LA MUDANZA
- Esta es la última caja… - dice Gale mientras lanza un gemido de cansancio. - ¿Qué llevas aquí Catnip?¿todos los libros de la biblioteca de Quántico? ¿pesas?
Levanto la vista y veo a Gale, junto al hombre que he contratado para que me ayude con la mudanza, con una enorme caja que no sé qué contiene porque no está marcada y que me he traído desde mi casa junto con tantas otras, de hecho hay más cajas que espacio en este pequeño apartamento. Además, pienso, ahora esta es mi nueva casa.
Estamos empezando el verano pero hace un calor horroroso, hay una ola de calor que tiene a la ciudad de Nueva York en jaque estos días, y ya echo de menos mis bosques y el viento fresco que se cuela a través de las hojas de los árboles.
Me despido rápidamente de la empresa de mudanzas mientras veo que Gale se ha quedado sentado en el marco de la puerta, está rojo del esfuerzo y sudado. Él tampoco está acostumbrado a estas temperaturas.
- Vamos Gale, pensaba que eras un hombre fuerte…. Y duro – bromeo con él. Me mira con cara de pocos amigos y pone los ojos en blanco. – Se nos ha hecho un poco tarde – sigo- ¿pero te da tiempo a tomar algo antes de irte? – Si encuentro algo de comer en este desastre, pienso.
- Creo que no, me esperan aún más 4 horas de viaje y quiero descansar algo antes de empezar mi turno.
- En ese caso llega la despedida, y ya sabes que odio las despedidas así que hagamos esto rápido- Le digo mientras me acerco para darle un abrazo.
Me da un beso en la mejilla, en el que se detiene más de lo necesario, y se da la vuelta para irse, pero se gira en el último momento y sonríe preocupado mientras me dice:
- Catnip, no te metas en demasiados líos ¿vale?
Y se marcha. Me acerco a la ventana para ver cómo se dirige al coche, sin mirar hacia arriba. Sé que no quería dejarme, y menos después del último mes que hemos pasado en los bosques, en lo que todo ha vuelto a ser entre nosotros como era antes, o lo más parecido posible. Sin tensión ni reproches, solo compartiendo momentos de tranquilidad y de caza y pesca
Gale es alto, moreno y con unos ojos grises típicos de nuestra zona pero no por eso menos fascinantes. Es un hombre guapo, y atlético gracias en parte a su trabajo de guardabosques, en las Adirondack. Si lo pienso con un poco de detenimiento, incluso si lo pienso sin él, está claro que era su destino y su vocación. También podría haber sido el mío, habría sido una opción más que viable, quedarme con él, pero… Sacudo la cabeza con determinación y me quito ese pensamiento de la mente. Hace tiempo que tomé mi camino y me ha traído hasta aquí.
Un camino que empecé a caminar tras la muerte de mi padre. Aún tengo pesadillas muchas noches, sólo veo sangre y siento miedo y confusión, mientras le busco desesperadamente, hasta que lo encuentro, tumbado en la nieve, parte de su cuerpo cubierto por las rocas que cayeron tras el desprendimiento y el alud. Su piel era de un tono azulado, posiblemente debido a la luz plateada de esa noche vestida con luna llena. En su cara un gesto como de sorpresa y los ojos abiertos, unos ojos vacíos en los que no brillaba ninguna luz en sus pupilas grises. Unos ojos como los míos. Habíamos salido a pasar ese fin de semana en la cabaña cerca del lago. Solos él y yo, a cazar como hacíamos de vez en cuando. Mi madre simulaba estar celosa y molesta porque no la dejábamos venir con nosotros, pero lo cierto es que le encantaba que tuviéramos estos momentos padre e hija. Había comenzado una ventisca poco después de llegar a la cabaña y mi padre me pidió que me quedará cuidando el fuego, mientras él iba a comprobar las trampas que había puesto tan solo un día antes.
En la cabaña se estaba bien, la luz de la chimenea y el calor que emanaba de ella, hizo que dormitara mientras me tumbaba en el sofá. De pronto un sonido fuerte y continuo me despertó de golpe, podía sentir y escuchar que algo se acercaba, como si se estuviera cayendo la montaña… ¡Un alud! Pensé de repente… Y de nuevo silencio, completo, sin ruidos procedentes de la noche. Me invadió el miedo, me calcé con mis botas de cuero gastadas, cogí mi chaqueta y el gorro y salí a la oscuridad gritando el nombre de mi padre. Esa sensación, ese sentimiento de pérdida que comenzó esa noche, en ese momento, incluso cuando aún no sabía que lo había perdido, se quedó impregnado en mi ADN hasta hoy.
La muerte de mi padre, cambio mí vida, la de mi madre y la de mi hermana pequeña Prim, no solo por el trágico suceso y el drama familiar que supone la muerte inesperada y cruel de un padre y marido, sino por la situación en que desembocó.
Mi madre se bloqueó, dejo de vivir y hasta diría que dejó de respirar. No se levantaba por las mañanas para prepararnos el desayuno y las cosas del colegio, no se levantaba para venir a recogernos, no se levantaba para comprar ni para lavarse e incluso no se levantaba para ir a trabajar a la clínica donde era ayudante. Al principio los vecinos nos ayudaban, a mí y a Prim, que tenía 4 años menos y era una niña ingenua y encantadora de 7 añitos. Pero con el tiempo, empezaron a hacer preguntas y yo tuve miedo de que nos llevaran a un centro de acogida y nos separaran a las dos, mi hermana era toda mi vida y no podía permitirlo. Y dejamos de aceptar su caridad diciéndoles que aunque mi madre seguía abatida y triste no nos faltaba de nada con la ayuda que nos enviaban unos familiares. Aunque la realidad es que apenas teníamos de nada para subsistir. Mi desprecio por mi madre crecía cada día, al ver cómo no era capaz de afrontar la pérdida de mi padre ni por sus dos hijas. Vi como el amor que tenía por mi padre la convirtió en un ser débil, pequeño. Nosotras no solo perdimos a un padre, sino también a una madre. Eso me convenció de que no quería casarme, no quería amar, no quería convertirme en lo que se convirtió mi madre, era mucho más seguro preocuparme solo de Prim.
De nuevo, me he puesto a divagar. Retorno a mis quehaceres, ya que no dispongo de mucho tiempo para arreglar esta hecatombe de cajas y cosas por todas partes antes de que empiece a trabajar. Vacío el bolso, veo la cartera, la abro y veo la identificación "Agente Especial Katniss Everdeen". Esa soy yo, recién salida de la Academia de Quantico y asignada a mi primer destino. He trabajado y estudiado mucho para conseguir que me asignen la oficina de Nueva, cerca del Hospital donde trabaja mi hermana.
Voy sacando de las cajas todo lo que contienen, la ropa, el neceser, algunas sartenes y cacharros de cocina,... Al lado de la estantería hay una caja con un montón de libros que tenía en Quántico, todos esos libros y más que tuve que aprenderme en la Academia. Una vez colocados, respiro contenta, me ha llevado menos horas de lo que esperaba aunque ya ha empezado a anochecer. Veo que solo queda una caja que está cerca de la puerta, intento levantarla pero es imposible, ahora entiendo porque han tenido que subirla entre dos personas. Voy a buscar unas tijeras y la abro, no recuerdo que contiene, pero por el peso, tal y como ha insinuado Gale, han de ser más libros. La abro y me quedo mirándola fijamente, es cierto que son libros pero hacía años que no los veía. Son los libros que dejé atrás cuando me trasladé a la Universidad gracias a una beca de deportes que obtuve por mi destreza con el arco.
Cojo uno de ellos, de Jane Austen, uno de los que nos hicieron leer en clase de ingléss "Orgullo y Prejuicio" se abre por una hoja, y allí colocado, veo un diente de león seco. Sin poder evitarlo me viene a la memoria un chico rubio, de espaldas anchas y con los ojos más azules que recuerdo haber visto en mi vida, incluso más que los de Prim. Peeta Mellark pienso. Y de pronto, vuelvo a ser una niña de 14 años asustada por la muerte de su padre y angustiada porque no sabe qué hacer para mantener a su hermana junto a ella sin morir de hambre.
Era abril, y llovía a cantaros, en mi desesperación me acerqué al centro de la ciudad para conseguir comida, aunque fuera de los contenedores, cuando llegué al lado de la panadería más conocida de los alrededores de Albany. La dueña, una mujer arisca me vio y me echó como si fuera un perro o una rata, pero agotada como estaba y calada hasta los huesos apenas pude dar la vuelta a la esquina y caer bajo un árbol. Recuerdo que pensé que lo mejor sería que me rindiera, que llamaran a Servicios Sociales y nos llevaran a un centro o acabaría matando a Prim de hambre. Empecé a llorar, cuando escuché un ruido cerca de mí, se abrió la puerta trasera de la panadería y vi salir a un chico rubio que estudiaba en mi misma clase, Peeta, mientras le seguían los gritos de su madre, diciéndole que si quería arruinarlos quemando la mercancía que tenían que vender. Se acercó al contenedor para tirar unas hogazas de pan que estaban algo quemadas, y de pronto giró la cabeza y me miró. Tenía marcado en la cara los rastros de un bofetón que posiblemente le habría dado su madre por estropear el pan. Con un movimiento rápido miró hacia atrás para comprobar que su madre no lo vigilaba y me lanzó las dos hogazas. Dio media vuelta y se metió de nuevo en la panadería.
Cogí rápidamente el pan y me dirigí a casa para compartirlas con Prim, aquella fue la primera vez en meses que no me acosté con el estómago vacío. Al día siguiente, me encaminé al colegio con el pensamiento de agradecerle a Peeta por ese gesto de bondad inesperada en mi vida. En parte, sí, por agradecimiento pero en parte porque odio tener la sensación de deberle nada a nadie. La lluvia había escampado por la noche y el sol lucia radiante y primaveral. Tras las clases que compartíamos, fui en su dirección dubitativa porque estaba con sus amigos. Pero Peeta siempre estaba rodeado de gente, era amable y cálido y tenía un talento innato para conseguir que las personas se sintieran bien a su lado, con lo que no sería fácil pillarle solo en otro momento. Me armé de valor y continúe mi camino mientras levantaba la mirada y vi que me estaba mirando a mí también, pero enseguida desvió y bajó sus ojos. Yo me quedé parada, sin saber qué hacer, corregí mi mirada hacia el suelo, no sabiendo si sentía vergüenza u otra cosa. Entonces lo vi, vi un diente de león a mis pies y supe que tenía que hacer para mantener a Prim. Me adentraría en los bosques y podría pescar, cazar y recolectar bayas y frutos silvestres e incluso venderlos en el mercado local. La esperanza se abrió paso por todo mi cuerpo y sonreí por primera vez desde la muerte de mi padre. Cogí el diente de león, y lo guardé en el libro que acabábamos de comentar en clase, volví a mirar al chico rubio que me había dado esperanza y recorrí el camino hasta mi casa, sabiendo cómo saldría adelante.
Justamente en una de esas excursiones al bosque es donde conocí a Gale y cuando por una confusión el entendió que mi nombre era Catnip y no Katniss. Y de ahí se me quedó el apodo cariñoso con el que me llamaba. Entre los dos y su madre Hazelle, pusimos en marcha un pequeño puesto en el mercado local donde vendíamos nuestros productos y nuestros servicios de guía. Nuestra pequeña comunidad era bastante turística los meses en los que el tiempo respetaba ya que venía mucha gente a hacer rutas y pasar unas semanas en las Adirondack.
Ya nunca más me atreví a acercarme a Peeta para darle las gracias. Cuando acabamos el instituto él se fue a estudiar psicología a Harvard y yo a me quedé en la Universidad de Albany en biología, nuestros caminos ya no se volvieron a cruzar. Aun así, me acordaba de él siempre que veía un diente de león o a un chico fuerte rubio y de ojos azules. No entiendo el por qué pero siempre que pienso en él me siento mejor.
