Disclaimer: Los personajes desarrollados en este fanfic no fueron utilizados con fines de lucro y son propiedad de Akira Toriyama y TOEI Animation.
N/A: Este oneshot fue escrito para participar en el concurso de la página de Facebook "Por los que leemos fanfics de Dragon Ball", llamado "Gazo Fanfiction II". El objetivo de mi reto era crear un fic relacionado con la imagen de portada del mismo y los personajes que elegí para escribirlo son N°s 17 y 18.
Renacer
Respiró con desagrado. Figuras desdibujadas, borrosas y brillantes la rodeaban. A unos metros se oía el sonido eléctrico de un taladro, que se prendía y apagaba de forma intermitente. Se giró a su derecha —donde el sonido provenía—, pero se sentía demasiado débil como para poder mantener abiertos los ojos, entonces escuchó una voz áspera y llena de frustración.
— Aparato de porquería…
No la reconocía, no creyó haberla escuchado nunca antes en su vida y se preguntó quién era y dónde estaba, por qué sentía que toda la energía de su cuerpo se había esfumado y que sus propios miembros ya no formaban parte de ella.
— ¿Dónde estoy?, ¿qué fue lo que pasó? —pensó tratando de mantener la calma.
Entonces se sintió abandonada y un dolor intenso le recorrió el pecho, abrió los ojos carcomida por la preocupación y lo buscó. Miró de un lado a otro pero la brillante luz de los fluorescentes la enceguecía. Y no lo encontró.
La cortina que le daba un minúsculo toque de intimidad a la habitación, traslucía la luz con dejos de azul. El olor a desinfectante estaba presente en cada rincón, en las sábanas, en las enfermeras. Aunque la mano que acariciaba su frente estaba seca y curtida, y que la respiración de la mujer junto a la que estaba recostada, era pesada y transmitía fatiga, le hacía sentir un calor especial. Pero se estaba apagando. Junto a ellas dos, a un lado de la cama él las miraba con la mirada vacía. Con dolor. La mujer acarició el cabello negro azabache y se sonrió con nostalgia.
— Mi niño, serás un gran hombre —le dijo y él no respondió—. No estés molesto conmigo, por favor. Deben saber que si hemos llegado juntos hasta este punto es porque yo nunca quise abandonarlos, desearía poder seguir a su lado y enseñarles todo lo que necesitan saber de la vida, pero no tenemos el tiempo suficiente… —se tomaba un tiempo para respirar, su mirada se apagaba un poco más en cada pausa y su sonrisa perdía fuerza—. Prométanme que siempre estarán juntos y que se cuidarán el uno al otro, prométanme que serán fuertes y valientes cuando yo no esté y que lucharán por vivir todos los días. Prométanme que no se dejarán vencer… Y nunca olviden que los amo y los amaré desde donde sea que esté…
Sus palabras se supieron las últimas, cuando el aparato que tenía conectado a su cuerpo emitió un pitido perpetuo. Ya no tenía pulso.
La niña rubia que la abrazaba se incorporó sobre la cama y la miró con desesperación. Había cerrado los ojos por completo, la mano que acariciaba su suave cabello había caído inerte a un lado, su pecho olvidó el vaivén de sus respiraciones. Y ella gritó.
Una enfermera no tardó mucho en llegar y quitar a la niña escandalizada de la cama. Otra empujó al niño que no parecía reaccionar hasta que, luego de la llegada de su doctor, otra mujer los tomó a ambos de las manos y los llevaron al pasillo, donde esperaron sentados a que el doctor les explicara qué pasaría con ellos.
No importaba el empeño que pusiera en levantar las manos, parecía que ya no formaban parte de ella. Después de unos minutos pudo volver a ver y miró las paredes blancas, miró lo poco que podía ver de su propio cuerpo y notó que estaba recostada en una mesa metálica, sujeta por unas barras plateadas. Apenas sentía frío tan sólo en sus mejillas y pensó que quizás se había quedado parapléjica y aún no se lo decían. Una lágrima se le escurrió por el rabillo del ojo y le recorrió el pómulo hasta romperse en la mesa. Apretó los dientes, se lo negó a sí misma.
Un anciano con la espalda encorvada apareció, caminando a su alrededor como si ella no estuviera allí. Buscando instrumentos, preguntándose cosas y respondiéndose a sí mismo, pero no contestaba ninguna de las preguntas que ella le hacía. De vez en cuando la miraba por encima del hombro y parecía estarse sonriendo, a juzgar por la forma en la que se pronunciaban las arrugas, por debajo de su frondoso y bigote gris.
— ¿Qué vas a hacerme, enfermo? —le cuestionó y en la voz se le reflejó el asco. El viejo hizo un chistido y continuó con lo que hacía, en un rincón de la misma habitación soldando algo que ella no alcanzaba a ver—. Dime dónde está mi hermano —él no contestó.
Después de esperar por treinta minutos, sentados en unas sillas negras ubicadas en el pasillo, a la vuelta de la habitación de hospital de su madre, el doctor apareció junto con una mujer de traje gris. El niño la miró con desconfianza, tenía el cabello muy bien sujeto y tirante, unos anteojos de marco grueso y sobre ellos, un par de voluminosas cejas oscuras. Ella les sonrió tratando de imitar calidez a sabiendas de que los niños tal vez no pudieran devolverle la misma actitud. El doctor parecía apenado, respiró profundo y los miró, primero a ella y luego a él.
— No sé cómo decirles esto —comenzó, aunque sabía bien que no sería ni la primera, ni la última vez que le tocara decir esas terribles palabras—, su madre no sobrevivió… Sé que esto no es fácil para ustedes dos, y que tal vez sientan que todo está ocurriendo demasiado rápido, pero debo presentarles a la señora Stelin —dijo, hizo una pausa y la presentó con un ademán—. Ella es una asistente social y como ustedes no tenían más familia que su madre, deberán ir con ella a un hogar.
Los niños guardaron silencio y miraron a los adultos con atención. La mujer volvió a sonreír y caminó hasta quedar frente a ellos, se inclinó para quedar casi a su altura y los saludó con un apretón de manos al que ellos respondieron con torpeza.
— Iremos a un lugar muy tranquilo, nosotros vamos a cuidar de ustedes. Estarán seguros y conocerán otros niños como ustedes.
Se puso de pie y le ofreció su mano derecha a la niña, quien luego de dudar un poco decidió no tomarla. Su hermano se levantó de la silla con resignación y dirigió su vista a la otra, quien entendió en ese momento que no les darían a elegir.
Al cabo de unos días, se preguntó por qué no moría de hambre, por qué no se deshidrataba y por qué no la mataban. Trataba de recordar qué había pasado antes de despertar en lo que parecía ser un laboratorio pero no podía. Parecía que los últimos meses se habían borrado de su cerebro, y lo que más le preocupaba era conocer el paradero de su hermano. Quizás ese anciano tan macabro que se movía por los alrededores lo tendría a él tal y como la tenía a ella, sometido a una mesa fría y privado de la libertad, sin respuestas, sin voluntad, sin el más simple uso de sus extremidades.
El anciano se acercó y por primera vez, se paró junto a ella y la miró con el ceño fruncido. Inspeccionó su cuerpo, con las manos unidas detrás de la espalda y no dijo nada más que "Creo que ya estás lista". Inmediatamente se preguntó a qué se refería con ello, pero sabía que él no contestaría a su pregunta. Sacó un escalpelo de una mesita y lo puso frente a su rostro, lo giró de ambos lados y luego, cuidadosamente lo dirigió hasta el abdomen de ella. Aterrada levantó la cabeza lo más que pudo, pero su cuerpo continuaba sin responder. El escalpelo abrió su vientre a la mitad y ella le gritó, incrédula.
— ¡¿Qué me estás haciendo?! ¡Déjame, desgraciado!
Pero él no hizo caso y como si se tratara de un cirujano, se acomodó los guantes de látex y con una pinza, separó las dos porciones de piel que quedaban de su estómago, tomó un par de órganos y los retiró de su cuerpo. Ella no podía entender por qué aún no se había muerto, pero antes de ver cómo él colocaba su páncreas en una bandeja de aluminio, perdió el conocimiento.
El hogar no era más frío que el hospital en el que habían dormido las últimas semanas. Las camas rechinaban y los colchones estaban tan gastados que podían sentir la madera debajo de sus cuerpos a la perfección. La comida no tenía sabor, incluso a veces tampoco tenía color.
Los otros niños no era como ellos, algunos lloraban mucho, otros molestaba a los más pequeños, pero lo que todos tenían en común era que jamás eran adoptados. Cada tanto aparecían parejas con la promesa de llevarse a algún afortunado, pero a medida que crecían esa promesa sonaba más a una mentira. Nadie deseaba adoptar a niños de cinco años en adelante. Incluso para los más tiernos de cuatro años parecía una tarea imposible.
Un tarde no muy especial, una pareja de unos treinta y cinco años cada uno, llegó al hogar. La mujer los miraba a todos con dulzura, parecía enamorarse de cada niño y suspiraba al ver la tristeza reflejada en cada uno; mientras que él se mostraba cauto y conversaba con todos, interesado en conocer los intereses de los niños.
Cuando los ojos café de ella se posaron se posaron en los celestes de la niña rubia de seis años, se le fue el aliento. No tardó en sentarse frente a ella y saludarla, sonreírle y preguntarle cuánto tiempo llevaba allí.
— Tres años —respondió ella de manera desconfiada.
La mujer se apenó—. ¿Te gustaría venir con nosotros?
— Sólo si mi hermano viene también —demandó la niña. Ella apretó los labios y esbozó media sonrisa forzada. Su esposo y ella habían acordado que sólo podrían adoptar a un niño. Con el corazón roto la mujer se levantó de la silla y miró por última vez a la niña—. Espero que ambos estén bien.
Cuando volvió a abrir los ojos y recuperó la conciencia, sentía un sabor extraño en la boca, como si algo regurgitara de su estómago. Se saboreó con asco, miró a los lados y estaba sola. Aún no sentía su cuerpo y se quedó mirando el techo, preguntándose si esto sería todo lo que le deparara la vida de ahora en más. Una pesadilla eterna.
Pensó en él y se sonrió con nostalgia. Lo único que deseaba era que él estuviera intacto, que las torturas que se le venían a la mente no lo hayan involucrado y que ese anciano perverso no haya tenido el descaro de ponerle mano encima a la única persona que quería en el mundo. Al único que le quedaba.
Después de unas horas de pensar y pensar, de aguantar las ganas de llorar, él apareció otra vez y por primera vez le dirigió la palabra.
— ¿Qué sientes?
Ella se preguntó si toda la sangre que había visto chorrear a borbotones de su cuerpo la última vez que estuvo consciente, había sido real o sólo un delirio de su mente.
— ¿A qué se refiere? ¿Qué me hizo?, no puedo sentir mi cuerpo.
Él pellizcó uno de los brazos de la mujer, y frunció el labio.
— Lo recuperarás poco a poco, número Dieciocho. No te preocupes por eso, ahora lo que necesito saber es qué sientes.
Aunque se reusaba a formar parte de lo que sea que aquel viejo tuviera entre manos, no tenía más nada por hacer. No podía moverse, no podía huir y no sabía si sería sabio reusarse a hacer lo único que podía.
— Siento un sabor extraño en la boca.
El viejo se sonrió satisfecho.
— Pero no has vomitado, ni muerto —se dijo con entusiasmo y se sonrió. Al verlo daba la impresión de que se maravillaba con las posibilidades, pero ella sólo se inquietó pues no tenía idea de lo que le tenían planeado a continuación.
Luego de un año más esperando, se presentó un matrimonio al hogar de huérfanos. Cuando el hombre entró sólo inspiró desconfianza, tenía una mirada sombría y demandante. Vestía una camisa a cuadros de color blanco y azul, que cubría su prominente abdomen; unos pantalones de jean gastados en las rodillas y un par de zapatos gastados. A su lado una mujer de cabello oscuro y rasgos delicados, pero de espíritu apagado y espalda encorvada. Parecía asustada y sumisa.
Sin mucho meditar, señaló a los gemelos que jugaban damas en el rincón más alejado de la habitación. La encargada del hogar se les acercó y les presentó al señor Tangler y a la señora Masu, y luego les dijo que habían sido adoptados, pero la alegría que se le escapaba no contagió a ninguno.
Compartieron los cuatro una cena incómoda, el señor Tangler cuestionaba al niño de siete años como si lo estuviera poniendo a prueba. Parecía tener un carácter muy severo e imponerse sin miramientos en cada aspecto que involucraba su vida. La señora Masu justificaba continuamente el carácter de su esposo, incluso cuando este decidía ponerle una mano encima.
Los niños pasaban las noches conversando de las cosas que harían cuando tuvieran la edad suficiente como para poder irse de allí y se reían imaginando el rostro desencajado de Tangler si se enteraba que se habían escapado.
Al cuarto mes en esa casona estéril, el padre adoptivo de los niños, sentado en la cabecera de la mesa probó una porción del asado que había preparado su esposa con mucho esmero, pero para desgracia de la mujer, hizo un gesto de asco y escupió la carne en el plato. Se limpió la boca con el reverso de su mano, tomó el plato y lo arrojó del otro lado de la habitación. Por un segundo ella logró esquivar el plato, que se partió contra la pared detrás de ella y se cayó de bruces al suelo. Los niños vieron al hombre levantarse con furia.
— Todo el maldito día trabajando para que me des de comer esa mierda, ¿qué no me tienes respeto? —le gritó, abalanzándose sobre ella peligrosamente.
La niña rubia jamás había visto a un hombre golpear a una mujer, pero durante su estadía en esa casa gris lo había escuchado claramente en varias ocasiones.
Él tomó con fuerza del cabello negro de la mujer y la levantó del suelo.
— ¿Ves lo que me haces hacer? —le cuestionó, extendiendo la palma que tenía libre, mostrándole el plato roto y la comida regada en el piso de cerámico oscuro.
— ¡Déjala! —gritó la niña y se cubrió los labios cuando el hombre se giró a verla incrédulo.
— Mocosa mal educada —dijo con la mirada colérica y soltó a su esposa, quien soltó un alarido y le pidió que por favor no siguiera.
Tomó a la niña de un brazo y la sacudió, gritándole improperios hasta dejarle marcas dolorosas. Inmediatamente su hermano salió en su defensa, pero su pequeño cuerpo no era rival para su padre adoptivo quien lo envió derecho al suelo con una cachetada. Luego golpeó a la niña y la sentó con violencia sobre su silla. Le señaló el rostro varias veces mientras continuaba desmereciéndola, y su hermano volvió a por ella.
El hombre no se permitía interrupciones, así que tomó al niño y lo llevó a rastras a donde las otras dos no pudieran verlos y lo castigó a puerta cerrada.
La niña gritó y lloró del otro lado de la puerta, lo que le resultó como castigo dos horas de encierro en un closet.
Cuando volvieron a verse, de noche antes de dormir, ambos se miraron con los ojos vacíos. Como si de a poco los eventos que vivían consumieran de sus jóvenes almas.
Él tenía el labio inferior partido, hinchado y rojo. Apenas podía abrir su ojo derecho y su párpado se había teñido de violeta oscuro. Tenía el cuerpo cubierto de moretones de muchos colores diferentes y el dolía un infierno la mandíbula. Del otro lado lo miraba ella, con los brazos marcados de rojo oscuro, el rostro seco de tanto llorar y la garganta herida, de tanto gritar.
Silenciosamente reunieron sus pocas pertenencias y más tarde esa misma noche escucharon como se desataba una nueva pelea entre sus padres adoptivos. Aprovecharon la conmoción para huir, escabulléndose por la ventana de su habitación. Se tomaron de la mano y caminaron por la calle hasta que la casa pintada de gris claro y de puertas y ventanas amarillas, no estuvo más a la vista.
La horrorosa escena de su vientre abierto al medio y el anciano removiendo sus órganos se volvió a repetir quince veces en esa semana. Si es que aún podía diferenciar cuántos días había pasado allí dentro.
Sentía asco cada vez que el bigote de ese anciano se sacudía, porque sabía a esa altura que se estaba sonriendo. Un odio empezó a crecer dentro de ella, al preguntarse por qué la torturaban y qué habían hecho con su hermano. La rabia la consumía cuando imaginaba que el destino de él haya sido peor. Ella ya no sabía lo que significaba la felicidad.
— Has sido una buena chica, número Dieciocho.
— No me llame así.
— Es que ese es tu nuevo nombre, ¿acaso tienes algún otro?
Ella abrió la boca pero de sus labios no salió réplica. Había olvidado su nombre y mucho peor, había olvidado el nombre de él. Entonces se dio cuenta de que sus recuerdos se estaban borrando poco a poco, ya no sabía qué fue de ella los últimos años.
— Un día te despertarás sin recuerdos de tu vida anterior, ese será el día en que hayas nacido por completo. Así sólo podrás concentrarte en tu misión y no te distraerás, te volverás más dócil y educada. Tú lo matarás, los matarás a todos.
La vida en la calle era más complicada de lo que esperaban, pero se hacían más fríos cada día que pasaban sobreviviendo. A medida que el tiempo transcurría, sus jóvenes mentes notaron el peligro que corría ella, se estaba volviendo una mujer terriblemente hermosa y no era fácil vivir en la calle y al mismo tiempo parecer indefensa.
Él le dijo una tarde que si debía aprender de los golpes, lo mejor sería aprender de los de él. Así que dedicaron buena parte del día en entrenar para que nadie más pudiera hacerles daño. Y resultaron ser más hábiles de lo que pensaban, resultaron ser más rápidos y astutos.
Los años pasaron rápido y de forma vertiginosa, sus robos fueron tornándose cada vez más audaces, y sus escapes cada vez más tormentosos. Pero habían perdido el miedo, habían perdido todo temor a las represalias que representaran sus actos, su sentido de la moral se esfumaba en cada plan, y si alguien salía herido durante un atraco, se trataba sólo de daño colateral. Habían perdido la humanidad.
— Tú y Diecisiete tienen sistemas inmunológicos parecidos. No han rechazado los implantes ni sustitutos que les instalé.
Ella lo miró con desconfianza.
— ¿Diecisiete?
— Ya se conocerán.
Sin saber, había encendido una ligera llama de esperanza. Sus recuerdos día a día se borraban y no quedaba más que el presente, la tortura, la incertidumbre.
Diecisiete, pensó. Tenía que ser esa persona que ella aún recordaba, tenía que ser él. Su único cable a tierra, su único compañero eterno. Su lazo infinito.
— Está bien, Doctor Gero —dijo después de pensar por un instante.
Por las pocas conversaciones que había sostenido con Gero, sabía que esperaba que ella se volviera más obediente. Así que decidió fingir, imitar una falsa sumisión y ver si de esa manera lograba verlo antes de convertirse completamente en lo que él deseaba que fuera.
Él la miró con una especie de orgullo y luego se marchó.
Habían planeado un atraco rutinario, nada fuera de lo común, una estación de servicio, su camioneta y un par de armas calibre 22. Cambiaron de radio en radio hasta que él encontró una de su agrado y se sonrió, apoyando un brazo sobre el marco de la ventana. Ella se pintaba los labios, mirándose en el espejo del acompañante. Cruzó los brazos y sintió la emoción recorrerla cuando se estacionaron junto al baño de la estación. Ambos bajaron y caminaron hasta el auto servicio, una vez dentro ella se probó unas gafas oscuras y se miró al espejo divertida, él tomó un pack de cervezas del refrigerador y unas papas fritas. Deambularon desinteresadamente, recorriendo con la vista las góndolas y de vez en cuando al joven cajero, que parecía recién estar saliendo de la pubertad.
Lo mismo de siempre, el mismo robo, cantidades similares de dinero y una huida limpia. Nada de qué preocuparse.
Él se acercó a la caja y ella lo siguió y luego se acomodó apoyando las manos en su mejilla, le guiñó un ojo al cajero que inmediatamente se puso nervioso y pasó por la lectora los códigos de sus compras.
— 57,95 —dijo con las mejillas coloradas.
El de cabello negro azabache esbozó una amplia sonrisa y sacó una pistola de su bolsillo. La apuntó directamente a la frente del muchacho, quien rápidamente levanto ambas manos y pidió por su vida.
Ella se rió.
— Qué cobarde.
— Toma lo que haya en la caja, apresúrate —le pidió su hermano y ella obedeció, vació la caja registradora y tomó una bolsa para llevar sus compras.
El sonido de una puerta abrirse se escuchó a un lado, un hombre de casi dos metros y piel oscura salía del baño. Traía puesto un gafete y un mameluco azul. Los miró a ambos y les apuntó con el dedo.
— ¡Oigan, ustedes! —les gritó y el hombre y el del arma le disparó, pero por fortuna él se anticipó y pudo cubrirse detrás un mostrador.
— Corre —le dijo a su hermana y ambos salieron disparados.
Atravesaron la puerta de vidrio y corrieron hasta la camioneta, escuchando detrás de sí los gritos del más alto.
El cabello de ella le estorbaba, pero se giró para ver a su hermano y le sonrió. Sentían que lo habían logrado.
Entonces escucharon el estridente sonido de una escopeta. Y la bala que había salido de ella y había atravesado el pecho del muchacho. Las cervezas cayeron al suelo y se reventaron dentro de la bolsa de compras, él escupió sangre y sus pupilas parecían a punto de desaparecer. Ella gritó y lo levantó, lo acomodó sobre su hombro y lo llevó hasta el asiento del acompañante, apuntando su pistola al que la apuntaba con una escopeta.
— ¡Desgraciado! —le gritó y disparó tres veces su arma.
Su hermano seguía escupiendo sangre y cada vez era más evidente que se estaba muriendo, pero ella insistiría hasta el último aliento.
Al volverse al asiento del conductor disparó otros tres tiros y abrió la puerta, entonces escuchó un segundo disparo de la escopeta y sintió como su estómago se prendía fuego, para luego sentir la sangre escurriéndose de ella y recorriendo sus piernas, como agua hirviendo. Se abrazó, disparó dos veces más y se subió a la camioneta. Con dificultad puso las llaves y arrancó, miró a su hermano y le gritó que tenía prohibido morirse, que no la podía abandonar, que se lo había prometido.
Él medio sonrió y la miró con ternura, ella no dejaba de llorar. Miró al frente y sintió que la herida la estaba consumiendo, que su vida, como la de su madre y ahora la de su hermano, se estaba apagando.
Y cerró los ojos.
Simuló sumisión por días, hasta casi creérsela ella misma. El doctor la felicitaba a diario y le explicaba las maravillas que dentro de poco podría hacer mientras que ella se dedicaba a planear diferentes formas de matarlo. Él estaba orgulloso del monstruo en el que la había convertido.
— Diecisiete y tú se complementarán de maravilla —le dijo, cuando estaba a punto de olvidar quién era él—, mañana se conocerán.
Trató de no emocionarse demasiado, rogando que no llegara nunca el día en el que perdiera lo poco que quedaba de sí misma. Sabía que ya no era humana y que él tampoco lo era. Había olvidado sus nombres, había olvidado quiénes eran y de dónde venían. Ya no sabía mucho de sí misma, más que el rencor que desarrollaba por ese hombre de bigote que la transformaba todos los días, un poco más, en un arma. Y a él, a ese que tenía sus mismos ojos.
— Ahora vas a descansar, Dieciocho —le dijo y luego de presionar unos botones en un panel, ella se durmió.
Al abrir los ojos se encontró en otro lugar, cubierta por un vidrio verdoso y aun sujeta por aparatos metálicos. Estaba vestida y la ropa le resultaba ligeramente familiar. Alzó la vista y los ojos de él se abrieron y después de unos segundos él le sonrió. Estaba del otro lado de la habitación, dentro de una capsula idéntica a la suya, detrás de un vidrio verdoso, sujeto de piernas y manos.
Ella también sonrió, de alguna forma aún podían recordar que siempre serían hermanos. Aunque el mundo entero se hubiera borrado.
— Diecisiete, te presento a Dieciocho… Dieciocho, te presento a Diecisiete, bienvenidos.
FIN
N/A: Siempre pensé que la vida de estos dos antes de ser androides debió ser tempestuosa. Espero que hayan disfrutado de mi oneshot, tal vez lo encontrarán un poco corto pero esto fue lo que me nació. Recuerden que sus comentarios también forman parte en este concurso y si les gustó me ayudarían (siempre y cuando comenten con su cuenta).
Un saludo y un abrazo grandísimo.
Los quiere, Nade.
