Esta demás decir que InuYasha no me pertenece, es del genial Rumiko Takahashi.
El cielo estaba claro aquella noche, la luz de la luna iluminaba la pequeña aldea y el suelo del bosque era una mezcla de luces y sombras, de figuras imaginarias danzando al compás del viento.
InuYasha, observaba aquel lejano espectáculo en silencio, perdido en sus propios recuerdos. El sonido de tenues pasos, le hizo apartar la vista para fijarla en la muchacha que se acercaba con lentitud hacia donde estaba él.
— ¿La extrañas? — preguntó Kagome con voz tranquila y nostálgica, sentándose al lado de InuYasha bajo el árbol preferido de éste.
No era necesario que ella le aclarase por quien preguntaba, él sabía que se refería a su madre. Por unos segundos pensó en responderle pero en seguida cambio de opinión. Aquella niña entrometida no era quien para intentar sonsacarle, lo que él consideraba, su propia debilidad. Se removió incomodo y lleno de frustración, preparado para alejarse de ella.
— ¡Podrías ocuparte de tus propios asuntos! —atajó molesto la pregunta, mientras el recuerdo del rostro de su madre inundaba su mente y llenaba su corazón de una calidez embriagadora y al mismo tiempo dolorosa. Todo era tan distinto en esa época, tan sencillo… cualquier problema se podía olvidar en el abrazo cálido y en la sencilla promesa de la voz maternal, ahora no quedaba nada de todo aquello.
Kagome se encogió de hombros, mas no se dejo amedrentar. No se levantó y tampoco permitió que él lo hiciera, inmovilizándolo con su propia mirada clavada en aquellos ojos del color del ámbar; permaneció inmóvil a su lado pensando en la manera de consolar a aquel corazón que era la mitad de un humano y la otra mitad de una bestia. Bajo su tacto, podía sentir el calor del hogar.
—Siempre estará contigo… en tus recuerdos —fue lo único que atinó a decir en un murmullo, mientras posaba su mano sobre la de él.
El cuerpo de InuYasha se estremeció y no era debido a la temperatura de la noche. Podía sentir la calidez de aquella pequeña mano sobre la suya, el latir acompasado del corazón de Kagome y la sinceridad de su alma. Bajo su tacto, podía sentir el calor del hogar.
Y así por unos segundos, bajo el cielo estrellado de aquella pequeña aldea; su mente y su alma olvidaron quien era, o mejor dicho, él olvido lo que era.
