Hola, esta es mi primera adaptación (que nervios), es de uno de mis libros favoritos del mismo nombre que el fic, espero que sea de su total agrado.

Antes que nada debo comunicarles que las edades de Sesshomaru y Inuyasha serán cambiadas, pasando este último a ser el mayor.

Sin nada más que decirles, les dejo el primer capitulo.

1

La velada de la señora Kaede Delacroix fue un éxito. A pesar del frío viento invernal que

azotaba las galerías exteriores de la mansión, la creme de la creme del St. Martinville

había aceptado la invitación distribuida por su mozo de cuadra. Luciendo terciopelos y

brocados, rasos y sedas, los invitados se habían apiñado en los carruajes para acudir a su

casa por los caminos fangosos y blanqueados por árboles cubiertos de musgo.

No eran los bellos ojos de la anfitriona lo que les atraía, eso lo sabía bien madame, sino

la perspectiva de una primicia. A pesar de que habían pasado más de diecisiete años desde

que los franceses de Luisiana sé convirtieran en americanos, y a pesar de que habían

gozado de la gloria de la Francia republicana mientras duro, sentían cierta fascinación

por la realeza. ¿Acaso no se seguía conociendo su pequeño pueblo como El pequeño

Paris? ¿ Y no eran muchos de ellos aristócratas emigrado, o hijos de la nobleza que habían

huido del terror treinta y tantos años antes? Todavía había entre ellos quienes

recordaban el estrépito de las carretas que conducían a los condenados y la hoja

centelleante de madame Guillotine.

Sin duda el príncipe que acababa de incorporarse a su círculo procedía de algún

reino balcánico del que apenas había oído hablar nadie. No obstante, la realeza es la

realeza. Era muy improbable, claro está, que el príncipe hiciera acto de presencia

esa noche. ¡Dios mío!, La señora Delacroix hubiera enviado pregoneros para gritarlo

a los cuatro vientos si se diera el caso. Aun así, se podía bailar, comer y beber; madame

era famosa por sus cenas. Y tal vez algunos de los presentes hubiera visto al personaje

real por el pueblo, o algún criado que conociera a los esclavos negros de la Pequeño Versalles, la plantación del señor de la Mioga Chaise, donde se alojaba el príncipe.

La música de violín, trompa y pianoforte era alegre, la danza ágil y la

conversación, consistente en chismes y temas de interés común para las familias de

la zona, estrechamente emparentadas, resultaba suave y a la vez prudente, puesto que

debía ponerse gran cuidado en no ofender. Un fuego vivaz ardía en las chimeneas, en ambos extremos, calentando la larga sala con colgaduras de seda que se conseguía

abriendo de par en par las puertas entre la grande sala y la pequeña sala. El aire estaba

impregnado de un leve olor a humo, de la mezcolanza de perfumes que usaban las

damas y de la fragancia boscosa de las relucientes serpentinas verdes de zarzaparrilla

que se habían utilizado para decorar manteles y puertas. El suelo pulido y brillante

reflejaba el resplandor de las arañas y de los vestidos de suaves colores de las damas.

Los bailarines se deslizaban de un lado a otro, las voces se alzaban y callaban, las

mujeres sonreían y los hombres se inclinaban.

Una de aquellas personas no compartía la placentera excitación reinante. Kagome Higurashi se mantenía al margen, con los labios finamente contorneados torcidos en una

sonrisa mecánica. El resplandor de las bujías sacaba destellos de sus sedosos cabellos

azabaches que llevaba peinados en alto con rizos sueltos a la Belle, hacia brillar su piel

inmaculada y dotaba a los pequeños puntos cobrizos de las profundidades de sus ojos

zafiros de fulgores misteriosos, casi furtivos. No le preocupaba el efecto que

causaba con su virginal vestido blanco al estilo griego. Lamentaba no haber podido

rehuir aquella velada.

Su tía, la señora Izazoy De Buys, había dicho que su actitud era estúpida. Nada hubiera

podido parecer más extraño ni provocar más comentarios que su ausencia. Además,

asistir a una velada de Kaede Delacroix era una oportunidad para enterarse de cuanto

pudieran sobre aquel príncipe antes de que él las buscara. Era mejor conocer al enemigo.

La tía Tenía razón, por supuesto, y alrededor de Kagome no parecía haber nada

en la cháchara y las risas afables que incitara a la preocupación. Sin embargo, Kagome

no estaba tranquila.

-Esta muy callada esta noche, mi querida.

Kagome alzo la vista con una sonrisa en los ojos. A su lado se hallaba un joven serio

de cabellos oscuros y con un bigote recortado sobre los labios carnosos. Era el hijo de la

anfitriona.

-Lo sé. Tiene que perdonarme, Koga. Tengo... tengo un ligero dolor de cabeza.

-¿Por qué no lo ha dicho antes? Podríamos haber renunciado a nuestro baile. A mí me

hubiera hecho igualmente feliz sentarme aquí con usted. No soy de los que necesitan

un entretenimiento continuo. -Koga la miraba con una cálida expresión de inquietud

y un leve rubor tenía su tez cetrina.

-Le conozco muy bien -dijo Kagome con tono burlón, meneando la cabeza-.

¡Es usted tan alocado y disoluto que estoy segura de que pensará que sentarse durante

un baile es lo más aburrido del mundo!

-Y yo estoy seguro de que si fuera tan disoluto usted no bailaría jamás conmigo.

Un carácter semejante debe de disgustar a una mujer sensible.

-¡Que poco nos conoce! -replicó ella.

-A usted la conozco de sobra, creo, o debería, ya que prácticamente la he visto

nacer. -Al ver que Kagome se limitaba a sonreír, Koga prosiguió-. ¿Tiene

intención su tía de irse a Nueva Orleáns para la temporada de visita este año?

-No estoy segura. No se ha hecho preparativo alguno.

-Me aburriré sin usted, aunque ella suele tenerla muy bien guardada. Si no va

usted prefiero quedarme en la plantación.

-Sí -declaró ella-, ¡para mirar como brota su preciosa caña de azúcar!

-La caña es la cosecha del futuro, fíjese en lo que le digo. El índigo está muerto.

Las plagas han acabado con él y...

-¡Escuche! -Kagome le interrumpió sin miramientos.

-Yo no oigo nada.

-Me ha parecido oír caballos acercándose por el camino.

-¿Quién va a venir a estas horas? Es casi la hora de la cena.

Koga miró hacia las ventanas de la sala. Nada se veía salvo el reflejo de los bailarines

a la luz de las bujías.

-Debo de haberme equivocado -dijo Kagome, alejándose.

No, estaba en lo cierto. Instantes después oyeron el sonido de botas en la galería. Una

corriente de aire hizo vacilar la llama de doscientas bujías cuando se abrió la puerta.

Los colgantes de las arañas tintinearon con frialdad cristalina. Las cabezas se

volvieron, las jóvenes contuvieron la respiración y equivocaron el paso de la cuadrilla

que estaban bailando. Los hombres intercambiaron miradas con una rígida expresión en

el rostro. Las viudas y solteronas alineadas contra la pared, con sus gorros de encaje,

dejaron de hablar y clavaron la mirada en la puerta. Al acallarse las voces se oyó con

fuerza el arrastrar de los pies y los suaves compases de la mística.

La luz de las bujías se reflejó en los hombros de Kagome cuando esta se volvió para

lanzar una mirada de alarma a su tía. La señora de Buys no se dio cuenta. La gruesa

mujer de cabellos oscuros se hallaba sentada, erguida, aferrando con ambas manos el

delicado mango de marfil de su abanico. La nariz prominente y el pronunciado labio

superior le daban un aspecto de perpetuo desdén. Su negra mirada estaba fija en el

hombre que había aparecido en el vano de la puerta.

El mayordomo con librea de la señora Delacroix se hizo a un lado, hinchando el pecho

para el anuncio que estaba a punto de vocear.

-Su alteza real el príncipe de Rutenia, Bran duque de Auchenstein, conde Íaulken,

marques de Villiot, barón...

El príncipe alzo una mano enguantada de ante blanco cortando en seco el recital de sus

títulos. Fue un gesto natural, que implicaba una confianza absoluta en la obediencia

instantánea. Avanzó; era una figura dominante. Las suaves ondas plateadas de sus

cabellos esculpían su cabeza. Vestía uniforme de un blanco resplandeciente con

charreteras doradas, cordón arrollado y adornado con borlas sobre un hombro, y botones

dorados que sujetaban las bandas azul celeste terminadas en lazos dorados que le cruzaban

el amplio pecho. Una cruz esmaltada y enjoyada de alguna orden centelleaba sobre su

corazón y piedras preciosas lanzaban prismas de fuego desde la empuñadura de la

espalda, que colgaba grácilmente junto a la franja dorada de su pantalón. La ventaja de su

alta estatura le permitió recorrer la sala con una mirada indiferente de sus ojos dorados

que brillaban bajo unas gruesas pestañas de color miel sin perder detalle.

Tras él apareció otro hombre, y luego otro, hasta quedar flanqueado por un

séquito de cinco guardias uniformados. Los encabezaba un hombre mayor de

facciones desiguales y pelo muy corto entre rubio y gris. Llevaba un parche sobre un

ojo y tenía el porte de un prusiano. A su espalda había otro hombre, tan alto y fornido

como el príncipe, aunque algo más gordo y con una peculiar cicatriz en forma de

media luna en una comisura de la boca. Le seguía un individuo delgado con aire

desenvuelto, facciones aquilinas y el cabello negro echado hacia adelante. Finalmente,

había un par de gemelos con rizos castaños sobre la frente, idénticos ojos color avellana

y la misma postura, la mano izquierda sobre la empuñadura de la espada y las piernas

separadas.

Avanzaron como una falange, relucientes por los galones y demás adornos de sus

uniformes, con movimientos tan precisos como si deshilaran. Era un cuadro magnífico,

tan fuera de lugar en el pequeño salón de baile de la señora Delacroix como una

bandada de pavos reales en un palomar.

La música cesó. Los bailarines se detuvieron y permanecieron inmóviles. La dueña

de la casa, luciendo un vestido de terciopelo rosa con una banda de tafetán rosa bajo la

alta cintura estilo imperio, se apresuró a acercarse y dijo con voz entrecortada,

haciendo una profunda reverencia:

-Bienvenido a esta casa, y a Luisiana, alteza. ¡Nos hace... un gran honor! De

haberlo sabido, si hubiéramos imaginado...

-Tengo el placer de dirigirme a mi anfitriona, supongo -dijo el príncipe. Le tomó

la mano y se inclinó; sus labios nítidamente formados dibujaban una sonrisa

absolutamente encantadora.

-Si... desde luego, alteza.

-El señor de la Chaise, que ha tenido la gran gentileza de darnos alojamiento a

mis hombres y a mí durante nuestra visita a su agradable comunidad, nos ha dado

a entender que a usted no le desagradaría que la visitásemos esta noche. Si se

equivocaba, si somos una molestia, sólo tiene que decirlo y nos marcharemos.

-¡Oh, no! Estamos encantados de que usted y sus amigos hayan condescendido a...a venir a vernos. Habíamos oído hablar de su llegada como invitado del señor de la Chaise, pero no contábamos con...

-Agradezco profundamente su gentileza, señora -dijo el príncipe, inclinando la

cabeza en un gesto que evidenciaba su deseo de cortar la conversación-. En justicia

su nombre ha de ser clemencia.

Unas arrugas afearon la frente de la mujer.

-Como quiera, alteza, pero me he llamado Kaede desde que nací. Y ahora, si

todavía desea, permítame presentarle a mi marido.

Los rasgos del príncipe Sesshomaru de Rutenia expresaron una diversión cálida y

vibrante, que se desvaneció al instante cuando se volvió hacia el señor Delacroix. Solo a medias prestaba atención a las fórmulas de cortesía mientras inspeccionaba la sala una

vez más.

Kagome se las había apañado para quedar cerca de su tía al acabar la música. Cuando

su pareja se inclinó y se fue, Kagome se acercó a la silla de su vieja tía.

-Tía Izazoy -le dijo en voz baja-, ¿qué vamos a hacer?

-Nada -fue la distante respuesta-. No puede saber que Kikyo está aquí.

Sencillamente está husmeando en busca de un rastro.

-Entonces debe tener una suerte increíble para haberse acercado tanto -replicó

Kagome con cierta aspereza.

-Ha venido porque sabe que mi Kikyo nació en St. Martinville, nada más.

-¿Y ha recorrido medio mundo sólo por la remota posibilidad de que Kikyo haya podido acabar refugiándose aquí?

-¡No seas insolente! Kagome, no me gusta oírte hablar de mi querida hija, tu

prima, como si fuera una zorra a la que dan caza. No lo tolerare, ¿me oyes? Y

sonríe, por amor del buen Dios, está mirando hacia aquí!

Era cierto. La diversión se había borrado del rostro del príncipe, dejando en él una

expresión tensa y dura mientras miraba fijamente a Kagome. Su rostro reflejaba furia

y una voluntad implacable y amenazante. Kagome permaneció inmóvil, helada la

sangre en sus venas, incapaz de apartar la vista. Segundos después el príncipe se daba

la vuelta y procedía a presentar a los hombres que lo acompañaban a su anfitriona.

Kagome inspiró y luego dejó escapar el aire lentamente. No solía dejarse llevar por

los nervios. La culpa la tenía el ajetreo del día y la noche en blanco que lo había

precedido, por no hablar del humor irritable de su tía. Todo andaba revuelto desde que Kikyo había aparecido dos noches antes afirmando que su vida corría peligro y

exigiendo que la ocultaran.

Kikyo, la de los cabellos de intenso color Azabaches y los ojos azules, el mayor

orgullo y alegría de su madre. Con cuantas expectativas había sido enviada a París tres

años antes. Durante un año había vivido en casa de una prima lejana para pulir su

educación y luego, a los diecisiete años, había sido lanzada al haut monde. Como la

había echado de menos tía Izazoy, conque arrobo había leído las cartas en las que su

hija le hablaba de bailes, fiestas y veladas, de billet doux y de poemas dedicados a las

cejas de Kikyo o a la blancura de su cuello. Cuántos ahorros se habían realizado

para que Kikyo pudiera disponer de un nuevo vestido o de cintas nuevas para su gran

manguito de pieles. Nada había podido igualarse a la alegría que experimentó la

señora de Buys al enterarse de que a su hija le hacía la corte el heredero del trono de

uno de los pequeños pero prósperos reinos balcánicos. Una invitación para visitar ese

palacio había exigido una frugalidad aun mayor para encargar un guardarropa

apropiado para la futura novia de un príncipe. El viaje se había emprendido y Kikyo informó de su llegada, sana y salva. En más de una ocasión se había oído a la señora

de Buys susurrar por encima de su labor de costura: « Princesa Kikyo, princesa

Kikyo...

Después las cartas extasiadas se habían ido espaciando y cada vez contaban menos

cosas. Finalmente la correspondencia había cesado por completo. Tras varias semanas de

silencio, Kikyo había regresado en secreto con los ojos hundidos, frenética, afirmando

que Inuyasha de Rutenia había muerto, que le había pegado un tiro la misma mano

que había intentado matarla a ella para aparentar un acto de asesinato y suicidio. Kikyo

había permanecido inconsciente después de que la bala la rozara, y al volver en sí y

encontrar a Inu muerto junto a ella, había huido a Francia con premura incitada por la

desesperación. Allí había vendido unos cuantos regalos de Inuyasha para conseguir

el dinero con que llegar a Le Havre. En este puerto se había embarcado con destino a

Luisiana, temiendo siempre que la persiguiera el enemigo de Inuyasha, su hermano,

el hombre que se había convertido en presunto heredero.

Y ahora ese hermano se encontraba allí; inclinándose ante Kagome, que daba un

respingo.

-Querida mía -decía Kaede Delacroix-, no huya. El príncipe ha expresado el

deseo de ser presentado a usted.