Persecución
Summary: Lord Elrond y sus hijos se enfrentan al duelo del secuestro de Celebrían en manos de los orcos. Elladan y Elrohir se embarcarán en una peligrosa carrera por recuperar a su madre.
Descargo de responsabilidad: Los personajes y hechos en este escrito le pertenecen a J.R.R Tolkien (salvo algunos oc's menores). No hay ánimo lucrativo en esto, sólo lo hago por diversión.
Advertencias: clasificación T por violencia.
Capítulo I: La noticia
Las salas de la casa del Señor de Imladris se encontraban en un inquietante silencio. El murmullo del viento se había detenido y las hojas de los árboles se mantuvieron tranquilas.
Lord Elrond miraba a través de una enorme ventana con sus ojos puestos en las Montañas Nubladas, que se alzaban imponentes al sur de Rivendel. Su preocupación crecía a medida que la tarde caía; la pesadumbre del aire y algo del don de la previsión de sus antepasados le fueron suficientes para comprender que una sombra se cernía sobre la vida de su amada.
Celebrían había partido siete días antes en camino a Lothlórien, junto con veinte escoltas elfos, para reunirse con sus padres Celeborn y Galadriel a quienes había dejado de ver durante una larga temporada.
Eran tiempos de tranquilidad, si bien no de paz en su totalidad. Huestes de orcos y otras criaturas de Mordor deambulaban entre bosques y montañas, y una Sombra crecía en las profundidades del Bosque Negro. Pero Elrond fue incapaz de disuadir a su esposa de realizar el viaje. Pues poseía Celebrían un espíritu cuya audacia en ocasiones llegaba a imponerse por sobre la prudencia. Alegres eran sus ojos, que guardaban la luz de la juventud, pese a que en su vida ya contaba cientos de veranos.
La noche llegó antes de que Elrond saliera de su profunda concentración, cuando el ruido de fuertes pisadas irrumpió en sus pensamientos. Un elfo de cabellos plateados entró precipitadamente a la estancia.
—Celendil —habló Elrond aparentemente impávido—, ¿qué amargas noticias me traes?
—Mi Señor, Liënel ha aparecido y se encuentra herido.
Elrond tan sólo pudo asentir. Por un momento lo invadió la desorientación y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para seguir a Celendil hasta las Salas de Curación. Liënel era un joven elfo que acompañaba a Celebrían en su camino a Lothlórien y su repentina llegada, sumado a sus heridas, sólo podía significar una cosa.
En las Salas de Curación, Liënel se extendía inquieto en una de las camas. El trozo de una flecha a medio cortar se veía incrustado cerca de su hombro derecho. Había unas improvisadas vendas envueltas a lo largo de su torso y de una herida larga en su rostro fluía la sangre. Por fortuna, las heridas parecían ser sólo superficiales. Elrond se apresuró a dar órdenes a sus servidores, que llevaron a él aguas y hojas medicinales.
—Liënel —empezó a hablar Elrond, mientras trabajaba en romper sus vestiduras, pero el elfo rompió en un discurso atropellado, cubriéndose el rostro con las manos.
—¡Oh, mi Señor! —dijo en medio de un lamento—, ¡cuánto siento haberle fallado! No sé si haya perdón para mí de su parte, cuando ni siquiera encuentro el propio en mi corazón.
—Liënel —apaciguó Elrond—. Necesito que te tranquilices. Primero debo tratar tus heridas antes que cualquier cosa. Tómate un par de minutos para ordenar tus pensamientos.
Liënel tomó una respiración temblorosa y se tumbó tranquilo en la cama, parpadeando las lágrimas que se acumularon en sus ojos. Elrond pudo ver en su mirada el terror de recuerdos turbios, y necesitó de toda su voluntad para mantener su propia calma.
Cortó la túnica de Liënel y estudió la herida que rodeaba la flecha incrustada. No había signos de infección y la hemorragia no era seria.
—Respira hondo y prepárate —ordenó tomando la flecha entre sus manos. La sacó con un movimiento fluido que arrancó un grito de Liënel—. Es una herida limpia. No habrá complicaciones.
Pero Liënel parecía ignorar sus palabras. De sus ojos no se apartaba la luz del terror. A Elrond le tomó pocos minutos tratar el resto de las heridas, y cuando la sangre había sido totalmente limpiada, se dispuso a iniciar la difícil conversación.
—Ahora, Liënel, quiero que me hables con claridad sobre lo que ha sucedido.
El elfo respiró hondo y volvió sus ojos al Señor de Imladris.
—Sucedió cuatro días después de que partimos —empezó a hablar con forzosa calma—. El viaje fue tranquilo hasta entonces, pues ningún peligro había llegado a nosotros. Empezamos a cruzar las Montañas Nubladas sin problemas más allá del clima, pero los espíritus que allí moran nos obligaron a desviarnos. Fue una decisión muy peligrosa y lo comprobamos una vez un grupo de orcos nos sorprendió. Pero éstos eran fuertes, pesados y numerosos. Fue terrible, mi Señor.
Su voz se quebró en aquel momento y el llanto retenido hizo que sus hombros temblaran. Elrond lo miró inquieto. Necesitaba saber del destino de su esposa, pero el elfo frente a él, que apenas llegaba a la edad adulta, se veía tan frágil y desesperado que Elrond se esforzó por aguardar mientras continuaba.
—Un grito nos llamó entre la confusión de la batalla —continuó con voz temblorosa— y advertimos que la Señora Celebrían ya no aguardaba detrás de nuestras filas. Entonces vimos a un par de orcos que huían… y con ellos… llevaban a la Señora. ¡Ay, mi Señor, cuánto lo siento!
Liënel rompió en un llanto desesperado. Elrond sintió cómo sus sentidos se ralentizaban. Parecía haber perdido momentáneamente el entendimiento.
—Mi hermano, Leandhel —dijo Liënel en medio de sollozos—, ordenó a mí y a otros más de los que aún quedábamos en pie que siguiéramos a los orcos. Mis recuerdos son brumosos a partir de ahí, mi Señor. Llegaron más orcos… mi hermano cayó. Yo mismo creí morir cuando una flecha me atravesó y algo golpeó mi cabeza con fuerza. Caí inconsciente, y cuando desperté sólo vi muerte a mi alrededor. Cinco más quedaron con vida además de mí, pero sus heridas son más graves que las mías y sólo yo podría cabalgar rápidamente para traer las noticias.
Sólo hasta que sintió que Celendil tomaba su brazo con suavidad y lo ayudaba a apoyarse en un asiento, Elrond recuperó la consciencia de sus movimientos. Las palabras de Liënel se arremolinaban en su mente; crearon torbellinos envueltos en una bruma espesa y oscura, de terror y desesperación. Sintió sus manos frías, y al ponerlas frente a su rostro le tomó varios segundos definir el contorno de sus dedos y enfocar debidamente. A través del letargo, pudo ver que sus hijos varones acababan de entrar en la habitación.
—Padre, nos informaron que… —Elladan se detuvo mirando de un lado a otro, alternando su vista entre Liënel, que lloraba suavemente tendido en la cama, y Elrond, que parecía ajeno a lo que sucedía a su alrededor.
—No… —escuchó Elrond que murmuraba Elrohir, atando cabos en su mente—, ¡Padre, no!
Ambos corrieron rápidamente hasta quedar frente a la silla en la que se había sentado, cayendo de rodillas. Elrond los miró con gravedad. Sus rostros de repente cobraban la juventud de tiempos pasados, cuando sus mayores temores no iban más allá de las fuertes tormentas y las criaturas de los jardines. En sus ojos se dibujaba la angustia de un niño que reclama la presencia de su madre.
—¿Ha muerto? —pidió Elladan con voz trémula.
—Se la han llevado —dijo Elrond tomando las manos de sus hijos entre las suyas—. Su compañía fue asaltada por orcos en las Montañas Nubladas. Sólo Liënel y otros pocos sobrevivieron. No pudieron evitar que los orcos la tomaran.
Elrond vio la rabia crispar los rostros de sus hijos. Se pararon de un salto.
—¡Entonces debemos ir allí ahora mismo! —dijo Elladan con decisión.
—No es el momento de tomar esa decisión, hijo mío —repuso Elrond—. El amanecer tardará algunas horas más en llegar.
El desconcierto atravesó el rostro de los gemelos.
—¿Lo dices enserio, Padre? —habló Elrohir— ¿Cuándo será el momento, si no ahora? ¿Cuando la hayan asesinado? ¡Debes enviar ahora mismo a todos tus hombres a rescatarla!
Elrond mantuvo su voz tranquila pero firme.
—No podemos actuar precipitadamente —dijo mirando a ambos hijos—. Por supuesto actuaremos cuanto antes, pero primero será menester organizar un plan.
—¡Mientras tú organizas un plan de rescate, esas malditas criaturas planean múltiples formas de torturarla! —bramó Elladan, que por primera vez en muchos años hablaba de tal manera a su padre. La rabia lo nublaba.
—Ya he tomado mi decisión. Ni ustedes ni ninguno de mis hombres irá en una empresa atropellada, arriesgando más vidas. ¿Acaso no es suficiente con las que hemos perdido hoy?
—Será suficiente cualquier número de muertes si con eso recuperamos a nuestra madre —sentenció Elladan.
—¿Escuchas, acaso, tus propias palabras, hijo mío? —dijo Elrond mirándolo con tristeza—. Sé que el dolor te puede desconcertar, pero no puedes permitirle impulsarte a la locura. Ya he tomado mi decisión, hijos míos, y como su padre y Señor les exijo obediencia.
Elladan quiso seguir discutiendo, pero Elrond lo detuvo con una mirada. Finalmente, ambos se inclinaron ante su padre y dejaron la habitación.
Las plantas curativas ya habían llevado a Liënel a un profundo sueño. La estancia quedó en silencio. Celendil y otros servidores se habían mantenido en respetuosa reserva mientras Elrond tenía aquella discusión con sus hijos. Pasaron algunos minutos hasta que la llegada de los sobrevivientes restantes fue anunciada. Entre las heridas se contaban múltiples fracturas y laceraciones. Uno de los elfos había sufrido una conmoción cerebral. Pero Elrond juzgó que las heridas no comprometerían sus vidas. Finalmente, les habló ordenando discreción sobre lo ocurrido.
—No quiero que el pánico y el dolor atraviesen a Imladris en esta noche —decretó con firmeza—. Mañana me encargaré de anunciar los hechos. Por ahora, descansen.
Marchó con dirección a las habitaciones principales. Pasó de largo por los cuartos de sus hijos, reconociendo con dolor que en un par de horas debía informar a Arwen del estado de su madre.
Sus pensamientos vagaron en torno a la imagen de su esposa. De repente, su rostro parecía un recuerdo lejano, y Elrond pidió a los Valar, desde lo más profundo de su alma, que pudiera volver a encontrarse con la luz de los ojos de Celebrían.
