Una voz de anciano me despertó. Poco a poco, fui abriendo los ojos, observando el suelo blanco sobre el que había estado durmiendo. Me aparté un mechón de pelo azul de la cara y busqué al dueño de aquella voz, encontrándome de pronto un enorme ojo azul observándome fijamente. Asustada, me levanté y corrí hacia una de las tres edificaciones del lugar, alzando el polvo blanco que cubría el suelo. Abrí la puerta, entré, cerré y me apoyé en ella respirando agitadamente mientras el anciano reía.
-Sí, todo está perfectamente –oí decir.
Poco a poco, logré acercarme a una de las ventanas. Aparté un poco una cortina y observé. A aquel ojo azul le acompañaba otro igual, ambos cubiertos por unas gafas y con unas pobladísimas cejas blancas. El cabello canoso, el bigote canoso y las arrugas dejaban claro que era una persona mayor la que observaba con diversión donde yo me encontraba. El miedo en mi cuerpo venía porque se trataba del gigante más grande que jamás hubiese podido imaginar.
-No hay por qué preocuparse –dijo mientras su rostro empezaba a quedar cada vez más arriba, perdiéndose en el firmamento.
Una leve sacudida me hizo cogerme con fuerza al primer objeto anclado de la casa. El temblor duró un instante. Después cesó y, cuando me atreví a mirar al exterior, el polvo blanco que había estado reposando en el suelo danzaba mezclado con cierto brillo. Sorprendida, me acerqué a la puerta, la abrí y salí dejando que aquella nevada blanca y dorada cayese sobre mí.
-¿Te gusta, pequeña? –oí de nuevo hablar al anciano gigante −. ¡No, no! ¡No corras, querida! –siguió diciendo cuando yo me quería encerrar de nuevo en la casa −. Ahí estás a salvo, no te preocupes. Éste es tu hogar. Todo lo que ves ahí es tuyo. Tienes todo lo que necesitas.
Dicho aquello, pasó un enorme trozo de tela por el cielo. Abrí los ojos con mayor sorpresa. ¡Un muro invisible! Sorprendida, empecé a caminar en línea recta hasta que me topé con esa pared cristalina.
-Sí, pequeña, estás atrapada, pero a salvo –dijo con un suspiro.
No lo entendí. No comprendía casi nada de lo que decía aquél gigantón. Con la mano pegada al límite de mi "pueblo", empecé a caminar. La nieve había dejado de caer, volvía a restar tranquila en el suelo y en los tres tejados. Sólo mis pasos la alzaban levemente para volver a caer donde había estado. Después de muchos pasos, volví al punto inicial, habiendo trazado un círculo perfecto en mi paseo por el límite.
Miré al exterior, ese mundo de gigantes que también parecía muy pequeño para aquel señor. Corrí de un lado a otro observando a través de la cristalina pared lo que rodeaba mi bola. A ambos lados tenía bolas de cristal con paisajes, pero no lograba ver a nadie en ellas. Volteé de nuevo hacia mi hábitat. Dos casitas y una iglesia era todo cuanto había allí. Me senté allí mismo y agaché la cabeza.
-¿Qué te ocurre, pequeña? –preguntó amablemente el gigantón. Aún me daba miedo, pero un muro invisible me protegía de él −. ¿Qué te pasa? –volvió a preguntar.
Miré las casas, le miré a él, suspiré y volví a mirar mis manos. Pareció entenderme, porque sonrió y negó con la cabeza antes de volver a sacar un trapo enorme.
-No estarás sola eternamente –dijo extendiendo el pañuelo ante él −. Venga, entra en la casita, llega a la habitación y duérmete. Ya verás cómo todo será mejor mañana.
Asentí y me levanté, sacudiéndome nieve de la falda. Mientras caminaba, me miré bien: vestía un jersey, una falda y unos leotardos, todo en tonos crudos, casi como si me fuese a convertir en una sombra de la nieve. Llegué a la casa y observé un abrigo colgado en un perchero, así como un gorro, unos guantes y una bufanda. Subí las escaleras y, al entrar en el dormitorio, encontré un camisón largo sobre la cama. Me cambié mientras la luz empezaba a desaparecer.
-Buenas noches, pequeñita –susurró el gigante cuando mi bola de cristal fue cubierta por completo.
El ruido exterior llamaba mucho mi atención. Me era imposible cambiarme de ropa cuando oía hablar sobre mi humilde pueblecito. Corría descalza por casa, atrapaba el abrigo, a veces tirando el perchero, y salía de la casa con curiosidad y miedo por las enormes personas que miraban al interior.
-Esta iglesia es muy fiel a la original –dijo un hombre señalando la edificación más alta que tenía en "mi territorio".
-Tienes razón –asintió otro hombre −. Pero es una bola pequeña –negó apartándose.
-Ya, comparado con lo que quieres…
Ambos se alejaron. Me pegué aún más al cristal y observé cómo se alejaban, mirando otras esferas hasta coger una mucho más grande que la mía. Después de hablar con el anciano y de pagar la bola, se fueron. Entonces el gigantón canoso se volvió hacia mí.
-Parece que hoy no has tenido suerte –sonrió −. De momento –añadió cuando otro gigante entraba al lugar.
Esta vez, el gigante que entró era más pequeño, pero aun así, gigante. Desde donde estaba lo vi recorrer la estantería, cogiendo algunas de las bolas y agitándolas con fuerza, riendo por las nevadas que provocaba. Ver aquello hizo que mi corazón latiese a cien, me temblaran las piernas y el cuerpo no respondiese. Por más que mi mente me chillase de huir, mis pies prefirieron seguir allí descalzos, sin moverse, temblando de miedo. Y el gigante enano cada vez estaba más cerca de mí.
-Enseguida se la traigo –oí que decía el anciano. Después, desapareció por una puerta y me abandonó.
Era la primera vez que le veía irse, que desaparecía de mi mundo y yo veía cómo lo hacía. Y ante mí, donde se supone que debería haber nada impidiendo ver el puesto que ocupaba el anciano, se plantó el gigante enano, observándome con sus enormes ojos marrones antes de mostrar una sonrisa más grande aún y dar golpes al cristal que me protegía en aquel mundo nevado.
-¡Muñequita! –chilló sin dejar de dar golpes.
Mis pies reaccionaron al fin. Salí corriendo y me encerré en casa. El golpeteo no cesó, ni la voz del infante enorme.
-¡Muñequita, sal! –chilló mientras el suelo empezaba a moverse −. ¡Muñequita! –volvió a gritar.
Todo se agitó con mucha violencia. Me cogí con más fuerza a una viga y empecé a llorar asustada, pensando que se me caía la casa encima. En el exterior, al tañido de la campana de la iglesia se le sumaba la agitación de la nieve impidiéndome ver al monstruo que provocaba aquel terremoto tan brusco, pero no su voz.
-¡Mamá, mamá! ¡La muñequita se ha escondido! –dijo mientras mi hogar se movía de un lado a otro.
-¡Pero bueno! ¡No puedes jugar con esto! –oí que decía la gigante −. Vaya, ¡mira qué tormenta has provocado!
-La muñequita se ha escondido –insistió el niño.
-A ver, que la busco –oí que suspiraba la mujer. Mi mundo dejó de sacudirse. La nieve empezó a posare −. Cielo, aquí no hay ninguna muñequita.
-¡Sí la hay! ¡La he visto! –protestó ese gigante pequeño.
-No, mira, no la hay.
-¡Está ahí!
Me acurruqué aún más, aprovechando que los temblores eran mínimos, y me encogí todo lo que pude, hundiendo el rostro en las rodillas. Pasó una eternidad hasta que el anciano habló.
-¿Te encuentras bien? Una luz encendiéndose y apagándose es que sí –frotándome los ojos, alcancé el interruptor y le di dos veces −. Me alegro –suspiró −. Siento haberte dejado sola, no pensé que podría pasar esto.
Abrí la ventana y me asomé, ganándome una sonrisa más aliviada aún de aquel gigante de ojos azules. Empecé a decirle que no se preocupase, pero al instante alzó un dedo y me interrumpió.
-No puedo oírte, mi niña. El cristal es demasiado grueso para tu voz, pero ha de ser así para poder protegerte –explicó. Dejé caer la cabeza hacia delante y él río. La alcé y soplé para apartarme el flequillo; volvió a reír −. Descansa, hoy has tenido un día muy duro y seguro que aún te late muy fuerte el corazón.
Asentí y me despedí con la mano. Él me imitó antes de alejarse de mi bola nevada. Empecé a ir hacia las escaleras cuando me fijé que aún llevaba el abrigo puesto. Alcé el colgador, que se había caído con las sacudidas, me quité el abrigo, lo colgué y subí a la habitación. En cuanto caí en las sábanas, me quedé dormida.
Me vestí, me puse un vestidito cálido antes de salir del dormitorio y bajar las escaleras. Me cubrí con el abrigo, anudé la bufanda al cuello, hundí el gorro, abrí la puerta y mientras salía, me puse los guantes. Alguien había vuelto a provocar agitaciones en mi hogar y, cuando todo se había calmado, vi un montón de nieve apelotonada. Ilusionada, decidí hacer un muñeco de nieve.
Dejando el suelo blanco limpio de copos, subí la tercera bola sobre las otras dos y me limpié el sudor con la manga del abrigo. Sonreí satisfecha y me quité la chaqueta, pasándola por encima de las dos primeras bolas. Me quité los guantes y los enganché en los agujeros donde salen las manos con bastante esfuerzo, porque se me caían. Me solté la bufanda y la anudé entre las dos bolas superiores. Me quité el gorro y se lo puse al muñeco, quedando yo con el vestidito que había en el armario.
Miré alrededor y no encontré nada. Corrí a la otra casa y busqué hasta dar con unos botones, una pelotita roja y un trozo de cuerda. Sin dudarlo, usé los botones como ojos, la pelotita por nariz y la cuerda de boca. Una sombra tapando la luz me hizo voltear para encontrarme aquella anciana mirada fija en mí.
-Muy bonito –asintió −. Te ha quedado muy gracioso ese muñeco de nieve –sonreí y me balanceé inocentemente, incapaz de hacer otra cosa para mostrar el agradecimiento por el cumplido −. Espera un momento.
Se volteó y se alejó. Calmadamente, me acerqué al límite y observé, intentando ver qué hacía. Una música inundó el lugar; se volteó y fingió estar tocando un violín mientras daba pasitos cortos al compás de la música.
-Baila, pequeña –me animó tarareando la musiquilla.
Bailé por gusto, no porque me lo ordenase. Bailé y reí dando vueltas alrededor de mi muñeco de nieve. Bailé hasta que se me cansaron los pies de tanto bailar. Sin preocuparme ni nada, me senté en el suelo, al límite de la esfera, y observé al abuelo atendiendo a más clientes. La gente pasaba, miraba las esferas y no me veía. Cuando me di cuenta de ello, no me preocupó bailar siendo observada, porque en realidad nadie me veía.
-A dormir, bailarina –llamó amablemente el hombre antes de parar la música −. Puedes dejar a tu amigo de nieve ahí, no le pasará nada.
Asentí y eché a correr hacia la casa, despidiéndome con la mano y con sus risas de fondo. Mi vida era tranquila, sin mayores sobresaltos que niños dispuestos a regalarme tormentas de nieve.
Cuando desperté con el ruido, el paño que cubría mi bola todas las noches seguía estando donde lo dejó. Extrañada, salí de la casa con la poca luz que se filtraba y corrí hacia el límite, intentando ver a través de aquella tela.
-¿Ya te has tomado la medicina? –oí a una voz masculina desconocida.
-Sí, lo he hecho –respondió el anciano. Suspiré aliviada al oírle, pero volví a tensarme al oírle toser.
-Papá, deberías acostarte. ¡No estás en condiciones! –dijo otra voz desconocida, esta vez de mujer.
-Alguien ha de atender la tienda –dijo en un momento sin tos.
-Papá, todos tenemos nuestro trabajo, no necesitas estar aquí. Hazme caso, cierra la tienda y descansa –volvió a hablar el hombre.
-Está bien… Dejadme al menos…
-No, papá. A la cama –ordenó la mujer.
Oí suspirar al anciano y luego pasos alejándose. Nadie retiró la tela ni nada. Volteé la vista hacia atrás. El muñeco de nieve seguía intacto, como cuando lo construí hacía ya semanas. Me dejé caer al suelo y jugué con la nieve que había ahí, cogiéndola, lanzándola hacia el cielo y viéndola caer sobre mí.
-Será posible lo cabezón que es este hombre –oí hablar a aquella mujer de nuevo.
La tela que protegía mi bola fue retirada de golpe, inundando de lleno el lugar con luz y cegándome al mismo tiempo. No me dio tiempo de cubrirme los ojos e intentar averiguar qué pasaba; una mano atrapó mi bola y tiró de ella. El muñeco danzó antes de deshacerse y yo empecé a flotar rodeada de nieve y brillos dorados. Intenté cogerme a algo, pero no había nada a lo que aferrarme para evitar salir despedida.
La bola se movía de un lado a otro, yo era sacudida de un lado a otro, con suavidad pero al mismo tiempo sin control alguno. En un par de ocasiones, topé con el límite, golpeándome en los brazos.
-Aquí la tienes –oí decir a la mujer.
Y entonces nada tuvo sentido. Sentí que flotaba aún más y resbalé por el cristal mientras el anciano intentaba protestar con un ataque de tos. La nieve fue cayendo sobre mí, sentada allí, en el cristal. Bajé la vista y me vi sentada en el aire. Alcé la vista y vi mi casita sobre mi cabeza. La nieve siguió cayendo hasta cubrirme entera.
-Mi pobre niña, ¿te encuentras bien? –preguntó amable pero débilmente el anciano, alzando la esfera hasta que yo quedé ante sus ojos −. ¡Mírate! Estás hasta arriba de nieve –rió. La tos volvió a atacarle.
Me levanté e hice esfuerzos para moverme entre tanta nieve acumulada. Me pegué al cristal y observé preocupada. La tos se calmó y suspiró hondo. Después, con las dos manos en la esfera, empezó a voltearla lentamente, haciéndome caminar por aquella superficie de cristal hasta que me topé con el verdadero suelo en vertical.
-Túmbate, te será más sencillo –indicó. Asentí y obedecí −. Coge aire, que te cae toda la nieve ahora –avisó.
Me encogí y noté un pequeño movimiento que me tumbaba hacia un lado al mismo tiempo que toda la nieve caía sobre mí. Reía suave, de forma que no le atacase la tos. Alcé la cabeza y observé alrededor. Todo estaba en orden. Salvo que yo parecía una cabeza en mitad de la nieve. Me levanté, me sacudí y salí de la montaña de nieve sin dejar de apartar partículas brillantes.
-Supongo que será un día muy largo, así que ve a leer mientras aún tengas luz –me dijo señalando con la cabeza la casita.
-Papá, la comida –anunció un gigante más joven que el que cargaba ahora mismo con mi esfera.
Me dejó con sumo cuidado en una mesita y aceptó la bandeja que le traían. Me la quedé mirando. Yo jamás había comido. Sólo dormía, jugaba, leía, bailaba, reía, observaba, volvía a reír y me iba a dormir de nuevo.
-Acabo de cerrar –informó la mujer, regresando al lugar.
-Alguno de los dos podría haberse hecho cargo –protestó el anciano.
-Papá, en una hora ambos tenemos que estar en nuestros trabajos –protestó la mujer −. ¡No podemos quedarnos!
-Está bien, está bien –asintió sin dejar de comer.
Me sentí rara. Entré a mi casita y rebusqué, pero no encontré nada comestible. Tampoco tenía hambre. Jamás había tenido hambre. Ni frío. Ni calor. Ni sueño realmente, pero me iba a dormir cuando aquel buen hombre me lo mandaba porque era más cómodo que estar sola. Volví a salir y recogí lo que usé para vestir a mi amigo el muñeco de nieve. Me faltaba un guante, la bufanda y no había manera de dar con la pelotita, la cuerda y mucho menos los botones. No podía hacer nada, así que seguí el consejo y me puse a leer.
Mucho ruido volvió a despertarme. Desde hacía varias noches, el abuelo no cubría mi bola con ningún pañuelo, así que pude verlo todo desde mi ventana. Él estaba en su cama, dormido; había gente a ambos lados llamándole, pero él no respondía. Me calcé y salí corriendo, ignorando el abrigo. Corrí hasta el límite y empecé a golpear el cristal, gritando, llamándole, pidiéndole que despertase, chillándole que quería bailar, que me pusiera música, cualquier cosa con la que pudiese llamarle la atención. Entonces recordé que había dicho que no podía oír mi voz, pero no mencionó nada sobre ruidos más fuertes. Me volteé y corrí a la iglesia. Subí a tropezones los escalones y llegué al campanario. No me importó el ruido, hice sonar la campana con todas mis fuerzas. Pero nadie reparó en mí. Me senté en el suelo, aún con la campana danzando junto a mí. Y pensé qué más podía hacer. ¿Encender las luces? Con los ojos cerrados no podría verlas.
-¡Rápido, llamad a una ambulancia! –chilló la mujer.
Volteé la vista hacia el otro lado del cristal y vi correr a algunas personas, todo en el más absoluto caos sonoro que jamás hubiese podido imaginar. Corrí escaleras abajo de nuevo y salí al exterior, otra vez hacia el cristal. No tenía constancia del tiempo, nunca había tenido la necesidad de pensar en ello, pero estuve eternamente arrodillada allí, golpeando el cristal y llorando hasta que sacudieron mi mundo y volví a flotar entre partículas de nieve y brillantito. De algún modo, me golpeé contra el campanario, pero antes de salir despedida de nuevo, me cogí fuerte a una de las paredes y me negué a moverme hasta que todo se calmó, incluido el ensordecedor tañido de la campana.
Pasé días sin dormir, esperando ver aparecer a aquel hombretón canoso que tanto se reía conmigo. Pero jamás apareció. Me cansé de llorar, me cansé de llamar, me cansé de encender luces cada vez que veía una sombra pasando fuera de mi mundo, me cansé de subir al campanario. Tanto me cansé que me quedé dormida en el suelo de la calle, vestida con una faldita de lana a cuadros y una blusa también a cuadros. Sin zapatos. Sin abrigo. Sin guantes (aún me faltaba uno). La sensación de flotar fue la que me despertó.
-¿Qué vas a hacer con eso? –oí de pronto. Las leves sacudidas cesaron y yo volví a tocar suelo.
-Papá sentía mayor aprecio por esta bola. Es la que me pidió cuando cayó enfermo.
-¿Y? ¿Te la vas a quedar?
-Claro, ¿y dónde la pongo, hermanito, encima de la nevera? –preguntó con cierto sarcasmo −. ¡Oh, vamos, con tres hijos revoltosos imposible tener esto al alcance de sus zarpas!
-Bueno, yo sólo pensaba…
-La llevaré al anticuario. Es bonita y me da lástima, pero no puedo tenerla… Y tú no tienes sitio en tu piso –regañó −. A demás, allí seguro que las venden antes que nosotros. Hablaré con quien sea que lleve el anticuario y le propondré un trato.
Aún con un ligero movimiento, aquella mujer recorrió una distancia enorme para mí hasta una gran caja en la que me dejó. Miré alrededor y me encontré con más bolas, todas deshabitadas. La luz empezó a apagarse y, al alzar la vista al cielo, vi cómo cerraban la caja. Me quedé a oscuras, en la calle, sin saber qué hacer. Me senté y esperé algo, pero no llegó nada. Gateando, logré alcanzar la casa y entré, aún gateando, directa a la habitación. En la cama estaría más segura.
Ignoré todos los ruidos y zarandeos durante prácticamente días. No quería salir de la cama. No quería abrir la ventana de la habitación y ver el exterior, porque en mi mundo no había nada y en el otro, aún menos. La nieve se agitaba cada vez que un niño cogía la bola, ansioso por ver la nieve. Yo me aburrí de ella.
Golpes insistentes me obligaron a salir de la cama. Estaba dándome verdadero dolor de cabeza. Me miré de pies a cabeza: aún llevaba aquella falda de lana y la blusa. Suspiré y me calcé los zapatos, aún con los malditos golpes a mi cristal. Bajé las escaleras y salí.
-¡Bueno, vale ya! –chillé, importándome un pimiento que no me oyese nadie. Agité los brazos para enfatizar más −. ¡Deja de golpear mi bola, niñato del diablo! –le grité al crío de cabello rubio y ojos violetas. Me miró sorprendido −. ¡No me mires así, mocoso! ¡Intento dormir, déjame en paz! –seguí chillando.
Vi su mano alejándose, a la vez que sus ojitos continuaban fijos en mí. Asentí alzando un dedo a modo de advertencia y me di media vuelta. Había logrado mi cometido. O, al menos, creí haberlo logrado. El niño empezó a llorar ruidosamente. Me cubrí los oídos y volteé la cabeza. No podía creerme mi mala suerte. Una giganta con falda rosa apareció y se llevó al niño.
-Ah, al fin paz –suspiré destapándome los oídos.
Iba a volver a la cama, pero me pudo la curiosidad. Caminé hasta el límite y observé el mundo exterior. Era enorme, lleno de muchas cosas. Algunas bolas encima de algunos muebles, pero demasiadas cosas enormes mirase por donde mirase. Una mujer se acercó y cogió la bola, agitando levemente la nieve y haciéndome flotar unos centímetros. Al instante, me dejó en otro lugar.
-Por eso digo que los niños siempre vigilados –suspiró antes de alejarse.
Corrí hacia la parte trasera de la bola y la observé alejarse en busca de un plumero con el que se dedicó a limpiarlo todo. Sentí que aquella mujer me protegería, que siempre y cuando estuviese ella presente, mi bola y yo estaríamos a salvo. Sonreí agradecida por sentirme atendida y volví al frente. Y entonces lo vi.
El mundo más exterior aún. Edificios muchísimo más grandes que las tres "cosas" que compartían espacio conmigo. Gente, muchísima gente, y animales. Y vehículos, cosas que sólo había leído en un par de libros que ya me había sabía casi de memoria. Me pegué al límite, observando atentamente. Lo que más me atraía era el cielo. Azul, completamente azul, totalmente azul. Como mi cabello.
Una enorme mujer, tanto en altura como en anchura, se interpuso entre el cielo y yo, mirando al interior de la tienda en la que me encontraba. Ante ella, un carrito con un bebé que reía feliz mirándome. Fue inevitable sonreírle. Incluso saludarle. Y me devolvió el saludo. La madre ni lo notó.
La vida en el anticuario no era como me imaginé. Aquella vez, la mujer simplemente me puso en mi lugar. Su preocupación fue mínima: pasó el plumero donde me había dejado, observó detenidamente el cristal, dijo un "perfecto" y siguió adelante. Como si yo no existiese. Pero eso ya debí habérmelo imaginado. Nunca jamás me había hablado nadie que no fuese el anciano o los niños.
Y justo otro infante fue lo que provocó el primero de mis sustos estando allí. Una niña de largas trenzas azabaches me encontró en mi rincón y cogió con delicadeza… Le saludé, porque había aprendido a tolerar a los niños al ser los únicos que me preguntaban cómo estaba. Pero la delicadeza se fue al garete cuando empezó a correr con la bola en las manos hacia su madre. Flotando en un mar de nieve y brillo dorado, vi a la niña tropezar, la vi caer… Y vi el suelo muy cerca. Sentí el rebote, me golpeé contra el cristal y luego contra uno de los muros de una de las casitas. Me quedé tirada en el suelo, o en el cristal, o quizás estaba sobre la casa. Perdí la conciencia.
Cuando volví a despertar, volvía a estar sobre el mueble con vistas a la calle. Me dolía todo el cuerpo pero podía moverme, pesadamente. Cojeé hasta la casa, entré y me tumbé en el sofá, incapaz de subir las escaleras. Ni el ruido me hacía levantar. Ni las voces de los niños, únicos capaces de preocuparse por mí, me animaban a salir. Ni tan siquiera abrir una ventana y asomarme.
Pasaron muchos días hasta que pude volver a moverme cómodamente. Entonces busqué aguja e hilo para reparar los raspones de mi ropa. Lo bueno de todo fue que encontré mi bufanda y guante perdidos, que si bien no servía de nada en un mundo de nieve en el que no hace frío, tampoco me daban calor pero sí suavidad.
El segundo susto vino una noche mientras dormía. Todo se agitó una única vez, pero no lo suficiente como para provocar una tormenta de nieve. Extrañada, salí al exterior e intenté observar, con la luz que procedía de la calle, lo que ocurría. El cristal al que se pegaban muchos niños para verme desde la calle estaba roto, muy roto.
No entendía nada, pero tampoco había nada que entender. En cualquier caso, desde donde estaba yo nada podía hacer en aquel mundo de gigantes. Di media vuelta y caminé hacia el otro lado de la bola, esforzándome en ver en la penumbra. Vi un movimiento y corrí a pegarme al borde. Había alguien ahí, pero no alcanzaba a ver quién. Se movía de un lado a otro, rápido, mirando alrededor. Rompió varios objetos, entre ellos un par de bolas de nieve que sentía conocer desde que desperté por primera vez.
Me pegué más al cristal y observé. Al fin la figura se detuvo en un sitio y empezó a hacer más ruido, tanto que de pronto aquello fue peor que hacer sonar un millar de campanas. Me cubrí los oídos y aparté del cristal. La figura alzó la cabeza y empezó a correr hacia donde estaba yo maldiciendo y quejándose. Cuando al fin lo tuve cerca, tuve miedo de verdad: ¡era horrible! Me daba miedo su expresión, esa forma de mirar, oculto en un pasamontañas negro. Golpeó el mueble y mi bola volvió a balancearse. Se subió al mueble y golpeó la bola con una de sus botas.
Caía. La bola caía al vacío y yo volvía a permanecer sin gravedad alguna, a la espera del impacto. Chillé, chillé asustada llegando a oírme yo misma por encima del sonido de la alarma y la campana. Con tanta oscuridad, no era capaz de ver el suelo, pero sabía que estaba ahí. Y tocó suelo, aunque no directamente. La bola cayó sobre un cojín mullido que amortiguó el golpe y luego rodó hasta caer al suelo. Yo rodé por el cristal, envuelta en nieve y destellos dorados que me ahogaban.
Cuando ya con luz alguien alzó la bola, caí con el colchón de nieve al suelo, despertando de golpe y mirando alrededor. El local estaba destrozado. La mujer lloraba.
-Mamá, mira…
-Sí, muy bonita.
-Mami, mira, hay una muñequita…
-No, no te voy a comprar una muñeca.
-No, mamá, en la bola…
-No hay ninguna muñeca en la bola, cariño.
-Mamá, mamá, cómpramela…
-Hijo, no, es muy frágil.
-¡Mamá, mamá!
-¡Deja eso donde estaba, que se romperá!
-¡Mira! ¡Tiene una chica!
-Sí… Es muy bonita.
-¿A que sí?
-Sí… ¡Ah, se mueve! ¡Hola, nena!
Cerré el libro y me levanté del taburete que había sacado. Me sacudí la falda y me acerqué al límite sonriéndoles a los gemelos que se habían parado ante mi nueva posición, lejos del escaparate al mundo exterior, pero aún con vistas al cielo.
Llevaba días saludando a los niños, aunque sus madres los arrastrasen prácticamente lejos de mí. Pero cuando se paraba uno, o dos como en ese momento, lo dejaba todo para atenderles.
-¿Qué tal, nena? –preguntó uno de ellos. Alcé el pulgar −. ¡Qué guay! ¡Nos entiende!
-Nena, ¿tienes frío? –preguntó el otro. Negué con la cabeza −. Pero si hay nieve…
Divertida, cogí un puñado y lo lancé al aire. Me descalcé y di un par de vueltas bailando. Ambos niños sonrieron. Aproveché y volví a coger un puñado de nieve, la lancé, la señalé y señalé hacia la calle.
-No, no nieva. Hace mucho calor. Estamos en verano –respondió uno enseñándome sus ropas más cortas que las mías. Asentí lentamente −. ¿Sabes qué es el verano?
-Claro que no lo sabe –negó rápidamente el otro −. ¿No ves que ella vive en invierno?
-Pero dice que no tiene frío.
-Es como Papa Noel. Él vive en el Polo Norte, donde hace mucho frío, pero él no lo nota, nunca se pone malo.
Ambos niños siguieron debatiendo sobre aquello, dejándome a mí con la duda sobre el verano. La madre llegó y los apartó, como todas las madres hacen cuando los más pequeños se acercan a la bola, porque saben que es frágil.
Sin tener ni idea de cuánto tiempo había pasado allí, decidí hacer un cambio. Entré en mi habitación y empecé a moverlo todo de sitio, lenta y pesadamente, pero con éxito. Después de gastar todas las horas de luz, conseguí gran parte de mi cometido. Como no tenía sueño, encendí la luz y continué trabajando hasta que el sol volvió a iluminarlo todo y yo pude apagar la iluminación de la casa.
La mujer de la tienda atendía a clientes cuando acabé con todo. Había cambiado todo de sitio: el armario estaba en otra pared, el escritorio en la contraria y la cama… justo debajo de la ventana. Apenas quedaba espacio para moverse, pero me daba igual. Quería ver desde mi cama lo que ocurriese al otro lado de la ventana y de mi mundo.
Salí de casa y me topé con otro niño. Le saludé y al crío le hice tanta gracia que cogió la bola y la agitó con ganas, no sé por qué. Acabé sentada en el tejado, abrazada a la chimenea, incapaz de bajar. Pero gané dos botones y una pelotita roja con los que me entretuve haciendo malabares cuando no hacía equilibrios por el tejado en busca del modo de bajar. Flotar no significaba que si saltaba yo no me golpearía.
El local entero volvió a decorarse, por tercera vez que yo contase, con lucecitas, espumillón y muchos adornos brillantes. Todo indicaba que era la "Navidad", aquello que la dependienta deseaba a todos los clientes cada vez que salían una vez puestos aquellos adornos.
-Vale, este año vamos a probar suerte –oí decir a la mujer acercándose a mi bola. La cogió con cuidado y la cargó hasta otro lugar: un nidito de ramitas con un par de piñas doradas −. A ver si aquí conseguimos que se te lleven.
Miré a la mujer no muy segura. ¿Por qué quería que se me llevaran? ¿Es que acaso había hecho algo malo? Entré a la iglesia, más espaciosa y con menos peligro de que me cayesen cosas encima si alguien decidía regalarme una tormenta de nieve y brillantina. Un ruido muy cercano me hizo salir.
Reparé entonces en dónde estaba el nidito en el que me habían dejado: en el mostrador principal, junto a la caja registradora. A demás, había algo colgando de la base de la bola que no lograba a ver bien. Volví a mirar a la mujer, por detrás de mí, que tarareaba una cancioncilla pegadiza que sonaba en la radio. Se me enganchó, pero no sabía cómo bailarla, por lo que di golpecitos con la punta del pie.
-Feliz Navidad –despidió la mujer a la clienta. Y yo agité la mano al bebé que cargaba su marido en brazos −. Vale, ya queda poco para cerrar…
Aquello significaba ir a dormir. Desde que me puso a principios de mes en el mostrador principal, casi siempre me acuesto antes de que se vaya, porque es aburrido verla sacar cuentas. Y como todos los días, regresé a mi casita, despojándome de la ropa y vistiendo el camisón largo de siempre. Me metí en la cama y me acurruqué entre las sábanas.
Cuando más a gustito estaba, el suelo tembló. Sin dudarlo, abrí la ventana y miré al suelo: la nieve no se había alzado mucho. Suspiré aliviada y alcé la vista al frente, al joven que me tenía entre sus manos mientras hablaba con la dependienta.
-¿Para regalo?
-Sí, por favor –asintió el chico. Y mi mundo se balanceó mientras cambiaba de manos.
-Está bien. ¿Algún color en especial?
-No, da igual.
Cerré la ventana y corrí en camisón, descalza, hacia el exterior. En cuanto abrí la puerta, sentí que algo raro pasaba.
-Pensé que no llegaría –comentó el chico.
-Tranquilo, aún quedan cinco minutos para el cierre –rió la mujer mientras pasaba un papel por encima de la bola y lo quitaba varios segundos antes de volver a ponerlo. Esta vez, no lo retiró.
Recordaba mis principios, durmiendo con un paño sobre mi cielo transparente, pero aquello era diferente. Muy diferente. Y no ayudaba que, después de cubrirme con el papel, me moviesen más y más, zarandeada de un lado a otro aunque no violentamente. Regresé al interior de la casa y me escondí bajo la cama.
