¡Estoy de regreso! Resulta que la universidad no es tan buena como dicen... ¿quién la necesita? El caso es que he vuelto con una nueva historia a pesar de que no he terminado la que tengo pendiente (La mente de Espiráculo). Como sea, la premisa de esta historia en serio me tiene muy emocionada y creo que se trata de uno de mis mejores trabajos. Además, ¡necesita haber más historias que se centren en Rico! El pobre pingüino es bastante ignorado en mis historias. En esta historia he profundizado en su personaje a consciencia, espero que sea de su agrado, porque del mío lo es ;)


Kaboom: La Explosión dentro de la Cabeza de Rico


Fuego. Miedo. Destrucción. Caos. ¡BOOM!

Era perfecto. Era hermoso. La hermosura que sólo una explosión como la que acaba de provocar podía alcanzar. Había partes metálicas volando por el aire, cayendo del cielo como una lluvia torrencial. Y la lluvia no paraba. Una gruesa capa de humo cubría la atmósfera, y el pingüino la respiraba agradecido del espectáculo que le brindaba esta explosión.

Rico. Rico.

El hechizo fue interrumpido por un grito que el pingüino catalogó como molesto.

-¡Rico! –Finalmente apartó la mirada del maravilloso desastre y colocó sus ojos sobre el rostro iracundo de su oficial al mando. Lo odiaba a veces; no lo dejaba disfrutar de su mayor pasión. Sólo lo reprimía.- ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?

Una vez más volvió a mirar lo que la explosión había causado. Sólo quedaban pocas partes achicharradas de lo que una vez había sido un vehículo rosa y floreado. Recordaba el momento perfectamente. La idea había parecido tan buena en el momento. No. En alguna parte dentro de sí –la que aún conservaba un atisbo de razón– sabía que no era una buena idea. Mucho menos era seguro. Pero la promesa de lo divertido y emocionante que sería vencía todo eso.

-¡Acabas de hacer explotar nuestro auto, soldado!

Rico sonrió ligeramente y sus ojos adoptaron una expresión soñadora.

Sí, lo recordaba muy bien. El tubo de escape soltaba más humo de lo usual. Tal vez esto era lo que había activado su instinto natural hacia las explosiones. En otras circunstancias, jamás habría pensado en provocar una explosión que pusiera en riesgo al equipo. Pero esta vez apenas lo había pensado cuando regurgitó un cartucho de dinamita y lo atascó dentro del tubo de escape. Al arrancarlo, el auto había hecho kaboom.

Era un milagro que aún estuvieran vivos. Aún más que eso: estaban ilesos.

Rico había ocasionado probablemente una de las mejores explosiones en toda su vida pero aún así… algo no terminaba de sentirse bien. Las palabras de su líder rápidamente hicieron que este sentimiento quedara hecho a un lado.

-¡No te distraigas cuando te estoy gritando! ¡Y quita esa sonrisa de tu pico!

Rico gruñó en voz baja. Detrás de él, Kowalski y Cabo todavía se abrazaban uno al otro. Recordaba sus caras cuando la explosión había tenido lugar. ¡Fueron tan divertidas! Aún así, Rico no terminaba de entender por qué estaban tan aterrados de las explosiones. Todos deberían amarlas.

Pero no le importaba mucho. Una de las partes que adoraba de las explosiones era el miedo que provocaba en todos en general. Algo a lo que él era inmune.

Mientras pensaba en estas cosas, la paciencia de Skipper se agotó y lo abofeteó. Fuerte. Rico escupió antes de devolver su cara a la posición en la que estaba antes. Los ojos del pingüino más bajo estaban rojos de furia.

-Skipper –intervino uno de sus compañeros de equipo detrás de él: Kowalski. Éste caminó dentro de su campo de visión.- Me temo que Rico ha alcanzado su punto de inflexión con su amor por las explosiones.

Rico frunció el ceño profundamente. No le gustaba que el científico pusiera etiquetas sobre su pasión por las explosiones. Era algo que su cerebro –por grande y desarrollado que fuera– no era capaz de entender. No importa si creía que sí.

-Explícate, soldado –ordenó Skipper de inmediato.

-Digo que no hemos hecho un buen trabajo en contener los impulsos destructivos de Rico bajo control. Le hemos dado demasiada libertad sobre la forma en que ejecuta sus explosiones en casi cualquier situación y esto ha ocasionado que las provoque imprudentemente y sin la menor consideración hacia los que están a su alrededor. Incluso si somos nosotros.

-Espera un minuto –dijo Cabo de repente, pero nadie lo tomó en cuenta.

-¿Estás sugiriendo lo que creo? –preguntó Skipper sin mucha confianza.

Rico paseó la mirada de Skipper hacia Kowalski con desconfianza.

-Cero dinamita. Cero bombas. Cero explosiones. Cero kaboom. Es justo lo que Rico necesita.

¡No! No iban a llevarse su amor por los explosivos. No iban a negarle las explosiones. Dio un paso al frente, listo para dejarle en claro al científico del equipo lo que pensaba de su plan cuando Skipper se metió en medio y le pasó una aleta por el pecho para retenerlo.

-¿Escuchaste eso, Rico? Nada de explosiones hasta que aprendas a controlarte. Y eso es una orden, soldado.

Esa misma tarde, Skipper y el equipo despojaron a Rico de cada explosivo que poseía. Convirtieron el cuartel en un lugar a salvo de dinamita, de bombas, de granadas. Incluso el interior de Rico estaba vacío de éstos. El pingüino sólo pudo observar mientras sus compañeros se llevaban todos los explosivos lejos de él. Requirió de gran esfuerzo contenerse para no arremeter en contra de Skipper y arrebatarle las bombas que cargaba y detonarlas ahí mismo. Al final, había logrado reprimir las voces insistentes dentro de su cabeza que lo seducían a cometer una locura que produciría mucho daño. Pero, ¿por cuánto tiempo?

-Demuéstrame que puedes controlarte y vivir sin explosivos por una semana, compañero. Y después te devolveremos todo esto.

-¡¿Una zemana?! –Exclamó el pingüino escandalizado. ¡Eso era ridículo! Más que eso: era peligroso. Y Rico comenzaba a temer qué pasaría cuando ya no fuera capaz de controlarse por más tiempo. Vio a Skipper, luego a Kowalski, y por último a Cabo. No quería que ninguno de ellos saliera perjudicado por el poco autocontrol que poseía. Pero sabía que algo malo iba a ocurrir. Y muy pronto.

Hazlo ya. Hazlos volar. Skipper no es tan inteligente. Apuesto a que escondió los explosivos en el lugar más obvio que puedas imaginar.

Meneó la cabeza de un lado a otro. Intentando empujar esa voz siniestra al fondo de su mente. No la escucharía. Se las había arreglado para ignorarla por años; esa voz que lo incitaba a hacer daño usando su amor por las explosiones como un conducto; y no iba a empezar a hacerle caso ahora.

Nunca has estado sin explosivos una semana.

Rico lo sabía. Hace unos minutos que Skipper se había llevado el último explosivo y él sólo podía pensar en hacer volar algo.

Se dijo a sí mismo que encontraría una forma de controlarse. No sólo amaba los explosivos. También amaba la destrucción, y no se necesitaba una explosión para hacer pedazos algo.

Más tarde ese día, hizo añicos el trono del rey Julien valiéndose de un simple mazo de madera. Disfrutó con la reacción del lémur y a su capitán no pareció molestarle lo que hizo. Al contrario; nunca lo había visto más feliz. Pero aún así no era suficiente para mantener sus instintos destructivos en paz.

Las partes del trono habían quedado reducidas a añicos, pero no se comparaba en nada con verlas volar por los aires y caer cubiertas de fuego.

Esa noche, reflexionó en lo que había dicho la voz en el interior de su cabeza. Era cierto: sabía donde había escondido Skipper sus explosivos. Sólo una pequeña, diminuta explosión.

¿Por qué no mejor una GRANDE?

¡No! Una pequeña sería suficiente.

Cuando sus compañeros se habían dormido, dejó el cuartel y se dirigió a la bodega del zoológico. El espacio en el que normalmente estacionaban su auto –que ahora gracias a él no era más que escombros que formaban parte de la basura– estaba ahora ocupado por al menos una tonelada de los explosivos confiscados. Faltaban algunos, pero sólo por la falta de espacio. Rico sabía que Skipper no se atrevería a deshacerse de ellos. Pero con estos sería suficiente.

Regurgitó un cerillo, extrañamente ya encendido a pesar de haber estado en el interior de su estómago. La llama se extendía rápidamente por la madera. La observó durante un rato, reconsiderando lo que estaba por hacer. Desplazó su vista de la llama hacia la pila de cartuchos de dinamita. Ésta iba a ser grande. Acercó su aleta temblorosa lentamente a la mecha de uno de los cartuchos.

-¡Rico!

Skipper estaba allí para detenerlo, por suerte. El capitán conocía muy bien a su experto en armas, y sabía que las palabras no bastarían para detenerlo. Actuó rápidamente y tomó la aleta de su soldado que sujetaba el cigarrillo encendido. Sopló y la llama se apagó, después torció la aleta del pingüino hasta que éste soltó un quejido y dejó caer el cerillo apagado.

No había habido mayor daño. Rico suspiró en su mente y vio a su capitán con ojos agradecidos. Skipper siempre estaba ahí para impedir que cometiera un acto malo, para ayudarlo a ser bueno. El líder pasó su aleta alrededor de los hombros de su inestable soldado y lo dirigió de vuelta al cuartel. Rico sólo miró encima de su hombro la pila de explosivos que estaban dejando atrás.

-Sé que esto es difícil para ti, Rico –dijo Skipper con una voz suave.- Me culpo a mí mismo en parte por haber dejado los explosivos en un lugar tan obvio. Los cambiaré de lugar para que no tengas esa tentación tan cerca de ti.

¡NOO!

Los ojos de Rico se expandieron con horror. No creía ser capaz de controlarse si no sabía que los explosivos estaban allí. Esperándolo. ¿Qué tal si ahora Skipper decidía deshacerse de ellos en definitiva?

-Recuerda, Rico: sólo una semana. Demuéstrame que puedes tolerar una semana sin explosivos.

La verdad era que no podía. Ahora lo sabía con certeza. Él era una bomba con patas, cuyo cronómetro se había atascado hace años, pero ahora había vuelto a andar en cuenta regresiva desde esta mañana. Sólo que cuando explotara, no se sabía qué podía pasar.

Sólo una cosa era segura. Habría destrucción.