El Renacido

El humo. Pudo notar su olor en el aire. La tierra era reseca, árida. Quizo levantarse, pero no tenía fuerzas. A lo lejos, resonó un extraño gorjeo. Se sentía extrañamente delgado, casi transparente; como esa sensación que acontece en los sueños, en donde todo parece ligero y fantasmal. Con esfuerzo, echó el peso de su cuerpo a un costado buscando poder erguirse. Las palmas de sus manos se hundieron en aquella tierra marchita. Otro gran ruido llegó desde la lejanía; uno mucho más potente. La tierra tembló. Podía jurar que se trataba de una erupción.

Lo alcanzó como un rayo, repentino y atroz. La sangre sobre el tatami; la sangre de sus camaradas. Avanzaba entre los cadáveres de aquellos a los que había instruido. Niños, ancianos, todos tendidos en el suelo. Sus ojos se posaron en el cuerpo de Uijo, uno de los jóvenes más avanzados; ya nunca podría enseñarle a identificar venenos o a lanzar un kunai.

Notó que el chico sujetaba algo entre las manos; apartó los pedazos de madera que cubrían el cadáver y vio que se trataba de una katana. Pero había algo extraño en la hoja. Deslizó un dedo sobre la superficie del metal. Estaba frío.

-Fue muy valiente.

Instantaneamente, giró sobre sí mismo. Había escuchado esa voz un par de veces antes.

-Mi hermano es cuatro años mayor que ese pequeño, y dudo que hubiese podido vencerlo. Aunque claro, ya no podremos comprobarlo.

No dijo nada. Lentamente, acercó su mano a la katana que llevaba en la espalda.

-Se ve que lo instruiste bien. De tu hijo no puedo decir lo mismo.

Saltó hacia delante con un desprecio y una ferocidad que nunca antes había experimentado. Su oponente dio un paso atrás y levantó el brazo para protegerse. Trazó un arco descendiente hacia su enemigo, buscando despedezar carne y hueso.

Hubo un ruido seco, y la espada se partió. La hoja cayó al suelo; nada había podido hacer frente a esa coraza blanca. Lanzó un golpe hacia la laringe, pero él era demasiado rápido. Desde la mano que había detenido su ataque, una fina capa de hielo comenzó a arrimarse hacia su brazo. Quizo echarse atrás pero era tarde. Un dolor agudo sacudió su cuerpo, mientras su extremidad perdía la sensibilidad.

Ya no importaba. Había fallado; les había fallado. Casi no se dio cuenta de como el hielo abrazaba su garganta. Su fuerza se desvanecía frente a los ojos de aquel demonio, siempre gélidos.

Otra vez la tierra marchita. El humo ya no lo escocía; el aire ardiente abrazaba sus pulmones, pero no lo mataba. Ese extraño ardor, aquella furiosa llama que palpitaba en su pecho se derramaba por todo su ser, dotándolo de una energía que jamás había experimentado. Era un dolor atroz, como si la mano de un gigante estuviese estrujando su cuerpo. Quizo gritar, y de su boca brotaron llamas

Nuevamente estaba de pie, más poderoso que nunca. Y solo una cosa alimentaba su fuego.