Hay pocos motivos por los que se comparte una cama. Una cama es un espacio privado, quizás el lugar más íntimo de nuestro hogar; el lugar donde una manta puede actuar de barrera contra todos los monstruos. Donde se sueña y se tienen pesadillas. Donde puede haber cuerpos que arruguen las sábanas de préstamo. Cuerpos que al acabar la noche se habrán ido. Regina pocas veces había compartido su cama a menos que fuer estrictamente necesario. Pero era su propiedad, solo suya. Los amantes gozaban de un tiempo limitado y los echaba con elegancia pero sin miramientos cuando se sentía satisfecha. Solo Henry tuvo el derecho de colarse para dormir a su lado las noches de tormenta o cuando se ponía enfermo; la alcaldesa recordaba aquellos momentos con genuina felicidad. Ahora, empezaba a comprender las implicaciones de lo que significaba compartir una cama. Tras décadas durmiendo en el medio de la cama, se sorprendía al haber encontrado el lado derecho tremendamente cómodo. Incluso, ya no le molestaba tener que colocar el doble de almohadas. Eso sí, puede que se deba a su leve obsesión por el orden y el control, pero tenía ganas de estrangular a Emma por no guardar sus "pijamas" donde correspondía. Le permitía dejarlos debajo de los cojines de su lado. Había cedido ante eso. Pero la sheriff seguía abandonándolos junto a su ropa en general por su cuarto. Por todas las criaturas del bosque Encantado… ¡Le había dejado un tercio de su vestidor! ¡Un tercio! No había manera.
Puede que compartir cama no fuera tan bonito. Emma se movía demasiado. Muchísimo; y lo que es peor: solía apropiarse de la mayor parte de la superficie. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces que se había quedado justo en el borde. Aunque la altura hacia el piso no era excesiva, no tenía el menor deseo de acabar besando su alfombra. No tenía modales y tampoco consideración. Maldita Emma. Eso por no hablar de cuando le daba patadas al girarse. Actualmente, era incapaz de dormir del tirón hasta la mañana siguiente, por esos motivos o por otros. No todo era malo. Por ejemplo, cuando tenía pesadillas, no sabía muy bien el motivo, Emma lo percibía aunque estuviera rozando el coma. Se despertaba y pese a su descoordinación, le daba besos, le acariciaba el rostro y la tranquilizaba hasta que el susto desaparecía. Luego procedía a agarrarse a ella como un koala y volvía a su estado de inconsciencia profunda. Realmente le gustaba su calor. Se sentía reconfortada, protegida. También la hacía reír cuando la picaba y en un ataque de orgullo, se ponía a dar volteretas de un lado a otro o cuando para molestarla y sacarla de sus casillas, se ponía a saltar como una niña pequeña. Las ganas de estrangularlas eran elevadas, pero no tanto como las carcajadas al verlas en esa tesitura. Oh sí, esa mujer iba a acabar con ella, si no de la forma que parecía al romper la maldición, de otra. Ni que decir de lo bien que se lo pasaron aquella vez que la ató con sus esposas a los barrotes del cabecero, por ejemplo. Había dejado las marcas por puro hedonismo. O cuando acababan al revés después de haber probado una nueva postura. Esos momentos valían su peso en orgasmos, más que en oro.
No podía ser hipócrita y mucho menos auto engañarse. Desde que compartía la cama con Emma, ese ratito antes de dormir se había convertido en su momento favorito del día. En realidad, incluso el ritual previo: escucharla berrear canciones de su móvil mientras se duchaba, el lavado de dientes haciendo muecas en el espejo, las insinuaciones al ponerse las cremas de rigor, hablar de lo acontecido en el día y de las ocurrencias de la rubia. El momento en que quedaba frente a ella, apartaban las sábanas y se metían dentro de la cama hasta quedar a milímetros de distancia, era una suerte de paraíso terrenal hecho de látex. Sin duda, compartir la cama implicaba una relación mucho más estrecha que la de cualquier amante ocasional previo. Compartir su cama era compartir su vida. La antigua Reina Malvada era genuinamente feliz por ello.
