Querido lector:
No te conozco, de hecho ni siquiera sé si esto llegue a manos de alguien, pero necesitaba dejar constancia de mi relato, de cómo tras una sucesión constantes de errores, perdí a la única mujer a la que he amado y amaré en la vida. Mi nombre…Severus Snape.
1976, Hogwarts.
Después de su TIMO de Defensa contra las Artes Oscuras, el joven Severus había salido al patio y se había sentado en la hierba, bajo la densa sombra de unos matorrales. Seguía repasando la hoja de preguntas del examen. Un rato después, se levantó y guardó el pergamino en su mochila. Cuando salió de la sombra de los matorrales y echó a andar por la extensión de césped, Sirius y James, los cuales estaban bajo la sombra del haya que había a orillas del lago, se pusieron en pie. Remus y Peter permanecieron sentados.
–¿Todo bien, Quejicus? –preguntó James en voz alta.
Snape reaccionó tan deprisa que dio la impresión de que estaba esperando un ataque. Soltó su mochila, metió la mano dentro de su túnica y cuando empezó a levantar la varita, James gritó:
–¡Expelliarmus!
La varita de Snape saltó por los aires y cayó con un ruido sordo en la hierba, detrás de él. Sirius soltó una carcajada.
–¡Impedimenta! –exclamó éste señalando con su varita a Snape, que tropezó y cayó al suelo cuando se lanzaba a recoger su varita.
Muchos estudiantes se habían vuelto para mirar. Algunos se habían levantado y se acercaban poco a poco. Unos parecían preocupados; otros, divertidos.
Snape estaba tirado en el suelo, jadeante. James y Sirius avanzaron hacia él con las varitas levantadas. James giraba de vez en cuando la cabeza para mirar a las chicas que había sentadas al borde del lago. Colagusano también se había puesto en pie y había pasado junto a Lupin para ver mejor.
–¿Cómo te ha ido el examen, Quejiquis? –preguntó James.
–Me he fijado en él, tenía la nariz pegada al pergamino –aseguró Sirius con maldad–. Su hoja debe de estar llena de manchas de grasa; no van a poder leer ni una palabra.
Varios estudiantes que estaban mirando rieron; era evidente que Snape no tenía muchos amigos. Colagusano rió con estridencia. Snape, por su parte, intentaba levantarse, pero el embrujo todavía duraba, de modo que forcejeaba como si estuviera atado con cuerdas invisibles.
–Esperad… y veréis –dijo entrecortadamente contemplando con profundo odio a James–. ¡Esperad… y veréis!
–¿Qué veremos? –preguntó Sirius impávido–. ¿Qué vas a hacer, Quejiquis, limpiarte los mocos en nuestra ropa?
Snape soltó un torrente de palabrotas mezcladas con maleficios, pero como su varita había ido a parar a tres metros de él, no pasó nada.
–Vete a lavar esa boca –le espetó James–. ¡Fregotego!
Inmediatamente empezaron a salir rosadas pompas de jabón de la boca de Snape; la espuma le cubría los labios, le provocaba arcadas y hacía que se atragantara…
–¡DEJADLO EN PAZ!
James y Sirius giraron la cabeza. Inmediatamente, James se llevó la mano que tenía libre a la cabeza y se revolvió el cabello.
Era una de las chicas de la orilla del lago. Tenía una poblada mata de cabello rojo oscuro que le llegaba hasta los hombros, y unos ojos almendrados de un verde asombroso.
–¿Qué tal, Evans? –la saludó James con un tono de voz mucho más agradable, grave y maduro.
–Dejadlo en paz –repitió Lily. Miraba a James sin disimular una profunda antipatía–. ¿Qué os ha hecho?
–Bueno –respondió James, e hizo como si reflexionara acerca de la pregunta–, es simplemente que existe, no sé si me explico…
Muchos estudiantes que se habían acercado rieron, incluidos Sirius y Colagusano, pero Lupin, que seguía en apariencia concentrado en su libro, no se rió, y tampoco lo hizo Lily.
–Te crees muy gracioso –afirmó ella con frialdad–, pero no eres más que un sinvergüenza arrogante y bravucón, Potter. Déjalo en paz.
–Lo dejaré en paz si sales conmigo, Evans –replicó rápidamente James–. Vamos, sal conmigo y no volveré a apuntar a Quejiquis con mi varita.
A sus espaldas, el efecto del embrujo paralizante estaba remitiendo y Snape se arrastraba con lentitud hacia su varita, escupiendo espuma de jabón.
–No saldría contigo ni aunque tuviera que elegir entre tú y el calamar gigante –le aseguró Lily.
–Mala suerte, Cornamenta –exclamó Sirius con viveza, y se volvió hacia Snape–. ¡Eh!
Demasiado tarde, Snape apuntaba con su varita a James; se produjo un destello de luz, un tajo apareció en la cara de James y la túnica se le manchó de sangre. James giró rápidamente sobre sí mismo, hubo otro destello, y Snape quedó colgado por los pies en el aire. La túnica le tapó la cabeza y dejó al descubierto unas delgadas y pálidas piernas y unos calzoncillos grisáceos.
Muchos de los curiosos vitorearon a James; Sirius, James y Colagusano rieron a carcajadas.
Lily, cuya expresión de rabia había vacilado un instante, como si fuera a sonreír, gritó:
–¡Bajadlo!
–Como quieras –convino James, y apuntó hacia arriba con su varita.
Snape cayó al suelo como un montón de ropa arrugada. Se desenredó de la túnica y se puso rápidamente en pie, con la varita en la mano, pero Sirius exclamó ¡Petrificus totalus! y Snape volvió a caer de bruces, rígido como una tabla.
–¡DEJADLO EN PAZ! –gritó Lily, que ahora también enarbolaba su varita. James y Sirius la miraron con cautela.
–Venga, Evans, no me obligues a echarte un maleficio –protestó James con seriedad.
–¡Pues retírale la maldición!
James exhaló un hondo suspiro, se volvió hacia Snape y pronunció la contramaldición.
–Ya está –dijo mientras Snape se ponía trabajosamente en pie–. Has tenido suerte de que Evans estuviera aquí, Quejicus…
–¡No necesito la ayuda de una asquerosa sangre sucia como ella!
Lily parpadeó y, fríamente, dijo:
–Vale, la próxima vez no me meteré donde no me llaman. Y por cierto –añadió–, yo que tú me lavaría los calzoncillos, Quejicus.
–¡Pídele disculpas a Evans! –le gritó James a Snape, apuntándolo amenazadoramente con la varita.
–No quiero que lo obligues a pedirme disculpas –le gritó Lily a James–. Tú eres tan detestable como él.
–¿Qué? –gritó james–. ¡Yo jamás te llamaría… eso que tú sabes!
–Siempre estás desordenándote el pelo porque crees que queda bien que parezca que acabas de bajarte de la escoba, vas presumiendo por ahí con esa estúpida snitch, te pavoneas y echas maleficios a la gente por cualquier tontería… Me sorprende que tu escoba pueda levantarse del suelo, con lo que debe de pesar tu enorme cabeza. ¡Me das ASCO! –exclamó, y dio media vuelta y se marchó de allí a buen paso.
–¡Evans! –le gritó James–. ¡Eh, EVANS!
Pero Lily no miró hacia atrás.
–¿Qué mosca le ha picado? –dijo James intentando en vano fingir que era una pregunta hecha al azar, y que en realidad no le importaba.
–Leyendo entre líneas, yo diría que te encuentra un poco creído, amigo mío –apuntó Sirius.
–Vale –aceptó James con gesto de fastidio–. Vale… –Entonces se produjo otro destello y Snape volvió a colgar por los pies en el aire–. ¿Quién quiere ver cómo le quito los calzoncillos a Snape?
Entonces la gente empezó a vitorear al joven Gryffindor pero éste no tuvo oportunidad de hacer nada, pues una malhumorada McGonagall entró en escena.
–¿Me puede explicar qué está pasando aquí, señor Potter?
