única hija a limpiar con un trapo hasta que volvieran a quedar impecables. A Pilar, dicho sea de paso, no le hacía la menor gracia. Pormenores navideños.

Claro en aquel momento, la joven tenía la mente en otra parte, inmersa como estaba en un dilema interno que no le había dejado conciliar el sueño la noche anterior. De ahí las profundas ojeras debajo de aquellos ojos claros de bosque, marrones o verdes según incidiera en ellos la luz. No obstante, ni aquellas sombras oscuras podían estropear la cara guapa —porque la niña no era bonita, era guapa— de María del Pilar Calatayud, aunque ella no estuviera enterada todavía.

Esa misma cara guapa, enmarcada en una melena corta, fosca y oscura, expresaba en ese momento una gran preocupación. No se debía, como pensaba su madre, a la cantidad exorbitada de deberes para las vacaciones (y es que los profesores cuando se acercaban dos semanas sin clase, parecían olvidarse de que existieran más asignaturas que la suya) sumada a la tarea para la escuela de magia, que no era poca. No, Pilar se veía en otro tipo de encrucijada: quedaban tan solo tres días para Nochevieja, era el primer año que tenía permiso para salir y todavía no había decidido a qué fiesta ir, si a la de las amigas del instituto o a la de las amigas de las clases de magia en la que, segurísimo, iba a presentarse ni más ni menos que Manu Azcona, su amor platónico de un tiempo a esta parte... O eso le había dado a entender Carmen, a la que poco más y la fichaban como espía en el CNI.

—Maripili, hija, despacha a la señora mientras atiendo a Eugenio.

Pilar pegó un respingo y volvió a la realidad. El crío se había probado ya los zapatos y había llegado Eugenio con el camión para traer el nuevo pedido y ella no se había dado ni cuenta, abstraída como estaba, pensando en su caballero andante de cejas perforadas. No tardó en reaccionar y fue cosa de coser y cantar; en un minuto, ya estaba guardando diligentemente el dinero en la caja registradora y devolviendo el cambio.

—Gracias, cielo —comentó su madre cuando se hubieron marchado Eugenio, madre e hijo de la zapatería—. Bueno, en realidad, te he llamado porque, mira tú qué mala suerte, que la locomotora no anda.

Pilar se fijó en el trenecito que, efectivamente, estaba parado y con la mitad de los vagones debajo del túnel de ladrillos rojizos, cuyos bordes había quemado Jorge con un mechero y mucho cuidado el mes pasado.

—Dice Jorge que se ha estropeado y que no se puede arreglar —añadió Julia, como si tal cosa mientras recogía un calzador del banco de cuero en que se solía sentarse la gente para ponerse los zapatos.

—¿Y por qué me lo cuentas a mí? —Pilar se cruzó de brazos, oliéndose el percal.

Julia ladeó la cabeza y pestañeó de forma inocente.

—Ah, no sé, por si se te ocurría algo...

No caería esa breva.

—Ya. —Pilar negó con la cabeza y puso los ojos en blanco—. Se supone que la magia no está para esas cosas, mamá.

—Bueno, niña, pues ya me dirás tú para que está —contestó su madre con una sonrisa divertida—. Maripili, venga, no te hagas de rogar.

—Bueno, pero tendré que consultarlo en algún libro o... No sé, mamá, con lo torpe que soy... ¿y si me lo cargo?

—Tú inténtalo, a ver que sale... —la animó Julia, con una sonrisa; no dudaba en absoluto de las habilidades mágicas de su niña y eso fue lo que, finalmente, venció las inseguridades de Pilar que, hecha un manojo de nervios, se sacó la varita del bolsillo de la chaqueta de lana y apretó los labios.

Su madre le trajo el trenecito y le puso la mano en la espalda para llevarla a la trastienda donde no las viera nadie porque muggle o no, Julia estaba muy al tanto de Estatuto Internacional del Secreto y no quería poner a su hija en evidencia.

—Jorge, atiende tú la tienda, que tu hermana va a hacer magia.

—Jolín…

—No refunfuñes tanto, hijo, que es solo un momento.

—¡Hala, magia! ¿Puedo ver? ¿Puedo ver? —preguntó Carlitos, emocionado.

—Sí, ven, Carlitos, acércate, que Maripili va a arreglar el tren del escaparate.

El benjamín de los Calatayud se subió a una banqueta junto a su madre donde disfrutar de un panorama privilegiado. Julia dejó la locomotora sobre la mesa y Pilar lo apuntó con la varita:

—¡Reparo!

De inmediato las ruedas del juguete comenzaron a girar por sí solas y la chimenea roja empezó a escupir humo como en sus mejores tiempos. Carlitos aplaudió a rabiar y a los labios de Pilar afloró una sonrisa de triunfo.

—Gracias, cariño —le dijo su madre, muy contenta mientras recogía la locomotora para volver a llevarlo a su sitio—. Por cierto, cuento contigo para que te hagas cargo de la tienda esta tarde...

Carlitos, miró a su hermana.

—¡Pero si he quedado con mis amigas del insti para comprar el vestido esta tarde! —protestó Pilar siguiéndola por el pasillo.

Carlitos miró a su madre.

—¿Vestido? ¿Qué vestido?

—¡Mi vestido de nochevieja! —contestó Pilar, molesta.

—Ah, es verdad. Bueno, pues ya irás otro día.

—¡Faltan tres días para la fiesta! —replicó su hija.

Carlitos las observaba como si se tratara de un partido de tenis.

—¡Ah! ¿Ya sabes a qué fiesta vas a ir?

—¡No me cambies de tema, mamá!

—Mira, hoy no puede ser. Tengo cita con tu hermano Jorge en el médico. Mañana vamos tú y yo al corte inglés y...

—¡Pero yo quiero ir con mis amigas!

Carlitos se escabulló entre ellas y huyó escaleras abajo, despavorido.

—Pues lo siento, pero no puedes ir hoy, Maripili.

—¡Pero, ¿por qué no?!

—Porque tienes que atender la tienda, por eso.

—¡No es justo! ¡Nunca piensas en mí! —gritó la adolescente, ya en la tienda—. ¡Eres una egoísta!

—No seas soberbia, Maripili, que la tenemos —susurró su madre al tiempo que entraba un cliente.

—¡Es verdad! ¡Siempre me tengo que quedar yo en la tienda! ¡Me voy a quedar sin vida social por tu culpa!

Julia no daba crédito: su hija la estaba avergonzando delante de un cliente. Se dio la vuelta y bajó el tono de voz.

—Como insistas, te castigo y no sales en fin de año —la amenazó su madre—. Y ahora, vete a estudiar.

Pilar frunció el ceño, desafiante, pero giró sobre sus talones y se dirigió de nuevo al almacén, en el piso inferior del edificio, mientras mascullaba entre dientes frases inconexas como «nadie me entiende» y «pues no pienso estudiar». Al salir de la trastienda, dio un portazo. Cuando llegó al sótano, Capitán ladraba al móvil que se había dejado encima de la mesa junto al libro de texto y vibraba insistentemente; estaba en modo silencio.

Pilar suspiró al pulsar el botón verde de su nokia verde y se lo llevó a la oreja

—Carmentxu, no estoy de humor.

—Hola, payasa. ¿Qué pasa?

—Odio a mi madre.

—A mi hermano le pasa igual varias veces a la semana.

—Mal de muchos, consuelo de tontos.

—Ya y tú de tonta ni un pelo, ¿no?

—Ni medio.

—Flipada.

—Bueno, ¿qué quieres?

29 de diciembre de 2012

Pilar dejó atrás la calle Sánchez Pacheco cuando subió las escaleras que llevaban a la plaza de piedra frente al Auditorio Nacional. Entretanto, rebuscaba en su bolso de piel negro el Abono Transporte Mágico de camino a la boca del metro de Cruz del rayo. En realidad, su madre le había propuesto ir juntas de compras, pero le había podido el orgullo y la había ignorado deliberadamente aun arriesgándose a quedarse sin vestido de fiesta. Había quedado con Carmen y Charo, en cualquier caso, para decorar el local en el barrio mágico, así que «tenía planes» y esta vez no iba a dejar que su madre se los echara por tierra.

Ya en el 3M, y después de haber bajado las escaleras mecánicas a toda velocidad, Pilar cogió el metro de milagro y se sentó en una butaca. El vagón estaba prácticamente vacío a excepción de un mago enjuto en una esquina, que leía el periódico, apartado. Pilar se miró en el reflejo del cristal de enfrente y se mordió el labio, apesadumbrada. Se le notaba a la legua que estaba triste y es que, en realidad, se sentía mal por haber tratado a su madre con tanta dureza, pero, de algún modo... no podía evitarlo. Desde principios de año, había empezado a haber cada vez más y más tensiones entre ellas; era una especie de pulso absurdo e interminable en el que no ganaba nadie nunca. Para colmo de males, las Navidades no habían contribuido a mejorar su relación, sino más bien todo lo contrario. Como las vacaciones habían estrechado el cerco de convivencia por un lado y, por otro, su madre tenía el doble de trabajo con los niños en casa y las cenas y comidas familiares de Nochebuena, Navidad y dentro de poco, Nochevieja (sin contar los preparativos para reyes), el ambiente estaba mucho más cargado y ellas dos, crispadas y atacadas de los nervios.

La calle la recibió con su abrazo de viento helado invernal y Pilar se colocó bien la bufanda antes de salir corriendo hacia la gran librería de los tíos de Carmen, Biblos, donde la esperaban ya sus dos amigas con abultadas bolsas de plástico. Las tres accedieron a la tienda, entre risas y saludos.

—¡Pero esto está lleno de muebles y libros! —se sorprendió Pilar.

—Pues por eso os he llamado —explicó Carmen—. Hay que despejarlo todo. Aunque también necesito vuestra ayuda porque... creo que hay un Coco en un reloj de pared antiguo. Vine ayer y algo se movió dentro...

—¡Qué dices! —Charo abrió los ojos como platos.

Pilar, entretanto, se acercaba, varita en ristre, a un viejo reloj de cuco con techo a dos aguas y caja para el péndulo sin cristal. Lo abrió, muerta de curiosidad... y sorprendió a sus amigas cuando se echó a reír. Solo era un Puffskein rosa que, nada más verla, se puso a cantar con voz aflautada:

—¡Campana sobre campana y sobre campana, una!


(1490)

N.d.a. Sobre el Potterverso sorgespandido a la comunidad mágica española-portuguesa, tengo que explicar varias cosas:

Almudena Pizarro: guiño a uno de los personajes de Sorg-esp, Almudena Pizarro, bruja y exitosa escritora española, y a un libro que escribió sobre espionaje en la época de Grindenwald al que me he tomado la libertad de llamar La estela del silencio.

Escuela de magia: Los magos y brujas españoles van al colegio con los niños muggles sin ningún problema y reciben, además, clases de magia adicionales de forma semanal que complementan en campamentos de verano de formación mágica en Picos de Europa (a los que yo me moriría por ir). En general, la comunidad mágica española no vive ni se educa aparte, como los magos y brujas británicos, sino que el grado de convivencia con muggles es mucho mayor en todos los sentidos, lo que supone una ventaja desde el punto de vista social (y tecnológico), a pesar de que también exige a los niños magos cierto esfuerzo: tienen el doble de tarea que los niños "normales".

Manu Azcona: Manu Azcona, que saldrá en el segundo capítulo, es otro de los personajes de Sorg-esp. Es mago, tiene cejas y orejas llenas de pearcings y, en este momento, diecisiete añicos. Es de familia muggle (aunque su hermano pequeño, Pablo, también es mago) como Pilarica. Su padre es taxista y su familia vive en Vicálvaro si no recuerdo mal.

El 3M: es elMetro Mágico de Madrid y se accede a él por el metro normal con ayuda del Abono de Transporte mágico que, al pasar por el torno, te deja pasar al metro mágico. El barrio mágico está escondido en el Madrid de los Austrias. Por cierto, la librería Biblos aparece también en un fic de Sorg-esp, solo que es una filial en Sevilla.

Coco: El Coco es más o menos, el equivalente al boggart inglés: son de la misma especie según los apuntes de la Sorg-espansión. Es un monstruo de la tradición española de toda la vida. Antiguamente, los padres solían amenazar a los niños con la llegada del Coco para que se fuera a dormir temprano. Se esconden en armarios (o debajo de la cama, yo siempre me los he imaginado debajo de la cama). Hay una canción de cuna que yo recuerdo de mi infancia que decía: "Duérmente niño, duérmente ya, que viene el coco y te comerá". Con la música suena más dulce, por cierto xD

Sobre No hay mal que por bien no venga: El segundo capítulo se llamará Tas-tás porque cucú se dice cuando se tapa uno los ojos y tast-tás, cuando se descubren y, como presagia el coco que no era coco, a veces, vemos las cosas muy negras, pero si las miramos desde una nueva perspectiva... a lo mejor, no lo son tanto.