Bueno, como las películas ya se acabaron y no es secreto que yo shipeo el Leodora... he aquí mi fic para fangirlear. Cuando vi a Leo transformarse en el Charro Negro aunque fuera por un ratito, dije, "tengo que hacer un AU".
Un pacto por Salud
Teodora era una niña que a sus doce años, lo tenía todo: dinero, belleza, y aunque a veces su actitud de niña rica lo disimulara, un buen corazón. Tenía la suerte también de tener amigos verdaderos y por si fuera poco, un don del que casi nadie sabía: el poder de ver, tocar y poder hablar con lo sobre natural.
Desde luego, no era de extrañar que Teodora era una niña muy especial, sin embargo, precisamente porque era una niña especial fue por lo que solamente ella se pudo meter en semejante situación. Sólo alguien que desea con todo su corazón una buena intensión que el dinero no puede comprar y que cree en lo sobrenatural pudo haber viajado desde el norte hasta Puebla en busca de un mito para hacer el trato más peligroso que un mortal podía hacer.
— Teodora, aún no es tarde. Aún puedes echarte pa'atrás, — dijo Alebrije, temblando entre Don Andrés y Evaristo. — Nadie te va a juzgar si te rajas.
— Especialmente porque está muy tétrica esta vereda, — añadió Don Andrés, mirando alrededor y percatándose de que no había absolutamente nadie en la calle. Hacía algunos minutos que habían dejado el centro del pueblo y ahora se encontraban adentrándose hacia las afueras, donde el camino era de tierra y el alumbrado era inexistente. Había neblina y solo podían ver gracias a la lámpara de aceite que Teodora llevaba en la mano. A lo lejos, ululó un búho.
La niña se envolvió mejor en el chal y se tragó el miedo.
— No me voy a echar para atrás, — declaró con firmeza. Había ido ahí con un propósito y lo iba a llevar a cabo. — Si tanto miedo tienen, se hubieran quedado en la posada con Finado y Moribunda.
Después de eso, nadie dijo nada más, y siguieron caminando hasta que el pueblo quedó casi fuera de su vista. Teodora se mordió el labio al mirarlo a lo lejos, debatiéndose si seguir un poco más o regresar.
— Relaja tus chacras, — la consoló Evaristo poniéndole una mano en el hombro. — Lo podemos intentar otra vez mañana.
Teodora suspiró, le sonrió levemente a su amigo y todos se pusieron en marcha de vuelta al pueblo.
Tal vez fue porque nadie esperaba que apareciera ya, pero después de unos minutos de caminar en silencio, el grupo se detuvo abruptamente cuando escuchó el distintivo sonido de cascos de caballo al galope.
Teodora sintió el corazón atorársele en la garganta y la sangre helársele en las venas. No respiraba cuando giró la cabeza al tiempo para ver correr a un caballo negro en su dirección. Éste se detuvo dando una vuelta alrededor de la compañía para frenar por la fuerza de su carrera. Cuando sus ojos por fin se posaron en el jinete, se quedó de piedra y no fue la única.
Sobre la silla de montar, no había otro más que un niño no mucho mayor que ella misma.
Teodora parpadeó para ahuyentar el escepticismo de su mirada. No había duda que frente a ella tenía al terrible Charro Negro, pues a pesar de su aparente corta edad, los ojos del jinete eran rojos como la sangre y sobre él se cernía una presencia malévola que le estaba poniendo la piel de gallina incluso a los fantasmas.
— Buenas noches, damita —dijo con una sonrisa insidiosa jalando las riendas del caballo para controlarlo. — ¿Qué hace tan sola y tan tarde por aquí? ¿No sabe que es peligroso?
Teodora tragó pesado y carraspeó. Se paró lo más derecha que pudo y rezó porque no le temblara la voz ni él notara los escalofríos que le recorrían la espalda.
— No estoy sola, — dijo echándole una mirada a los alebrijes y a Don Andrés. El Charro Negro siguió su mirada y arqueó una ceja al notar que podía verlos. — Y dudo encontrar nada más peligroso que tú por aquí.
Sus amigos dieron un respingo ante tal declaración, esperando que el Charro los acribillara a todos, pero él pareció entretenido con lo que dijo, pues soltó una risa de ultratumba.
— Ah, la damita no es tonta — dijo para después bajarse del caballo de un salto, — No me digas que me andabas buscando, — dijo con la seguridad de quien ya sabe que tiene la razón mientras caminaba con paso seguro en su dirección.
Teodora apretó los puños y dio un paso hacia él también.
— Quiero hacer un trato contigo.
El Charro Negro torció la sonrisa en un gesto satisfecho que no vaticinaba nada bueno, pero Teodora no se amedrentó. A pesar de que tuvo que levantar ligeramente la vista para conservar el contacto visual cuando él se acercó lo suficiente como para entrar en su espacio personal, no se dejó intimidar.
— ¿Y qué clase de trato quieres? — preguntó, haciendo una pausa. La miró intensamente a los ojos, y Teodora pudo sentir cómo le leía el alma. Se encontró incapaz siquiera de parpadear. — No imagino qué le puede hacer falta a una damita como tú.
Después de unos segundos que se le figuraron más largos de lo que realmente fueron, la soltó de su mirada y ella soltó el aliento que no se dio cuenta que había estado conteniendo.
— Mi abuelo está agonizando en el hospital — dijo sin rodeos, y esta vez no pudiendo evitar desviar la vista un momento. — Fue un accidente, o eso dicen. Estoy segura de que fue planeado por la familia de la segunda esposa de mi tío. Quieren quedarse con el dinero de mi familia deshaciéndose de mi abuelo, — confesó Teodora escupiendo las palabras.
El Charro Negro torció la cabeza con diversión.
— ¿Quieres venganza?
— No, — interrumpió rápidamente ella. — Quiero que salves a mi abuelo. Los doctores no le dan muchos días de vida y en el testamento está el nombre de mi tío.
Teodora sabía que su esposa e hijas no tardarían en manipularlo para sacar a sus primas y otras tías de la mansión de su abuelo, y quedarse con las otras propiedades y fortuna que debían ser de su familia. Aunque ella tenía una casa y una herencia propia gracias a sus padres, el sólo pensamiento de que las culpables de la muerte de su adorado abuelo se quedaran con sus tierras por ambición era impensable.
— ¿Sólo quieres que salve a tu abuelo?
Teodora asintió.
— De lo demás me encargo yo.
Cuando volvió a levantar la mirada, el Charro Negro la miraba con una expresión complicada. Parecía entretenido, sorprendido y extrañamente complacido, aunque ella no sabía por qué. De cualquier modo, no llegó a saberlo pues en ese momento, él le extendió una mano en el reducido espacio que los separaba.
— Teodora Villavicencio, — dijo, y su voz retumbó en la oscuridad, — tenemos un trato.
Ella tragó pesado pero aceptó su apretón. Tenía la piel fría como la muerte.
Lo que siguió pasó demasiado rápido. Se escuchó el relincho de su caballo, que un rayo partió la tierra y el grito de sus amigos exclamando su nombre. Repentinamente, Teodora se encontraba galopando a lomos de la montura del Charro Negro junto con su Jinete.
— ¡No! — Exclamó. — ¿Pero qué crees que estás haciendo? ¡No acepté subir a tu caballo! ¡No puedes llevarme!
Él se rió.
— No te llevaré hasta que tu abuelo muera por causas naturales, Teodora — prometió, pero ella lo sintió más como una amenaza. — Pero ten por seguro que nos volveremos a encontrar.
Después de eso, debió desmayarse porque lo próximo que supo, fue que era de día, que sus amigos estaban alrededor se su cama muertos de preocupación y que se despertó con un dolor de cabeza terrible en la habitación de la posada.
