Hola gente linda! Cómo han andado?... Espero que bien... Como verán me tienen de nuevo por aquí con la continuación de Amor prohibido. Esta adaptación se llama Todos sus besos de Laura Lee Gurnhke y nos habla del mejor amigo de Shaoran, Eriol Hirahizawa. Esta historia los/las va a sorprender y a dejar un poco descolocados. Si prestan un poco de atención y hacen memoria sobre Amor prohibido hay algunas cosas que no puedo cambiar, pero otras si (les pido disculpas desde ya por si este pequeño cambio les incomoda. Yue que aparecía en Amor prohíbido en realidad no era Yue, sino Yukito... Para nuestro hermoso albino tengo otros planes y lo necesito.. jeje. Espero que esto no moleste. Lo demás está todo en orden) y pensé que así quedarían mucho mejor...

A pedido y consejo de mi amiga Wonder Grinch, les comparto el nombre de la serie completa: Serie "Seducción" de Laura Lee Gurnhke.

1- Amor prohibido.

2- Todos sus besos.

3- En el lecho del deseo.

4- Casi una princesa.

Me tomé el atrevimiento de incursionar en cosas nuevas... Ahora que está el manga de Cleard Card, bueno, hay más personajes!

Sin nada ás que decir (raios, debería comprarme una notbook para más comodidad X.X)

*MurderingBeauty*seguí tu consejo... Solo espero que no pase nada! jeje

Espero disfruten del prólogo...

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Prólogo

Londres, 1827

Se estaba volviendo loco. Maldito ruido, aquel desquiciante ruido. Era un pitido que le taladraba el cerebro como si de una vara incandescente se tratara, un sonido constante, que le estaba haciendo perder el juicio poco a poco. Si pudiera ponerle fin... Pero nunca cesaba.

Eriol Hirahizawa retiró las sábanas insultando y se levantó de la cama. Desnudo, cruzó la alcoba y corrió hacia un lado las pesadas cortinas de brocado para mirar al exterior. El cielo estaba tan negro como la boca de un lobo, lo que sugería que debía de ser entre medianoche y el amanecer, y la única farola que había en la esquina iluminaba tenuemente la calle vacía que discurría más abajo. Salvo en su mente, reinaba el silencio. Miró fijamente por la ventana, odiando a todo ser humano que viviera en Londres y pudiera disfrutar del silencio, a todo aquel que pudiera dormir cuando él no podía hacerlo.

Sus movimientos despertaron a Yamasaki, y el ayuda de cámara entró desde el vestidor con una vela encendida en la mano.

—¿Otra noche sin poder dormir, señor?

—Así es. —Eriol exhaló un hondo suspiro.

Ya hacía tres meses. ¿Cuántas noches más tendría que aguantar así, durmiendo sólo unos pocos minutos seguidos? La cabeza le latía con una pulsátil cadencia, protestando dolorosamente por aquel ruido incesante y por la falta de sueño. Apoyó la frente en la ventana, luchando contra el impulso de lanzarse a través del cristal y poner fin a aquel tormento.

—El láudano que le recetó el doctor... —El ayuda de cámara titubeó ante la dura mirada que le dirigió su señor, pero la preocupación lo empujó a perseverar—. Tal vez debería prepararle otra dosis...

—No. —Acostarse en la cama y esperar a que el opiáceo surtiera efecto se le antojaba como algo intolerable. Eriol se dio media vuelta y avanzó a pasos largos hacia su ayuda de cámara, pasando junto a él en dirección al vestidor—. Voy a salir.

—Despertaré a Hiro y le pediré que prepare su carruaje.

—No quiero ningún carruaje. Sólo voy a dar un paseo.

—¿Solo, señor?

—Solo.

Era imposible que Yamasaki pensara que andar solo por Londres a medianoche era una buena idea, pero su expresión no tradujo ninguna opinión al respecto. Eriol era un hombre que siempre hacía lo que le venía en gana, y no figuraba entre las atribuciones de un ayuda de cámara cuestionar la sensatez de los actos de su señor.

—Sí, señor —contestó Yamasaki y se dispuso a ayudarlo a vestirse.

Al cabo de diez minutos, Yamasaki volvió a la cama, tal y como le había ordenado su señor, y Eriol bajó la escalera, vela encendida en mano para iluminar el trayecto por la casa a oscuras. Entró en su despacho, se dirigió al escritorio y abrió el cajón. Miró fijamente la pistola durante un momento y luego la agarró. Un hombre vestido con ropa cara paseándose solo por la ciudad a medianoche podía tener problemas, por lo que era mejor tomar precauciones. Cargó el arma, la introdujo en el bolsillo de su larga capa negra y salió del despacho. Pasó junto al estudio de música de camino a la puerta principal y hubo algo que lo hizo detenerse. Tal vez un paseo no era el tipo de distracción que realmente necesitaba. Dudó por un momento y luego entró en el estudio.

Hasta el accidente, había pasado muchas de sus horas de vigilia en aquella estancia. Un momento de descuido, una caída del caballo, su cabeza chocando contra una roca, y todo había cambiado. La oreja izquierda le estuvo sangrando durante dos días enteros y tardó dos semanas en recuperarse de la conmoción cerebral. Durante aquellos días deseó fervientemente que aquel zumbido que oía dentro de la cabeza desapareciese, pero sólo parecía empeorar. Durante el mes que siguió a su recuperación había entrado en aquella habitación todas las mañanas, dispuesto a trabajar. Se había sentado ante el piano de cola fingiendo que no pasaba nada, diciéndose a sí mismo una y otra vez que su desgracia sólo seria temporal, que no había perdido su don, que, si lo intentaba, sería capaz de componer música de nuevo. Pero había acabado por desistir, sumido en la desesperación y no había vuelto a entrar en aquella habitación desde entonces.

Avanzó despacio hasta el magnífico piano de cola Broadwood, mirando fijamente el resplandor de la vela que se reflejaba en la pulida superficie de nogal de la caja. Tal vez en los tres últimos meses se había producido alguna mágica transformación y, cuando pusiera las manos sobre el teclado, la música volvería a fluir libremente. Por lo menos, tenía que intentarlo. Tras dejar la vela en la repisa de nogal tallada específicamente con ese propósito, levantó la tapa del piano y se sentó en la banqueta.

Eriol miró fija y largamente las teclas, luego deslizó los dedos sobre ellas tocando las notas de un minueto, la primera pieza musical que había compuesto en toda su vida. No estaba mal para un niño de siete años, reconoció. Pero en los restantes veinte años había compuesto diecinueve sinfonías, diez óperas y tantos conciertos, valses y sonatas que le resultaba imposible contarlos. Había nacido en el seno de una familia adinerada y, con su música, no sólo había amasado una inmensa fortuna, sino que también se había hecho famoso y merecedor de los elogios de la crítica. No obstante, él sabía que todo aquello no tenía ninguna importancia. La música era lo único que le importaba. La música era lo único que amaba.

Centró la atención en la garrapateada partitura que tenía delante, mirando fijamente las notas que había escrito, como si fueran las de un desconocido. Pertenecían a Valmont, su última composición, la ópera que había compuesto basándose en la novela Las amistades peligrosas. Había completado la obra el día antes de aquel fatídico paseo a caballo por un Hyde Park otoñal.

La había escrito en menos de una semana; le resultaba muy fácil componer. Desde pequeño oía melodías dentro de su cabeza; las notas fluían desde su conciencia a la partitura con suma facilidad, un don que siempre había dado por sentado. Pero la realidad se impuso súbitamente con brutal claridad. «Valmont es la última obra que compondré jamás», pensó. ¿Por qué no lo admitía? Ya no podría oír aquella música que emanaba de su interior nunca más. El pitido que ahora vivía dentro de su cabeza la había ahogado.

Cuatro médicos distintos le habían dicho que la lesión era irreversible, que tenía suerte de haber conservado el oído y que se acabaría acostumbrando a aquel ruido. Dejó caer las manos sobre el teclado y luego se levantó. Componer música era la pasión de su vida, la finalidad de su existencia. Ahora el don se había esfumado. Nunca podría acostumbrarse a aquello.

Apagó la vela y salió de la casa. Sobre las calles había descendido una densa niebla, la lacra del invierno londinense, y Eriol anduvo sin dirección fija, concentrándose en el ruido que hacían sus botas al impactar con los adoquines de la acera. Anduvo sin fijarse adónde iba y no se dio cuenta de adonde lo habían llevado sus pies hasta que, de repente, se encontró delante del Charing Cross Palladium.

La antiguamente famosa sala de conciertos había sido sustituida hacía mucho por el Covent Garden, más lujoso. El dueño del Palladium no parecía estar muy interesado en intentar recuperar el antiguo prestigio del teatro, pero Eriol había dirigido allí su primera sinfonía hacía una década, cuando el Palladium estaba en boga. Ahora aquella sala se utilizaba muy poco, y Eriol no pudo evitar esbozar una tétrica sonrisa ante la ironía. No podía ser más apropiado: una antigua sala de conciertos para un antiguo compositor.

Eriol vio que una tenue luz se filtraba por debajo de la doble puerta de la entrada principal y frunció el entrecejo. «¿Cómo es posible que en el interior haya luces encendidas a estas horas?», se preguntó. Tiró del pomo de una de las puertas y constató que no estaba cerrada con llave. Dio un paso y entró.

—¿Hay alguien ahí? —gritó, pero sólo oyó el eco de su voz rebotando contra las paredes del edificio, para acabar desvaneciéndose finalmente sin respuesta alguna.

Cruzó el amplio vestíbulo y los arcos que conducían a la antigua sala de conciertos. Varias lámparas parpadeaban en el escenario, y su luz iluminaba un cubo y una fregona que estaban encima de él, pero no se veía a nadie.

Eriol volvió a preguntar si había alguien, pero siguió sin obtener respuesta. Probablemente la mujer de la limpieza había olvidado apagar las luces y cerrar las puertas antes de irse, un despiste relativamente excusable, puesto que en el teatro no había nada que se pudiera robar. Sin ninguna obra en cartel, allí no habría elementos de atrezzo o vestuario, ni tampoco instrumentos musicales. Pero lo de las lámparas encendidas era otro cantar. Dejadas a la buena de Dios, podían provocar un incendio.

Avanzó por el pasillo central, pensando en apagar las lámparas antes de marcharse, pero, cuando llegó a la altura del foso de la orquesta, se detuvo. El foso estaba vacío, excepto por una batuta de madera que vio en el suelo y que probablemente había dejado allí el último director. La miró fijamente durante un rato, luego bajó la escalera que llevaba al foso y recogió la batuta.

La frotó entre las palmas de las manos, recordando la primera vez que había dirigido una orquesta en aquella sala de conciertos venida a menos, los elogios de la crítica y el éxito que había seguido. Pronto serían cosa del pasado. La gente ya estaba empezando a murmurar sobre su mal humor y sus constantes dolores de cabeza. A pesar de que por ahora sólo conocían su desgracia cuatro médicos y su ayuda de cámara, no podría ocultarlo para siempre. Cuando dejara de publicar nuevas piezas tras dos décadas de componer prolíficamente, la gente lo sabría. Pronto todo el mundo sabría que Eriol Hirahizawa, el más famoso compositor de Inglaterra, había perdido su talento musical.

La música era su vida. Enfurecido por haberse visto despojado de lo que más amaba en el mundo, arrojó la batuta con fuerza contra el suelo, y ésta hizo un ruido estrepitoso al chocar contra la madera del foso. Sin música, ¿qué podía hacer? ¿Tenía que padecer aquella insoportable agonía durante el resto de su vida? ¿Pasar el resto de sus días escuchando un único sonido, un sonido que no cambiaba nunca, no disminuía en intensidad y no cesaba?

Sólo había una forma de ponerle fin. Aquel pensamiento lo recorrió de pies a cabeza como un viento helado, y Eriol supo la verdadera razón de que hubiera tomado la pistola y de que sus pasos lo hubieran llevado hasta allí. Le parecía apropiado morir en aquel momento, cuando todavía estaba en la cresta de la ola, en la sala de conciertos donde había cosechado su primer éxito, antes de que los críticos lo despedazaran y de que sus amigos se compadecieran de él. «Dios me libre». Deslizó una mano dentro del bolsillo de la capa y sacó el arma.

Cerró los ojos y la levantó, apoyando el cañón debajo de la barbilla con el propósito de silenciar de una vez por todas y para siempre el ruido que le taladraba el cerebro con brutal monotonía. Amartilló el percutor y cerró los ojos. Era tan sencillo. Apretar el gatillo, y luego el silencio. «¡Menuda bendición! —pensó—. Por fin, el silencio.»

La música lo tomó desprevenido y se quedó helado al reconocer las inconfundibles notas de una de sus sonatas para violín, una alegre pieza musical que flotaba en el aire procedente del lado izquierdo del escenario. Abrió los ojos, miró en aquella dirección y se quedó de piedra al ver a una joven allí de pie, con un violín en las manos.

Eriol la observó mientras empezaba a cruzar el escenario. Tocaba mientras caminaba, y la alegre melodía de la pieza no se interrumpió cuando la joven se detuvo en el centro del escenario, apenas a un metro de él.

Eriol la estudió a la luz de las lámparas que se reflejaba en su tupida melena dorada y en los botones de latón de su vestido verde oscuro. Era alta, esbelta pero bien proporcionada. También era elegante y se balanceaba mientras tocaba, como si la meciera una suave brisa. Su rostro estaba ligeramente vuelto hacia un lado, el mentón descansando sobre el violín, de modo que Eriol no podía verlo en su totalidad. Tocaba muy bien para ser tan joven, pero no fue su destreza con el violín lo que fascinó a Eriol. Tenía un aire que le recordó al folclore de la costa oeste de Inglaterra, un misterio que le evocó recuerdos de su infancia en Devonshire y cuentos y leyendas sobre ninfas, duendecillos y magia. La nostalgia se apoderó de él y bajó la pistola.

Y en ese instante la música cesó.

La joven bajó el instrumento para mirar directamente a Eriol, que estaba de pie en el foso de la orquesta, y él contuvo la respiración. No había visto una mujer más encantadora que aquélla en toda su vida. Cumplía todos los requisitos de la belleza: rostro oval, rasgos bien proporcionados, piel color crema, labios carnosos que parecían pedir a gritos que los besaran... Pero no fue su belleza lo que hizo que algo se revolviera en su interior, algo tierno y doloroso al mismo tiempo, como la dulce acidez de un suculento postre.

No, fueron sus ojos. Unos ojos enormes de un azul claro indescriptible. Eran tan serenos y transmitían tanta paz como la sombra de un sauce. No había el menor atisbo de coquetería en aquellos ojos, ningún interés femenino, sólo una mirada diáfana y firme con un toque de tristeza. Era joven, tal vez no llegaría a la veintena, pero aquellos ojos parecían no tener edad. Eran eternamente jóvenes. Serían igual de hermosos cuando la muchacha cumpliera ochenta años.

Ambos se miraron fija y largamente, mutuamente prendados de sus miradas. En el silencio, detrás del ruido que oía en su cabeza, Eriol oyó súbitamente algo más, unos vagos compases musicales que quedaron suspendidos en el subconsciente, las primeras notas de una nueva composición. Se esforzó por traerlas a la conciencia, pero, como la niebla que había en el exterior, se le escaparon sin que lograra retenerlas. Cuanto más se esforzaba por oírlas, más se alejaban. Al cabo de un rato, las notas desaparecieron por completo y sólo permaneció el zumbido de siempre.

La muchacha lo observó durante un largo rato y luego bajó la mirada a la pistola y a la mano de Eriol.

—Preferiría que no lo hiciera —dijo—. Soy la mujer de la limpieza y es mi responsabilidad mantenerlo todo limpio y ordenado. Si se vuela los sesos, tendré que limpiar todo el estropicio.

Sus comentarios fueron tan prosaicos y tan impropios de cualquier idea que Eriol pudiera tener de una ninfa del bosque que casi le entraron ganas de echarse a reír.

—Tiene toda la razón. ¿Cómo es que una mujer de la limpieza toca tan bien el violín?

—Sería sumamente desagradable para mí —prosiguió ella sin contestar a su pregunta—, pues nunca he soportado la visión de la sangre. Se armaría un gran alboroto cuando la gente viera las manchas del suelo (como debe de saber, la sangre no se quita con facilidad de la madera) y a mí me despedirían por permitir que Eriol Hirahizawa se suicidara delante de mí.

Hablaba como una persona culta, con estudios, no como una mujer de la limpieza, y tenía el inconfundible acento de Cornualles. De la costa oeste. En eso había acertado. Su voz era potente, grave y tan dulce que podría despertar fantasías eróticas en cualquier hombre. «¿Cómo una mujer de la limpieza puede tener una voz como ésa?», se preguntó Eriol.

—Usted sabe quién soy —dijo él—, pero yo no la conozco a usted. ¿Nos han presentado antes?

—Por supuesto que sé quién es usted. Yo también soy música, después de todo. Lo vi dirigiendo una orquesta en Salzburgo el año pasado. Lo he reconocido en seguida.

Aquello era absurdo. Las mujeres de la limpieza no van a conciertos en Salzburgo ni tocan el violín. Debía de estar soñando. Antes de que Eriol pudiera hacerle ninguna pregunta para dar sentido a todo aquello, ella volvió a hablar:

—Si usted se matara aquí, yo perdería mi empleo y, sin ninguna recomendación que me ayudara a encontrar otro trabajo, caería en la pobreza. Además, su muerte haría sufrir a otras personas. ¿Qué me dice de su familia y de sus amigos y conocidos? El dueño de este local se encontraría de repente con una propiedad carente de todo valor, ya que nadie querría alquilarlo y, mucho menos, comprarlo.

A medida que la joven iba enumerando las consecuencias de su suicidio en un intento bastante obvio de hacerle sentir culpable, su voz empezó a perder su encanto inicial.

—Sus allegados tendrían que vivir no sólo con la pena de su muerte, sino también con la vergüenza de su suicidio —prosiguió ella—. Pero, por supuesto, sus preocupaciones están por encima de las de ninguna otra persona, y estoy convencida de que los efectos que su acto pueda tener sobre los demás le traen sin cuidado.

Evidentemente, a él no se le habían pasado por la cabeza las consecuencias de su suicidio, pero la censura que había detrás de la aparente compasión de aquella joven insolente empezó a ponerlo de mal humor.

—Es mi vida —señaló él mientras la taladraba con la mirada—. ¿Por qué no puedo ponerle fin cuando yo quiera?

La expresión de la muchacha se endureció todavía más cuando lo miró fijamente desde el escenario.

—Porque no estaría bien.

—¿Ah, no? ¿Y quién es usted para darme lecciones de moralidad? ¿Mi ángel de la guarda, mi maldita conciencia?

—No estaría bien —repitió ella.

—¡Maldita sea! Tengo derecho a quitarme la vida si ése es mi deseo.

Ella negó con la cabeza.

—No, no lo tiene. Tal vez alguien lo necesite para algo importante.

Eriol estalló en carcajadas, una risa rota, desgarrada, cuyo eco resonó en las paredes del teatro vacío.

—¿Necesitarme para qué? ¿Salvar a afligidas damiselas? —la imitó, imitó la seriedad de su voz, la paciente gravedad de su mirada—. ¿Matar dragones? ¿Para qué puede necesitarme alguien a mí?

—No lo sé. —Dio un paso adelante y saltó del escenario al foso de la orquesta, aterrizando justo al lado de Eriol.

Se puso el violín y el arco bajo un brazo, alargó el otro y rodeó el cañón de la pistola con la mano. Tiró suavemente del arma, como si supiera que él no se resistiría cuando intentara quitársela. Le dio la espalda y apuntó con la pistola los asientos vacíos de la platea hasta que hubo colocado el percutor en su sitio, y luego se la guardó en el bolsillo del vestido.

—Lo que acaba de hacer es bastante absurdo —la reprendió él—. Tengo más pistolas en casa.

Ella se encogió de hombros.

—Todo el mundo puede hacer lo que quiera. Si intenta matarse otra vez, yo no lo podré detener. Pero no creo que vuelva a intentarlo.

A Eriol le sorprendió la seguridad con la que había hablado la joven.

—Parece estar muy segura de sus palabras.

—Lo estoy. He oído lo suficiente sobre usted como para saber que no es de ese tipo de hombres. En el fondo, no lo es.

—¿O sea, que ha oído hablar de mí? —No pudo evitar hacerle la inevitable pregunta—: Entonces... ¿Qué tipo de hombre soy?

—Arrogante —respondió ella inmediatamente—. Lo bastante arrogante como para creer que el mundo de la música se hundiría si usted no formara parte de él. Obstinado, obsesivo... Antepone su trabajo a todo y a todos.

«Una opinión poco halagadora —pensó él—, pero brutalmente acertada.»

—También es usted muy fuerte —añadió—, lo bastante fuerte para encontrar la valentía necesaria para vivir. O eso creo.

Eriol no sabía si ella lo decía porque lo creía sinceramente o sólo con el propósito de hacerle cambiar de opinión.

—Piensa bastante para ser una mujer de la limpieza.

Ella ignoró sus palabras.

—Ahora que ya ha pasado el momento más difícil, encontrará todo tipo de excusas para no acudir al suicidio como forma de poner fin a su sufrimiento.

Eriol no necesitaba que nadie le hablara de su sufrimiento.

—Usted no sabe nada de mí salvo lo que ha oído. Ni siquiera conoce el motivo de mi decisión.

—Ningún motivo es lo bastante bueno para justificar el suicidio.

La rectitud moral de aquella joven estaba empezando a tomar el irritante tinte de un sermón.

—Una opinión forjada en sus largos años de experiencia, sin duda —espetó él.

Ella miró hacia otro lado.

—¿Por qué? —murmuró ella. Parecía irritada, casi enfadada—. ¿Por qué tienen que sentirse todos tan atormentados?

Él levantó una ceja ante aquella inesperada pregunta y su tono, igualmente inesperado.

—¿Todos? —repitió.

—Artistas, músicos, actores, pintores, poetas, compositores... En el fondo, no es necesario, ¿sabe?

—Usted también es música.

—Yo toco correctamente y ya está. No soy una virtuosa del violín. No tengo el talento de un verdadero artista. —Volvió a mirarlo y Eriol supo que aquella mujer y sus ojos atormentarían sus sueños durante mucho tiempo—. Pero usted sí lo tiene —añadió—. Tiene el don de la genialidad.

—Eso es cosa del pasado. Nunca más volveré a componer.

Ella no le preguntó por qué. Esbozó una sonrisa bastante irónica, casi retorcida.

—Sí volverá a hacerlo. Algún día.

Ella no tenía ni idea de qué estaba hablando Eriol, pero, antes de que él pudiera explicárselo, dio media vuelta, se sacó el violín y el arco de debajo del brazo y subió la escalera que salía del foso de la orquesta. Luego se detuvo en mitad del escenario y se volvió para mirarlo.

—Apague las luces cuando se vaya, ¿de acuerdo?

Y se alejó, volviendo sobre sus pasos hacia el ala izquierda del escenario. Eriol la observó mientras desaparecía. Permaneció donde se encontraba durante breves momentos, preguntándose todavía si estaba en medio de un extraño sueño.

Súbitamente, como si viniera de la nada, percibió de nuevo el misterioso fragmento musical, y cerró los ojos, esforzándose por oírlo mejor. Unas pocas notas de una nueva composición flotaban como una tentadora promesa justo fuera de su alcance. Mas no podía aprehenderlas, no podía retener la melodía, que volvió a desvanecerse en la nada. Abrió los ojos, pero la mujer que le había inspirado aquel fragmento se había esfumado.

—¡Espere! —gritó—. ¡Vuelva aquí!

Eriol subió la escalera y siguió los pasos de la joven, pero, cuando llegó a los bastidores, no vio a nadie. Avanzó a grandes zancadas por los pasillos, llamándola, abriendo las cortinas de todos los camerinos por los que pasaba, pero no la encontró en ninguno. Cuando llegó a la puerta de servicio y la abrió, no había ni rastro de ella en la niebla que se arremolinaba en el callejón situado detrás del teatro.

—¡Ni siquiera sé cómo se llama! —gritó.

No hubo respuesta. La mujer y su violín habían desaparecido, y las notas que Eriol había oído se habían ido con ella. Hizo un gran esfuerzo por volver a oírlas, pero se habían ahogado en la nada. Volvía a estar a solas con su tormento.

Se tapó los oídos con ambas manos, pero fue un gesto inútil. No podía silenciar el ruido que oía dentro de su cabeza con las manos. Sólo había una forma de ponerle fin, pero ahora era demasiado tarde para eso.

Con un grito de rabia y frustración, golpeó la puerta con el puño, sin apenas notar el dolor. Ella tenía razón: había perdido el arrojo necesario para poner fin a su vida, y maldecía a aquella joven por haberlo apartado del camino más fácil para lograrlo. Ahora sabía que su destino sería vivir con aquella tortura hasta que se volviera completamente loco.

¿Quién será esa joven? ¿Lograré encontrala? ¡Maldito dolor de cabeza! pensaba mientras se presionaba la cabeza tratando de que el dolor se fuera mientras salía del teatro.

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Bueno.. ¿Qué les ha parecido? ¿Ustedes dicen que Eriol lo hubiera hecho si ella no aparecía?

¿Cómo es que lo conocía? ¿Quién dicen que es la desconocida? Apuestas... Apuestas... Recuerden que Tomoyo no puede ser porque ya está casada... jeje

Acá creaturaz va a aldel Troya! (faltas de ortografía a propósito, es para darle el toque malévolo jeje)

Nos leemos en el siguiente capítulo (si les gusta y tiene buen recibimiento :)