Y ahí estaba ella, parada bajo la noche más gris y opaca que había visto jamás. Los astros parecían cansados de brillar y la luna se escondía entre las densas nubes que se rehusaban a despejar el cielo olvidado.
Sora no entendía la actitud de aquel rubio que tenía en frente, no importaba cuánto intentaba descifrarlo. Tal vez era porque no parecía escuchar cada vez que le hablaba, o porque no parecía mirarla cada vez que posaba sus ojos celestes en ella. Todo en él la desconcertaba, todo ahí la desconcertaba: el silencio de las casas, el vacío de las calles y los misteriosos e incesantes murmullos del nostálgico viento.
—No entiendes nada, ¿cierto?—preguntó— La ausencia de color te confunde, no estás acostumbrada a ella.
Ella asintió en silencio, sintiendo el viento melancólico acariciar sus mejillas y desviando sus lágrimas.
—Supongo que cualquier cambio es difícil de asimilar—continuó mientras devolvía su mirada al cielo—. Pero una vez te acostumbres te darás cuenta que no necesitas azul, amarillo y rojo para crear colores.
¿Por qué nunca podía decir algo que ella pudiera entender? ¿Por qué siempre hablaba de forma tan enigmática y confusa?
—Entre el blanco y el negro hay un arco maravilloso, una gama de colores olvidado por nuestras mentes. Solo espera un tiempo, ya verás como entiendes lo que digo.
Yamato era opaco como el cielo y gris como las calles, y aún así ella se preguntaba si alguna vez él también hubiera estado lleno de color.
Y así, en su cabeza, Yamato se pintó de azul: un azul tan acogedor como el cielo y tan profundo como el mar.
Porque aunque no pudiera verlo en aquel lugar monocromático, Yamato era azul.
